de los trabajos con potencial teórico que conozco es que su fertilidad es producto de la evolución de las relaciones que los produjeron. El trabajo de campo es trabajo del mundo en quien acepta la pesquisa antropológica como un asunto propio que involucra una lucha –que nunca es individual y tampoco suele ser nueva– por el reconocimiento y el respeto de quienes no han sido ni reconocidos ni respetados. No es un producto eximio de la labor ejemplar de quien “se compromete”: un buen trabajador de campo, a lo sumo, es un medio por el cual se expresa el mundo o los mundos que ya existen y que seguirán haciéndolo sin ese cronista.
Ese trabajo del mundo requiere, sin embargo, cierta disposición. Un brujo le enseñó a Ana María Palomo (2010), en San Bernardo del Viento, que el que sabe mucho aprende poco. Tal vez el principio de todo trabajo de campo. Hay cosas que no sabemos y corremos el riesgo de encontrarlas, o no, en el trabajo de campo. Incluso Malinowski recomendaba poner entre paréntesis el saber teórico para lograr escuchar lo que se está diciendo en esos lugares en los que vivimos y a los que volvemos. Pero no solo debemos llevar una ignorancia sensata al campo. También los brazos y la disposición para ayudar en lo que se esté haciendo. Una parte relevante de la vida social en todas partes, constituyente de la condición de persona, es el trabajo. A Juan Sebastián Anzola (2017) se lo enseñaron en Sucre, Cauca. Lo llaman trabajo material: aquel que se hace con machetes, azadones o palines, o que recoge la cosecha o que carga los racimos de plátanos por las laderas mientras se rodea el campo. Aníbal Vega lo condensa en dos sentencias: “el trabajo que se ve” y “el trabajo que lo hace a uno” (Anzola, 2017, pp. 45-75). Esa disposición para trabajar, resumida por Ángel Quinayás, es “humanarse a trabajar”: “empezar a ser persona a través del trabajo” (p. 8), explica Anzola. Por donde se le dé vueltas a lo que dice Quinayás parece que nuestra alternativa es trabajar. Humanarse, andar con las manos sucias y recibir con carcajadas las ampollas o las raspaduras. Humanarse, dejar de ser la cosa que nos mira y empezar a ser los amigos que ayudan e incluso empezar a ser la cosa que trabaja. Humanarse, advertir el crecimiento, el verdor y cargar parte de la cosecha como cosa propia. Humanarse hasta confundirse con las herramientas o con los canastos de recolecta que se humanan gracias al trabajo que ayudan a realizar. Humanarse, pasar la vergüenza de no saber ni caminar y afinar o, como dicen en el Gran Cumbal, endurar. Humanarse, aprender a reír y a decir los chistes que dan vueltas en las fincas de los amigos. Humanarse es volverse como el otro, cuya humanidad está garantizada por el trabajo.
El trabajo material es una oportunidad para des-narrativizar la experiencia etnográfica. Pese a que las narrativas, del tipo que fueren, son siempre buena ocasión para aproximarse al conocimiento, la atención exclusiva sobre lo narrativo puede llevar a creer que las vidas son meros relatos. En muchas narrativas es evidente que sus vidas son contables porque han trabajado y han sido afectadas por el mundo de forma mucho más que narrativa. Si nos quedamos solo con las narrativas, las vidas produciendo al mundo y siendo producidas por él desaparecen impunemente. La vida de las cosas, como muestran algunos de los artículos de este libro, es también transformaciones materiales que duran más tiempo que los objetos y las personas (Holguín, Calderón y García, en este volumen). Los objetos mismos constriñen nuestra vida y nos obligan a trabajar o a padecer la fuerza del mundo de formas que no podemos contar (Guzmán y Martínez, en este volumen). Y muchas veces el trabajador de campo que ha trabajado, o porque está trabajando, debe guardar silencio, un silencio que puede llegar a ser prolongado, para conseguir comprender. En esos silencios también ocurre la vida. No todo lo que el trabajador de campo escribe ha sido dicho en narrativas. También suenan la leña o el río o la emisora en el radio o las motos trepando las carreteras destapadas o las borrascas que van con ese rumbo decidido de todo lo que se sabe fuerte. Y no lo hacen de forma narrativa. A veces lo hacen con ruidos que los textos antropológicos no deben despreciar. A veces en tonadas que los indios y campesinos sí que oyen y disfrutan.
