ha ganado terreno en el ánimo de los hombres civilizados. Pero ¿habría que decir: de los hombres cultos? Yo pienso que no. Toda época de decadencia ha observado escrupulosamente, por lo que puedo saber, estos refinamientos de la limpieza. Hay una cierta atracción de las cosas limpias, puras, que, probablemente, sufre casi toda persona normal; pero el genuinamente cultivado tiene conciencia de su limitación, y lleva el ansia de pureza a otros terrenos, contentándose con un mínimo de orden y una eliminación de la porquería, que, para las gentes ordinarias, es decir, vulgares, es ya sin más, declarada suciedad. Los santos no se han cuidado escesivamente de estas cosas; es verdad que los autores modernos procuran excusarlos como pueden, por los influjos de las incultas épocas en que vivieron, y se esfuerzan en resaltar esa tendencia real, pero tenue, que todos poseyeron. Pero no creo que sea esta la postura precisa. Más bien habría que decir que ellos obraron bien, y son los modernos quienes se equivocan. En uno de sus libros, Marañón apunta que quizás no andaban muy descaminados los reyes castellanos medievales, cuando prohibían los baños a sus guerreros. Quizás, como ellos pensaban, la frecuencia de los baños les hubiera afeminado. De hecho, toda época refinada en la atención a la exquisitez material produce, insoslayablemente, un acrecentamiento de la sodomía. Eras de profunda sensibilidad interior han sido plenamente insensibles a la suciedad física. Por ejemplo sirva la corte de Luis XIV, con Racine, Corneille y Molière, y una notable ausencia de sentido del baño. Se dice, como un elogio, que una casa parece una tacita de plata, pero la cabeza de la dueña suele parecer una jaula de grillos. Se alaba a quien no puede pensar en una habitación sucia, en una mesa polvorienta o manchada; pero eso no significa sino un vergonzoso dominio de lo sensible sobre lo espiritual, de la carne sobre el espíritu. Se responderá que la limpieza cuesta poco tiempo y que, actualmente, existen aparatos que solucionan el problema con pocos momentos y escaso esfuerzo; pero los aparatos se multiplican, y el hombre tiene que emplearse en producirlos, y luego en trabajos vulgares, que son naturalmente los mejor retribuídos, para poder comprarlos. La exigencia crece, y al paso aumenta la cantidad de tiempo empleado en bagatelas. La noble faena de pensar queda desamparada; el hombre medio vive esclavo de los sentidos, y la exaltación de los detergentes, y los instrumentos electrodomésticos, contribuye a ahogarlo completamente en la corriente de memez circundante. Las olas de esta corriente bañan al pobre diablo en la televisión, en el cine, en los periódicos... La rechoncha figura de Sancho, se ofrece naturalmente puerca, y Cervantes no economiza las muestras; pero ¿se piensa que la insigne persona de D. Quijote, alentado de esfuerzo y vestido de ensueño, tuviera mucho más inmaculadas sus ropas, impoluto su cuerpo? Claro, todo hombre tiende hacia unas ciertas abluciones, hacia la sensación pacificadora del agua clara, pero el varón no puede estar pendiente de eso; lo emplea cuando lo encuentra como una satisfacción más, pero no vive de eso. Sacrificar un libro por tener ropa limpia es, a mi juicio, un pecado contra el espíritu. Hay momentos para ello, en los cuales la mente trabaja sola, sin preocupación por lo que hace, alentando en los intereses cogitativos que acaba de dejar por unos instantes.
Se ve como una necesidad, una señal del progreso, que todas las casas modernas posean una ducha; pero la verdad es que ello ha ido unido, inexorablemente, a otra realidad, y es que las casas modernas son verdaderos cuchitriles para el espíritu. El pobre Leclercq, que es una mente no mal dotada, pero alelada por el ambiente, indicaba como un signo de los tiempos, que había que aprovechar, y que nos enviaba a no sé qué avances mentales, la construcción de los hogares hodiernos. En verdad, lo único que revelan es la ya estigmatizada sandez de la cabeza humana en nuestro tiempo. La incapacidad de diálogo familiar, y las horas de dura labor fuera de casa, para ganar dinero suficiente que ahorre horas de trabajo dentro. La diferencia es que la labor interior contribuye a la unión de la familia, y que una casa espaciosa es estrictamente necesaria, para una faena ideológica seria. No la limpieza, sino la soledad; y ambas cosas son de muy improbable conciliación, para el término medio humano. El individuo civilizado opta por la pureza material que se ve, porque el civilizado es, necesariamente, inculto. El hombre cultivado exige un apartamiento de ciertas impurezas extremas, y se entrega a sus goces interiores, y a la comunicación personal de tales alegrías.
