del pecado. San Francisco de Sales decía: “¿Qué hay de extraño en que la debilidad sea débil?”. De modo que solamente la compañía del Hijo de Dios, que ha entrado en la historia junto a “los que el Padre le ha confiado”, puede dar a la vida humana la capacidad de una realización adecuada a su destino. Por eso, en la fisonomía del santo, el amor a Cristo es el comportamiento más respetable y sorprendente, y el sentido de su Presencia es el aspecto más determinante. Me atrevería a decir que, en cierto sentido, lo que el santo desea no es la santidad como perfección, sino la santidad como encuentro, apoyo, adhesión, ensimismamiento con Jesucristo. El encuentro con Cristo le da la certeza de una presencia cuya fuerza lo libera del mal y hace que su libertad sea capaz de hacer el bien. Claro, hermanos, porque la santidad no consiste en el hecho de que el hombre da todo, sino en el hecho de que el Señor toma todo.
El santo no renuncia a algo por Cristo, sino que quiere a Cristo, quiere la llegada de Cristo de modo que su vida se empape visual y formalmente de Él. Tal vez los que habéis conocido personalmente a don José podéis corroborar lo que estoy diciendo. Nada expresa mejor la psicología del santo que lo que dice san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo el que vive en mí” (Gál 2,20). Por eso dice también el Apóstol: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13). Así que la santidad no es no equivocarse, sino intentar continuamente no caer. Podemos decir, pues, que los santos son la demostración de la posibilidad del cristianismo y, por ello, pueden ser guías en un camino hacia la caridad de Dios que, de otro modo, parece imposible recorrer. Habría que citar también las palabras de la Didajé: “Buscad cada día el rostro de los santos y hallad consuelo en sus discursos”. Sabemos muy bien, por otro lado, que ha sido santo aquel o aquella que ha reconocido y ha vivido el misterio de Cristo “en su cuerpo, que es la Iglesia”, según la expresión de san Pablo. Y como el camino de la santidad del cristiano es la edificación de la Iglesia, ella propone ahora a este Venerable para que sea para nosotros “digno de veneración”. No se nos ocurre ahora dar culto a la persona de don José o a sus restos. Guardamos con veneración todo los suyo y pedimos a Dios que pronto sea proclamado “beato” y “santo”.
+ Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España
DON JOSÉ RIVERA, MAESTRO DE VIRTUDES, POR FÉLIX DEL VALLE CARRASQUILLA
16 de diciembre de 2015
INTRODUCCIÓN
Me parecería un poco pretencioso por mi parte pensar que voy a ofrecerles a ustedes una conferencia en toda regla; y ello debido a varias razones: como saben, yo puedo haber sido materialmente el sucesor de don José en la asignatura de gracia y de virtudes pero –como ustedes comprenden‒ no tengo su ciencia y ni muchísimo menos su santidad; además no voy a ofrecerles una conferencia con citas tomadas de los textos del diario y los escritos de don José: voy a citar su magisterio oral, lo que le escuché junto a otros muchos en las clases, en los retiros, en las conversaciones personales… Al no aportar citas textuales sino referirme a su palabra, tendrán ustedes que fiarse de la mía. Este magisterio oral él lo ejerció en tres campos distintos, pero que no son sino expresiones distintas o modos distintos de buscar un mismo fin, al partir también de un mismo origen; estos tres campos fueron:
El testimonio de su vida: los que tuvimos la gracia de conocerlo, pudimos ver reflejadas en su vida las virtudes vividas de una manera intensa, heroica al final de su vida terrena.
La predicación y la dirección espiritual: ese ministerio explícito de la ayuda en nombre de Cristo y de la iglesia, a santificar a las personas aconsejando e iluminando sus vidas en grupo o individualmente.
La enseñanza de la Teología: las clases a las que él se dedicó también durante años, con el ministerio recibido del Obispo, fundamentalmente como profesor del Tratado de Gracia y de Virtudes.
