ni miembros con que adulterar. Es sofocante. No aguantan el calor, y aguantan el ambiente mental. No tienen más que cuerpo. Por eso lo enseñan todo lo que pueden ¿de qué diablos van a jactarse, si no poseen otra cosa? Pero yo no creo que pueda resistir mucho más. Y no siento odio; simplemente me parece que estoy en un jardín de la infancia, o en un colegio de retrasados mentales; y sencillamente los compadezco a todos, pero no me siento competente para educarlos, para criarlos. Hace un año, pienso, escribía en otro de mis cuadernos, que me veía como una barca que iba soltando las amarras, y alejándose lentamente de la costa. La verdad, ahora me contemplo muy semejante a mis 14 años (¿es qué ahora estoy inmaduro, peor aún, infantilizado, o es que entonces era, más o menos, una mente madura?). Repetiría la estrofa de un poema, uno de aquellos poemas perdidos, y que a veces me gustaría recordar:
Con un ansia infinita de luz pura
siempre soñada, mas jamás sentida.
Y la sed de morir. ¡Tengo una hartura
inmensa de la vida!
Por supuesto, habría que rectificar varios matices. Pues, en primer lugar, los versos no están precisamente muy sobrados de armonía y precisión, en su vocabulario; y en segundo lugar, no estoy exactamente harto de la vida. ¡Pero ese anhelo de luz pura! Y conservo, a través de mis años, la misma sensación de una cierta fatiga, y la misma viveza de una incierta ansiedad que describía, por esos mismos días, en un autorretrato –muy influído probablemente por el de M. Machado–:
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