Yo estimo, de forzosidad perentoria, una revalorización de la primacía de lo espiritual en todos sus aspectos; pero ello exige de los espirituales una bravura que raya en el heroísmo. Una exégesis de lugares comunes, como la de León Bloy, sería de extremo interés, pero desventuradamente, sería también de absoluta inutilidad.
SÁTIRA V
Hilo de los pensamientos: es indigno asistir como cliente a las cenas de los patronos; más vale mendigar. La cena es una injuria a la dignidad. El patrono lo mira como una paga que te ofrece por servicios ya hechos. Y el cliente lo acepta gozoso. Pero la cena es muy mala; el patrono devora platos exquisitos, y el cliente muere de hambre. Se observa, pues, la ya mencionada tacañería. Del cliente se desconfía, no sea que robe. El patrono usa vajilla muy lujosa; a tí te dan vajilla de material malo y encima estropeada. Te lo ofrece además un criado de pésima catadura; al patrono efebos orgullosos de su hermosura, y airados contra tí, porque te consideran más cómodo en tu asiento; pero al mismo tiempo orgullosos, decididos a no atender ninguna indicación tuya. Si ensayas a lograr un alimento algo más selecto, no faltará quien te humille, echando en cara tu condición de cliente y acusándote de desvergüenza. Todo esto se debe a que eres pobre. Si tuvieras de repente dinero, inmediatamente Virrón te invitaría a participar de sus viandas exquisitas. Pero ahora goza con la comedia que representáis; disfruta con tu humillación, se regocija sintiéndote prisionero de su bolsa. Pero esto es algo que mereces.
Como ideas: realidad observada: tacañería, gozo del rico despreciando al pobre, sintiéndole sujeto a él. Lujo de los potentados. Indignidad del pobre. La mayor gloria del rico debería ser comunicar sus bienes.
Ahora, 10,50 de la mañana, voy a interrumpir las transcripciones, para estudiar las ideas centrales de las cinco primeras sátiras. Depende, claro está, del tiempo que me dejen libre. Querría que, al menos mañana por la mañana, estuviera despachada esta parte del quehacer.
Día 10 de julio de 1967
Me siento a la máquina a las 7,50, pero llevo estudiando desde las 3. He avanzado bastante en la prosodia latina, y voy empezando a comprender, de nuevo, los misterios de la métrica latina, a saborear los hexámetros de Juvenal. Ahora quiero substanciar las cinco sátiras primeras, que constituyen el primer libro, ordenando esa runfla de pensamientos, que lanza como venablos, la indignación del autor.
Como ya queda consignado en los resúmenes particulares, los vicios cardinales vienen a ser la lujuria, el asesinato, el escarnio de la injusticia, la gula, el lujo, el rebajamiento humano.
La lujuria aparece con todos sus posibles aspectos (aunque creo que, en este primer libro, no se mienta la bestialidad); el incesto (I); el adulterio (I, II, con la figura del cornudo consentido); la homosexualidad, que abarca desde el afeminamiento en vestidos y adornos, hasta los simulacros de matrimonios entre varones (sobre todo II y III); censura también, al paso, el descoco de la fémina que se disfraza de hombre, o que baja a la arena del circo.
Con la lujuria se entreteje el homicidio: uso de anticonceptivos –que los matrimonios modernos, en su bobalicona estupidez, creen un adelanto científico– el aborto, el asesinato del esposo... (I).
El ansia de dinero lleva, igualmente, a desear la muerte del padre, y a lujuriosos connubios con viejas opulentas, de tal modo que la vulva de una anciana es el camino más rápido para llegar a la riqueza (I). Conduce parejamente al vil oficio de la delación (I) y a ilícitos negocios (III). Toda Roma rivaliza en el lujo, y vive en ambiciosa pobreza, echando mano al arca ajena, cuando la propia no suministra medios bastantes. Esta avaricia se extiende incluso a la cosa pública, de manera que todo lo que tiene algún valor es objeto de la codicia fiscal. Así los peces (IV).
La tacañería de los ricos es menos notable. Y la gula empapa las costumbres. La mención de las cenas es continua, en las sátiras de Juvenal; y la IV entera está dedicada al ridículo suceso del pez.
Se lamenta de la vanidad de la poesía de la época, de la vacuidad retórica de los frecuentes recitales (I). Y de la grecomanía social.
De