Luis Alberto Suárez Guava

Cosas vivas


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iPhone (que no es más que un yo), el iPad, la tablet, el pc o el Android (que no es menos que ¡un androide!) resultan tanto o más visibles que los sujetos casi fantasmales gracias a los cuales –¿o para los cuales?– se originaron. La escena por excelencia de la socialización contemporánea ocurre entre dispositivos inalámbricos interconectados. Esos dispositivos alumbran los rostros ansiosos de sus usuarios, quienes parecen creer que manipulan o dan su voz a esos avatares que crean avatares. Los “teléfonos inteligentes” lanzados a finales de 2017 y comienzos de 2018 prometen realidad aumentada y avatares más parecidos al usuario. También se habla de un “internet de las cosas” y una “inteligencia de las cosas”.

      No es solo gracias a las películas que la sensibilidad acerca de la vida de las cosas inunda las ciencias sociales. Es que la tecnología contemporánea distribuye nuestras vidas en un sistema de cosas que nos consumen mientras las consumimos, incluso desde cuando las deseábamos. Eso, sin embargo, no es un fenómeno de los últimos treinta años. Estuve tentado a usar el argumento de que la mercancía perfecta es fetichismo puro, o valor desprovisto de cualquier materialidad, y referirme a la conexión o a la cobertura (eso que es internet). Pero en realidad toda mercancía es valor puro, lo mismo que vale por fetichismo puro. De tal forma que existen las condiciones materiales para que emerja una sensibilidad mística hacia las cosas. La confusión entre personas y cosas hace tiempo dejó de ser monopolio de los textos que fundaron la antropología o de las sociedades en las que la antropología aprendió sus argumentos. Los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos ordinarios que nos constituyen.

       Adenda sobre la muerte o la eternidad de la riqueza

      Salvo los artículos de Pardo y Larraín, al grueso de este volumen no parece interesarle un acercamiento a la vida de las cosas en el marco del capitalismo y, en esa medida, la disquisición sobre juguetes, zombis y realidades aumentadas, así como la tozuda referencia de este texto a ciertos análisis del capitalismo, parecen sobrar. Esos dos artículos son los que menos se inclinan a dotar de agencia a los objetos o a las cosas y, en cambio, son los más dispuestos a privilegiar la agencia de los actores humanos involucrados. Es posible que la conciencia de los fetichismos del capitalismo impida aceptar la convicción nativa de la vida de las cosas, incluso, y sobre todo, en el seno de las relaciones sociales capitalistas. Otros ejemplos de esa duda están en el mismo Alfred Gell (1998), quien sospecha que la agencia de las obras de arte reside, en últimas, en la abducción de la intencionalidad por los usuarios, o en Goody (1999), quien hace de la contradicción la otra cara de la representación.

      El exotismo de la antropología más clásica tiende a desaparecer cuando objetiva a las sociedades capitalistas, y en esos casos desaparecen los fetichismos detrás del uso de un lenguaje racionalizado para describir las relaciones sociales, excluyendo a las mercancías. Pareciera que lo incomprensible del capitalismo no se objetiva o que en el capitalismo todo es comprensible, sobre todo si usamos el lenguaje del modo de producción, que por obvias razones tiende a ocultar lo fundamental. En mi opinión, eso se debe a que la mitología del mundo contemporáneo es el capitalismo. Algunos autores sobradamente reconocidos han argumentado que la ciencia es el mito de Occidente. Lo hacen desde la convicción, profundamente anclada en la modernidad, de que el conocimiento es producto del pensamiento. No es raro que los santos de la modernidad sean siempre teóricos. Es la misma certeza según la cual lo humano ocurre como producto del desarrollo del cerebro. Una verdad de la cual no dudamos por un instante y que rima con la seguridad de que el pensamiento proviene del pensamiento y de que el conocimiento es producto del conocimiento: por eso en las universidades nos refugiamos bajo las sombras del conocimiento como si ese abrigo fuera a producir más conocimiento. Con la misma convicción afirmamos que la plata produce plata y oro el oro. Las relaciones con la materia –la más fundamental de las cuales es el trabajo– nunca son origen del pensamiento y menos del conocimiento. Lo necesario para pensar es el tiempo libre, es decir, excluirse de la producción. La ciencia no produce los convencimientos de Occidente, es un campo de batalla por el monopolio de la razón. El capitalismo, por otra parte, produce las verdades objetivas con arreglo a las cuales actuamos y, por ende, produce convicciones. El pensamiento es otro producto del modo en que se producen las mercancías; uno y otras comparten la ambición y la esperanza de nunca tener contacto con el trabajo del que provienen. Las mercancías por excelencia son aquellas en las que la materia ha desaparecido: el software es puro pensamiento en potencia; las mercancías son deseos cumplidos o postergados; la razón pura y la pura lógica, desprovistas de materia (tanto como lo están las representaciones y el discurso), son la aspiración de las formas más acabadas del pensamiento en el mundo contemporáneo, tienen la misma pureza inquebrantable del dinero. Contra la ética hipócrita de la opinión pública, no existe el dinero sucio. Todo dinero es limpio: nadie bota un billete porque caiga en el fango. Todo dinero es valor inquebrantable e inmortal.