Quienes pudimos gozar del privilegio de recibir de don José su magisterio sobre las virtudes en estos tres campos –contemplando el testimonio de su vida, recibiendo su predicación y su consejo, teniéndole como profesor en sus clases– yo creo que pudimos ver que no había gran diferencia entre lo que el proponía en un ámbito y en otro: unas veces lo hacía de manera más técnica, científica, intelectual, con más acopio de doctrina, más razonada, más ordenada –como hacía en las clases–, pero en el fondo era lo mismo que proponía en las predicaciones y en el trato personal, como es también lo mismo que él quería vivir, lo que quería entender personalmente y profundizar cada vez mejor.
El único fin que perseguía don José con estas tres propuestas, esas tres maneras distintas de hacernos llegar su único magisterio sobre las virtudes, era ayudar a crecer en santidad, es decir, ayudar a recibir de Dios el aumento o crecimiento de la vida virtuosa, que es la vida cristiana.
LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD
Querría partir de la llamada universal a la santidad, es decir, a la heroicidad en las virtudes. Don José exponía él siempre, siguiendo la enseñanza del Concilio Vaticano II en el capítulo V de la constitución Lumen Gentium, que todo cristiano está llamado a la santidad heroica; y él explicaba que este calificativo –heroico–, referido a las virtudes, o referido a la vivencia cristiana, no había que entenderlo al modo corriente –ya saben que a él le gustaba distinguir entre “corriente” y “normal”–, como lo solemos entender a la luz de la literatura épica, o de las películas, en las que el héroe suele ser el que hace hazañas extraordinarias que están al alcance de muy pocos. Don José decía que el término “heroico” la Iglesia lo tomaba análogamente del concepto griego de “héroe”: en la literatura griega el héroe es aquel cuya vida está dirigida y movida por los dioses, a veces sin saberlo él, sin ser él mismo consciente. Recuerdo haberle escuchado en alguna ocasión poner el ejemplo de Edipo Rey: su historia es la de un hombre que trata de huir de su destino, pues escuchó de joven un oráculo que le decía que mataría a su padre, y este hombre, Edipo, huye de su casa e intenta escapar de su destino; sin embargo misteriosamente los dioses mueven los hilos de su vida para que termine asesinando a su propio padre, sin que él lo sepa.
No es éste el concepto cristiano de héroe. La Iglesia lo toma análogamente, entendiéndolo por tanto de otra forma: para la Iglesia las virtudes heroicas son aquellas que están totalmente movidas por el Espíritu Santo. El cristiano que llega a la vida heroica es aquel que interiormente, libremente, conscientemente, personalmente está movido por el Espíritu Santo. Tal vez eso no se traduzca en hazañas asombrosas externamente, en realizaciones extraordinarias, porque lo que califica la heroicidad de las virtudes es esta moción del Espíritu Santo. Esto no es que esté al alcance de todos en el sentido que todos podamos lograrlo; está al alcance de todos porque es el don que Dios quiere concedernos a todos. Porque es un don, acción divina y no logro humano. Por ilustrarlo con una expresión suya referida directamente al perdón, cuando hablaba de él utilizaba con frecuencia un modo de hablar que a quien se lo escuchaba por primera vez le resultaba chocante, sobre todo al escuchar la primera parte de la frase; don José decía: “Del pecado no hay salida”; entonces uno se quedaba extrañado: ¿cómo no va a haber salida del pecado? Y don José añadía: “Hay sacada”.
INICIATIVA DIVINA
Del pecado no hay “salida” sino “sacada”; del pecado no salimos sino que somos sacados por Dios. Del mismo modo, a la santidad no llegamos sino que somos llevados; a la heroicidad de las virtudes no llegamos, no logramos llegar con nuestras fuerzas, sino que somos conducidos y llevados a ella por pura acción de Dios, por puro don de Dios.
Esto significa, en segundo lugar, la primacía en la vida cristiana, y en la vivencia de las virtudes, de la iniciativa de Dios, la iniciativa de la gracia. Las virtudes cristianas son consideradas como virtudes infusas, no adquiridas; para don José “infusas” significaba no solamente que nos son dadas por Dios en un primer momento, que son infundidas por la gracia de Dios normalmente en el momento de nuestro bautismo, sino que nos son mantenidas por Dios, nos son comunicadas continuamente por Dios. No es que Él nos las dio y somos nosotros quienes las conservamos, sino que Él nos las tiene que estar –y así lo hace– comunicando continuamente.