Elena G. de White

El camino a Cristo


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es la fuente de todo impulso recto. Él es el único que puede implantar enemistad contra el pecado en el corazón. Todo deseo por verdad y pureza, toda convicción de nuestra propia pecaminosidad, es una evidencia de que su Espíritu está obrando en nuestro corazón.

      Jesús dijo: “Yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”.39 Cristo debe ser revelado al pecador como el Salvador que muere por los pecados del mundo; y cuando contemplemos al Cordero de Dios sobre la cruz del Calvario, el misterio de la redención comenzará a descifrarse en nuestra mente y la bondad de Dios nos guiará al arrepentimiento. Al morir por los pecadores, Cristo manifestó un amor incomprensible; y este amor, a medida que el pecador lo contempla, enternece el corazón, impresiona la mente e inspira contrición en el alma.

      Es verdad que algunas veces los hombres se avergüenzan de sus caminos pecaminosos y abandonan algunos de sus malos hábitos antes de darse cuenta de que están siendo atraídos a Cristo. Pero cuando hacen un esfuerzo por reformarse, nacido de un sincero deseo de hacer lo recto, es el poder de Cristo el que los está atrayendo. Una influencia de la cual no son conscientes obra sobre el alma, y la conciencia se vivifica y la vida externa se enmienda. Y a medida que Cristo los induce a mirar su cruz y contemplar a quien han traspasado sus pecados, el mandamiento halla cabida en la conciencia. Se les revela la maldad de su vida, el pecado profundamente arraigado en su alma. Comienzan a comprender algo de la justicia de Cristo, y exclaman: “¿Qué es el pecado, para que exigiera un sacrificio tal para la redención de su víctima? ¿Fueron necesarios todo este amor, todo este sufrimiento, toda esta humillación, para que no pereciéramos sino que tuviésemos vida eterna?”

      El pecador puede resistir este amor, puede rehusar ser atraído a Cristo; pero si no se resiste será atraído a Jesús; un conocimiento del plan de la salvación lo guiará al pie de la cruz arrepentido de sus pecados, los cuales causaron los sufrimientos del amado Hijo de Dios.

      La misma mente divina que obra en las cosas de la naturaleza habla al corazón de los hombres y crea un deseo indecible de algo que no tienen. Las cosas del mundo no pueden satisfacer su ansiedad. El Espíritu de Dios está suplicándoles que busquen las cosas que sólo pueden dar paz y descanso: la gracia de Cristo, el gozo de la santidad. Por medio de influencias visibles e invisibles, nuestro Salvador está constantemente obrando para atraer la mente de los hombres de los insatisfactorios placeres del pecado a las bendiciones infinitas que pueden ser suyas en él. A todas estas personas, las cuales están vanamente procurando beber en las cisternas rotas de este mundo, se dirige el mensaje divino: “El que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”.40

      El que en su corazón anhele algo mejor que lo que este mundo puede dar, reconozca este deseo como la voz de Dios que habla a su alma. Pídale que le dé arrepentimiento, que le revele a Cristo en su amor infinito y en su pureza perfecta. En la vida del Salvador quedaron perfectamente ejemplificados los principios de la ley de Dios: amor a Dios y al hombre. La benevolencia y el amor desinteresado fueron la vida de su alma. Cuando lo contemplemos, cuando la luz de nuestro Salvador caiga sobre nosotros, entonces veremos la pecaminosidad de nuestro corazón.

      Podemos lisonjearnos, como lo hizo Nicodemo, de que nuestra vida ha sido muy íntegra, de que nuestro carácter moral es el correcto, y pensar que no necesitamos humillar nuestro corazón delante de Dios como el pecador común; pero cuando la luz proveniente de Cristo resplandezca en nuestra alma, veremos cuán impuros somos; discerniremos el egoísmo de nuestros motivos y la enemistad contra Dios, los cuales han manchado todos los actos de nuestra vida. Entonces sabremos que nuestra propia justicia es en verdad como trapos inmundos, y que únicamente la sangre de Cristo puede limpiarnos de la contaminación del pecado y renovar nuestro corazón a su propia semejanza.

      Un rayo de luz de la gloria de Dios, un destello de la pureza de Cristo que penetre en el alma, hace dolorosamente visible toda mancha de contaminación y deja al descubierto la deformidad y los defectos del carácter humano. Hace patente los deseos impuros, la infidelidad del corazón, la impureza de los labios. Los actos de deslealtad del pecador al querer anular la ley de Dios quedan expuestos a su vista, y su espíritu se aflige y se oprime bajo la influencia escudriñadora del Espíritu de Dios. Se aborrece a sí mismo mientras contempla el carácter puro y sin mancha de Cristo.

