href="#ulink_2f011de1-b0bc-516f-9fdb-072cc137ef3e">10 Luc. 4:18.
11 1 Tim. 3:16 (BJ).
12 Isa. 53:5 (RVR 95).
13 Mat. 27:46 (VM).
14 Juan 3:16.
15 2 Cor. 5:19.
16 Juan 10:17.
17 Heb. 2:11.
18 1 Juan 3:1
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La más urgente necesidad del ser humano
El hombre estaba dotado originalmente de facultades nobles y una mente bien equilibrada. Era perfecto en su ser y estaba en armonía con Dios. Sus pensamientos eran puros; sus intenciones, santas. Pero por causa de la desobediencia, sus facultades se pervirtieron y el egoísmo tomó el lugar del amor. Su naturaleza se debilitó tanto por causa de la transgresión, que le fue imposible, por su propia fuerza, resistir el poder del mal. Fue hecho cautivo por Satanás, y hubiera permanecido así para siempre si Dios no se hubiese interpuesto de una manera especial. El propósito del tentador era frustrar el plan divino en la creación del hombre, y llenar la Tierra de miseria y desolación. Quería señalar todo este mal como el resultado de la obra de Dios al crear al hombre.
El hombre, en su estado de inocencia, gozaba de completa comunión con el Ser “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”.19 Pero después de su pecado ya no pudo encontrar gozo en la santidad, y procuró ocultarse de la presencia de Dios. Y tal es aún la condición del corazón no renovado. No está en armonía con Dios ni encuentra gozo en la comunión con él. El pecador no podría ser feliz en la presencia de Dios; huiría del compañerismo con los seres santos. Si se le permitiera entrar en el Cielo, este lugar no le produciría gozo. El espíritu de amor desinteresado que reina allí –donde cada corazón responde al corazón del Amor Infinito– no haría vibrar cuerda alguna de simpatía en su alma. Sus pensamientos, sus intereses, sus móviles, serían distintos de los que movilizan a los impolutos moradores celestiales. Sería una nota discordante en la melodía del Cielo. El Cielo sería para él un lugar de tortura; ansiaría ocultarse de la presencia del Ser que es su luz y el centro de su gozo. No es un decreto arbitrario por parte de Dios el que excluye del Cielo a los malvados; ellos mismos se han cerrado la puerta por causa de su propia ineptitud para esa compañía. La gloria de Dios sería para ellos un fuego consumidor. Desearían ser destruidos para poder esconderse del rostro de quien murió para redimirlos.
Es imposible que escapemos por nosotros mismos del abismo de pecado en que estamos hundidos. Nuestro corazón es malo y no lo podemos cambiar. “¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie”.20 “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”.21 La educación, la cultura, el ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano, todos tienen su propia esfera, pero para esto no tienen ningún poder. Pueden producir una corrección externa del comportamiento, pero no pueden cambiar el corazón; no pueden purificar las fuentes de la vida. Debe haber un poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo alto, antes que los hombres puedan ser cambiados del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Sólo su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraerlas a Dios, a la santidad.
El Salvador dijo: “El [hombre] que no nazca de lo alto” –a menos que reciba un corazón nuevo: nuevos deseos, propósitos y motivaciones que lo guíen a una vida nueva– “no puede ver el Reino de Dios”.22 La idea de que solamente es necesario desarrollar lo bueno que por naturaleza existe en el hombre es un engaño fatal. “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”.23 “No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo”.24 De Cristo está escrito: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”;25 el único “nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos”.26
No es suficiente percibir la bondad amorosa de Dios, ni ver la benevolencia y ternura paternal de su carácter. No es suficiente discernir la sabiduría y justicia de su ley, ni ver que está fundada sobre el eterno principio del amor. El apóstol Pablo veía todo eso cuando exclamó: “Apruebo que la Ley es buena”. “La Ley... es santa, y el mandamiento santo y justo y bueno”. Pero, en la amargura de su alma agonizante y desesperada, añadió: “Pero yo soy carnal, vendido al pecado”.27 Ansiaba la pureza, la justicia, pero en sí mismo no tenía el poder para alcanzarlas, y gritó: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”28 El mismo clamor ha subido, en todos los lugares y en todos los tiempos, de corazones sobrecargados. Existe una sola respuesta para todos: “¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”29
Muchas son las figuras por medio de las cuales el Espíritu de Dios ha procurado ilustrar esta verdad y hacerla clara a las personas que desean verse libres del peso de la culpa. Cuando Jacob pecó al engañar a Esaú, y huyó de la casa de su padre, estaba abrumado por un sentido de culpabilidad. Solo y desterrado como estaba, separado de todo lo que le hacía preciosa la vida, el único pensamiento que sobre todos los otros oprimía su alma era el temor de que su pecado lo hubiese amputado de Dios, que fuese abandonado por el Cielo. En medio de su tristeza se recostó para descansar sobre la tierra desnuda, rodeado por las colinas solitarias y cubierto por la bóveda celeste tachonada de estrellas. Mientras dormía, una luz extraña interrumpió su sueño; y entonces vio que, de la planicie donde estaba recostado, unas grandísimas escaleras simbólicas parecían conducir a lo alto, hasta las mismas puerta del Cielo, y a los ángeles de Dios que subían y descendían por ella; inmediatamente, de la gloria de las alturas se oyó la voz divina que pronunciaba un mensaje de consuelo y esperanza. Así se le hizo saber a Jacob lo que satisfacía la necesidad y el ansia de su alma: un Salvador. Con gozo y gratitud vio revelado un camino por el cual él, un pecador, podía ser restaurado a la comunión con Dios. La mística escalera de su sueño representaba a Jesús, el único medio de comunicación entre Dios y el hombre.
Esta es la misma figura a la cual Cristo se refirió en su conversación con Natanael, cuando dijo: “Veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre”.30 Al apostatar, el hombre se alienó de Dios; la Tierra fue amputada del Cielo. A través del abismo existente entre ambos no podía haber comunión alguna. Pero mediante Cristo, la Tierra está unida nuevamente con el Cielo. Con sus propios méritos Cristo ha tendido un puente sobre el abismo que había creado el pecado, de manera que los hombres puedan tener comunión con los ángeles ministradores. Cristo conecta al hombre caído, débil y miserable, con la Fuente del poder infinito.
Pero vanos son los sueños de progreso de los hombres, vanos todos sus esfuerzos por elevar a la humanidad, si menosprecian la única Fuente de esperanza y ayuda para la raza caída. “Toda buena dádiva y todo don perfecto”31 son de Dios. No hay verdadera excelencia de carácter fuera de él. Y el único camino para ir a Dios es Cristo, quien dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí”.32
El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo nos ha vertido todo el Cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el ministerio de los ángeles, las súplicas del Espíritu Santo, el Padre que obra sobre todo y a través de todo, el interés incesante de los seres celestiales; todos están empeñados en beneficio de la redención del hombre.
¡Oh, contemplemos el sacrificio