Por lo mismo, intentamos practicar saberes no enunciados y saberes no humanos. En Aldana y en Cumbal, el fogón sabe ponerse necio. Y el cerro sabe ponerse bravo. Y el agua de ciertas quebradas sabe ser sabrosa. Y los cutes, unas herramientas que se dan en los árboles de madera fina, saben criarse, y bien criados saben trabajar. Esas sabidurías deben ser también nuestra preocupación: eventualmente debemos intentar ponernos del lado del cerro, del fogón, del agua o de los cutes. Pero también pasa que nuestros maestros humanos no saben cómo enseñar con palabras lo que saben hacer con el cuerpo. Por eso también toca llevar el cuerpo al campo. A veces aprendemos eso indecible pero no nos conformamos. Es posible que nuestra enunciación sea un triste remedo, pero es mejor que la completa ignorancia de esos saberes.
Aceptamos una posición subordinada por cuanto nuestro saber del trabajo material, tanto como de los materiales y herramientas de la vida diaria, suele ser escaso o nulo. Eso empareja un poco las cargas de la relación. No tanto para la gente que ya sabe que los antropólogos suelen ser un tanto inútiles, sino para la persona que se va de campo, quien empieza a perder su importancia irreflexiva. Si nos relacionamos con las mismas cosas con las que se relacionan las personas que nos enseñan, empezamos a comprender que las cosas saben y enseñan. Y es peor para los antropólogos locuaces constatar que las cosas saben cosas y guardan silencio. Es posible que, por ese camino, aprendamos a trabajar con conceptos y a pensar con cosas. Finalmente, es posible que salgamos de ese trabajo viviendo y pensando distinto: reconociendo al otro en uno y a uno en el otro, y aceptando la necesidad de transformar la práctica de la antropología, no solo en campo.
Si todo eso o la mayor parte ocurre, estaremos listos para aceptar que el trabajo de campo es una empresa teórica que requiere trabajo material. También será necesario aceptar que los sistemas de conceptos que iremos comprendiendo son difusos y sucios y en tensión: productos de relaciones sociales y productores de relaciones sociales, productos de mundo y productores de mundos, pero con aspecto de herramientas embarradas, utensilios de cocina, intervenciones técnicas, accidentes del paisaje o configuraciones atmosféricas. Esos conceptos, que son cosas, permiten pegar o amasar o fermentar los argumentos etnográficos, pero no para demostrar que nuestras preocupaciones antropológicas están actualizadas, sino porque creemos que este camino es el necesario para la comprensión de los mundos y para intentar constituir una práctica académica transformadora porque trabaja. La vida de las cosas supone los conceptos. Podemos aprender algunos conceptos a costa de aceptar nuestra ignorancia, porque “el que sabe mucho aprende poco”. Y nos veremos obligados a aprender a hacer porque en el proceso es que las cosas enseñan. En vez de sacar a nuestros conocidos de sus vidas para que nos expliquen sus vidas con nuestras palabras, tendremos que aprender a vivir sus vidas para comprenderlas con todas sus cosas.
La dimensión teórica empieza a abandonar lo puramente conceptual para transformarse en trabajo. No solo pensar con cosas, sino aprender a trabajar con cosas. Es posible que nuestros textos se arrumen en una colección de esas que poco leemos. Lo que queda de nosotros es lo que resulta realmente valioso: el trabajo que nos humana. Entre junio y julio de 2016, estuvimos en un paraje de la Sierra Nevada de Santa Marta y como agradecimiento y pago por habernos recibido un año antes, dimos nuestro trabajo material en un caserío de indios iku. Unos trabajaron más, otros trabajamos menos. Y cuando nos encontramos meses después con los amigos de la Sierra nos explicaron que en los frutos de ese trabajo nos veían, porque al parecer no nos habíamos ido y ya era cierto que volveríamos, incluso antes de decir que queríamos volver. Eso que dijeron puede obedecer a las extrañas creencias de los indios iku. O puede que los mejores frutos del trabajo que trabaja puedan prescindir de la antropología.
No solo explorar la posibilidad de que pensemos con cosas, como se desprendía de los análisis de Tylor y de Marx, sino explorar la posibilidad de que “las cosas lo trabajen a uno”, como concluyó el antropólogo Felipe Becerra en una discusión sobre un manuscrito previo de esta introducción. Eso nos llevaría a considerar que la forma de nuestra vida pudo ser forjada por la vida de las cosas.
Menos importante, pero más relacionada con esta introducción, las cosas vivas podrían cambiar las formas del conocimiento antropológico.
Referencias
Anzola Rodríguez, J. S. (2017). “Uno hace la finca y la finca lo hace a uno”. Trabajo, conocimiento y organización campesina en Sucre, Cauca (tesis de pregrado). Pontificia Universidad Javeriana,