      Cuando el profeta Daniel contempló la gloria que rodeaba al mensajero celestial que se le había enviado, se sintió abrumado con un sentido de su propia debilidad e imperfección. Al describir el efecto de la maravillosa escena, dice: “Estaba sin fuerzas; se demudó mi rostro, desfigurado, y quedé totalmente sin fuerzas”.41 Cuando el alma se conmueva de esta manera odiará su egoísmo, aborrecerá su narcisismo y buscará, mediante la justicia de Cristo, la pureza de corazón que esté en armonía con la ley de Dios y el carácter de Cristo.

      Pablo dice que “en cuanto a la justicia que se basa en la Ley” –es decir, en lo que se refiere a las obras externas– era “irreprochable”;42 pero cuando discernió el carácter espiritual de la ley se vio a sí mismo un pecador. Juzgado por la letra de la ley, así como los hombres la aplican a la vida externa, se había abstenido de pecar; pero cuando miró en las profundidades de sus santos preceptos y se vio como Dios lo veía, se humilló profundamente y confesó su culpa. Dice: “Yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí”.43 Cuando vio la naturaleza espiritual de la ley, el pecado apareció en su verdadera monstruosidad y su vanidad se desvaneció.

      Dios no considera todos los pecados como de igual magnitud; a su juicio, hay grados de culpabilidad, como los hay a juicio de los hombres; sin embargo, aunque éste o aquel acto malo pueda parecer insignificante a los ojos de los hombres, ningún pecado es pequeño a la vista de Dios. El juicio de los hombres es parcial, imperfecto; pero Dios considera todas las cosas como realmente son. El borracho es detestado y se le dice que su pecado lo excluirá del Cielo, mientras que muchísimas veces el orgullo, el egoísmo y la codicia pasan sin condenarse. Pero estos pecados son especialmente ofensivos para Dios; porque son contrarios a la benevolencia de su carácter, a ese amor desinteresado que es la atmósfera misma del universo que no ha caído. El que cae en alguno de los pecados más groseros puede avergonzarse y sentir su pobreza y necesidad de la gracia de Cristo; pero el orgullo no siente ninguna necesidad, y así cierra el corazón contra Cristo y las infinitas bendiciones que él vino a derramar.

      El pobre publicano que oraba: “¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!”,44 se consideraba un hombre muy malvado, y así lo consideraban los demás; pero él sentía su necesidad, y con su carga de culpa y vergüenza vino delante de Dios implorando su misericordia. Su corazón fue abierto para que el Espíritu de Dios hiciera en él su obra de gracia y lo libertase del poder del pecado. La oración jactanciosa y santurrona del fariseo mostró que su corazón estaba cerrado a la influencia del Espíritu Santo. Por estar lejos de Dios, no tenía idea de su propia corrupción, la que contrastaba con la perfección de la santidad divina. No sentía necesidad alguna, y nada recibió.

      Si percibes tu condición pecaminosa, no esperes a hacerte mejor a ti mismo. ¡Cuántos hay que piensan que no son lo suficientemente buenos como para ir a Cristo! ¿Esperas hacerte mejor a través de tus propios esfuerzos? “¿Podrá cambiar el etíope su piel y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer lo malo?”45 Sólo en Dios existe ayuda para nosotros. No debemos permanecer en la espera de persuasiones más fuertes, de mejores oportunidades o de temperamentos más santos. Nada podemos hacer por nosotros mismos. Debemos ir a Cristo tal como somos.

      Pero nadie se engañe a sí mismo con el pensamiento de que Dios, en su grande amor y misericordia, salvará incluso a los que rechazan su gracia. La excesiva pecaminosidad del pecado puede ser apreciada sólo a la luz de la cruz. Cuando los hombres insisten en que Dios es demasiado bueno para desechar a los pecadores, miren al Calvario. Fue porque no había otra manera en que el hombre pudiese ser salvo, porque sin este sacrificio era imposible que la raza humana escapara del poder contaminador del pecado y fuera restaurado a la comunión con los seres santos –imposible que los hombres llegaran otra vez a ser partícipes de la vida espiritual–; fue por esto que Cristo tomó sobre sí la culpabilidad del desobediente y sufrió en lugar del pecador. El amor, los sufrimientos y la