      Helí Valero y Roberto Gómez, en Ráquira y Murillo, dos pequeñas poblaciones de las cordilleras andinas colombianas, entendieron que la riqueza vertida en oro y esmeraldas tiene un misterio. Lo dijo el primero de ellos en un artículo poco leído (Valero, 2008) y el segundo nos lo repitió generosamente tantas veces a mí y a muchos estudiantes de antropología en los cafés del norte del Tolima. Ambos estaban seguros de que esas riquezas pican al que las toca. Y sus charlas estaban repletas de asuntos que entonces poco o nada calaron en nuestra forma de entender la realidad. Nos decían convencidos que el río era traicionero o que los armadillos encuentran las guacas (acumulaciones de riqueza y mucho más que eso) o que los lugares misteriosos se aparecen en los sueños o que ciertos objetos saben cuando la envidia se aproxima y se van o se quiebran. Helí Valero, con su bigote encanecido y los sombreros maltrechos de una recién desaparecida bonanza, iba en las noches con la guitarra destemplada a cantarnos en la cocina de su hermana con esa voz oscurecida por efecto de los incontables cigarrillos Caribe. Y entre una y otra canción, hacía lo posible por que entendiéramos que el mundo está lleno de misterios. Roberto Gómez era hijo del páramo. Soñaba con lugares en los que brillaban diamantes y calaveras. En las noches, sabía encontrar la cama de pajas que había en la tierra generosa y se quedaba mirando el cielo helado y lleno de fulguraciones. Sabía que los ríos llevan fiestas porque la riqueza hace fiestas. Sabía que el agua emboba y marea. Sabía que el mundo está sostenido por vigas de oro, pero sospechaba incluso de las cosas que sabía y apostaba que eso que llaman oro es, al fin de cuentas, agua pura. Atesoraba una máquina de escribir para escribir los pleitos de las luchas campesinas que lideró y que le dejaron un montón de papeles amarillos que nos mostró en su cuarto frío y arrendado. Emergió del frío en una noche que empezaba entre la neblina de Murillo y nos enseñó a jugar billar y que el universo es unidiverso. Era sensible a todas las cosas que se precipitan. Sabía que el mundo seguiría vivo después que él mismo y que la mejor comida es con hambre.

      Ambos sabían que la riqueza vertida en oro y esmeralda puede morir, ya que está viva. Y que ese vaho que sale del oro es un yelo que daña, que mata lentamente. En el mundo real de Valero y de Gómez, la riqueza se pudre y pudre a quien la atesora; algo que no le ocurre al dinero en el mundo plenamente capitalista. David Harvey (2014, pp. 49-50), siguiendo al comerciante y teórico Silvio Gesell, ha propuesto que una alternativa para evitar la plutocracia campante es hacer que el dinero tenga fecha de vencimiento, de tal manera que deba ponerse en circulación y no se acumule, que el dinero no utilizado se desvanezca al cabo de un tiempo. O, como decía Gesell, que se oxide. A ese óxido del oro, una especie de lama verde, lo conocen en Cumbal y en Aldana, al sur de Colombia, como Solimán. Roberto Gómez nos mostró una tarde de noviembre de 2011 al hombre que en el norte del Tolima se había encontrado una romana de oro pero no podía cambiarla; le decían el loco. Tenía que bañarse una llaga de su pierna, producida por el contacto con el oro, con infusión del mismo objeto que lo hacía rico. Haberse encontrado ese tesoro le produjo la herida purulenta, que se mantenía de un tamaño tolerable con infusiones del oro que se pudre. Y tenía ataques de locura en los que lanzaba fajos de billetes, como si la acumulación de trabajo humano le alterara la conciencia.

      En las convicciones de Valero y Gómez se cumple parte de la aspiración revolucionaria de Harvey. Es potencialmente más justo (o más real) un mundo en el que la riqueza se pudre. Y así como con ellos, nos hemos encontrado con otros maestros y maestras en lugares distantes.