de las consecuencias de los pecados cometidos a lo largo de nuestra historia.
- La escuchamos, e incluso la decimos los sacerdotes, pero como meras fórmulas que hay que decir pero que ya damos por supuesto que no se van a cumplir. Decimos también en el Adviento que “esperamos la llegada saludable del que viene a sanarnos de todos nuestros males”; y decimos las fórmulas, pero simplemente las pronunciamos, no las creemos. Y, si no las creemos, no se harán realidad.
- Escuchamos la palabra que Dios nos dice cada día en la liturgia, y la hacemos objeto de nuestra fe y de nuestra esperanza. La escuchamos de verdad, caemos en la cuenta de lo que Dios nos está diciendo y lo recibimos como lo que es: Palabra divina, poderosa, eficaz, creadora. Dios no habla por hablar; Dios dice lo que va a hacer, lo que está ya haciendo al decirlo, si es escuchado con fe y esperanza. Ésta es la postura cristiana ante la liturgia. Pero la fe y la esperanza deben ser avivadas en la consideración de la Palabra, meditándola gustosamente. Hay que hacer, como recordaba don José, lo que la Virgen María con las palabras de su Hijo: ella las guardaba y las revolvía en el corazón.
Recuerden a este propósito el esquema que daba siempre para la preparación de la liturgia, en el que los dos puntos principales eran estos:
Contemplar cómo aparecen las Personas divinas, qué nos dice la liturgia de cada día de quiénes son, cómo son, cuáles son sus actitudes, sus atributos personales: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Porque la vida cristiana es en primer lugar la contemplación de las personas divinas. “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3), que recordaba él tantísimas veces del evangelio de San Juan. Y en esta contemplación actuamos la fe.
Contemplar qué nos está prometiendo Dios, qué acciones quiere realizar en nosotros, qué dones nos está haciendo pedirle, porque esos son los que quiere concedernos infaliblemente. Y en esta consideración actuamos la esperanza.
Y en tercer lugar, para acrecentar nuestras virtudes, el Espíritu Santo nos moverá a ejercitarlas, a cuidar la acción virtuosa. Los actos virtuosos, para que nos hagan crecer de verdad, precisan unas condiciones. Siguiendo a Santo Tomás de Aquino, don José distinguía entre los actos remisos y los actos intensos. Los actos remisos son actos objetivamente buenos, pero vividos poco personalmente, con poco fervor, con poca conciencia, de manera muy rutinaria. Podemos incluso comulgar cotidianamente de esta manera “remisa”, rutinaria, con poca fe y poca caridad, muy distraídos, con poco fervor; y así podemos incluso celebrar Misa. Siguiendo a Santo Tomás, don José enseñaba que estos actos remisos no sirven para crecer, no nos santifican, al contrario de lo que sí hacen los actos intensos.
Los actos intensos no son actos en los que ponemos un gran esfuerzo, un gran empeño, que hacemos con gran tensión y dificultad. Los actos intensos de virtud no son aquellos que nos cuestan mucho, sino aquellos en los que nos vemos atraídos fuertemente por el don de Dios, que contemplamos a la luz de la fe. La intensidad de los actos virtuosos tiene que ver con la viveza de la fe y con el atractivo que el bien que Dios quiere concedernos ejerce sobre nosotros. Así comulgar con fe y caridad intensas no es necesariamente comulgar con mucho fervor sensible, con una gran emotividad sensible, con emoción y llanto, sino comulgar sabiendo quién es el que se nos da, con qué amor se nos da, qué frutos quiere concedernos, qué don inmenso quiere concedernos permaneciendo en nosotros, fortaleciendo su presencia y su vida en nosotros. La intensidad en los actos cristianos tiene que ver con la intensidad de la fe.
Don José recordaba muchísimas veces la necesidad de lo que él llamaba actualizar la fe. Actualizar la fe no es algo trabajoso, costoso, ni debe ser algo que tengamos que empeñarnos en hacer continuamente con todo, porque además sería imposible; pero sí podemos y debemos dejar que la luz de la fe nos recuerde con frecuencia –hasta que se nos haga presente habitualmente– el sentido cristiano de las cosas que hacemos. Unas veces insistiendo en unas por razón de necesidad, porque vemos que estamos cayendo en la rutina; otras veces insistiendo en otras por razones de importancia, o porque necesitamos la luz de Dios para actuar. Yo recuerdo cuando, en mi curso de espiritualidad, nos recomendó que dedicáramos un rato a reflexionar un poco en el sentido cristiano de las cosas que hacíamos cada día, empezando por la primera, que es levantarse, y desde ahí todas las demás. Cuando San Pablo dice: “Ya comáis, ya bebáis, hacerlo todo para Gloria de Dios” quiere decirnos esto: que en toda acción cristiana debe estar presente la fe, en toda acción cristiana debemos saber encontrarnos con Jesucristo, recibir su acción en nosotros.
La acción virtuosa cristiana él la proponía como eminentemente personalizada, insistiendo no en el carácter objetivo –lo que en sí es bueno– sino en el aspecto personal –cómo saber si me va a hacer bien a mí y, por tanto, si Dios me concede la gracia de hacerlo–, de manera que presentaba algunas señales para que pudiéramos discernir si Dios nos quería mover a realizar ciertos actos virtuosos o no. Veámoslas.
Él decía que lo que es obligatorio es seguro que Dios lo quiere para nosotros, y tenemos la certeza de que nos quiere mover interiormente a realizarlo. Puede ser obligatorio en positivo porque nos es mandado sin más; o puede ser obligatorio en negativo porque se trata de evitar un pecado, evitar un mal, y eso sabemos con certeza que Dios nos va a dar su gracia para hacerlo. Pero cuando se trata de decisiones a tomar, a discernir, ¿qué querrá Dios?, ¿a qué nos querrá mover Dios? Él ofrecía, y lo digo a grandes rasgos, estas señales: pongo como ejemplo el discernimiento de un ayuno (ejemplo que don José mismo ponía): ¿cómo saber si Dios me conceder la gracia de ayunar? Él decía que había que atender a las siguientes señales:
1ª.- Si la motivación nos parece sinceramente que es una motivación cristiana que está brotando de la fe y del amor a Cristo.
2ª.- Si no nos va a impedir realizar otras actividades que son obligatorias, es decir, que nos consta que Dios quiere que hagamos.
3ª.- Si no va a suponernos excesiva tensión, sobre todo tensión psicológica. Si un acto virtuoso que no es seguro nos va a suponer demasiada tensión es que Dios no nos está dando la gracia para hacerlo. Debemos dejarlo por ahora.
4ª.- Si nos va a centrar en nosotros mismos, si realizar un acto virtuoso va a suponer que nos olvidamos de Cristo, de la gracia de Cristo y nos centramos en nosotros mismos. Si nos creemos los autores, los artífices, los protagonistas, es decir, si no nos deja más humildad, agradecimiento.
5ª.- Las consecuencias: si va a servir para compararnos con los demás, para enorgullecernos de lo bueno que hemos hecho, Dios no nos está dando su gracia por ahora.
Y de este modo él proponía la vida cristiana como un camino personal, en el que los pasos van siendo fáciles, gozosos. Y lo ilustro con esta segunda historia de la homilía del último día de nuestro curso de espiritualidad: nos contaba que en un museo al lado de un cuadro de San Jerónimo alguien que había sentido la inspiración poética había escrito unos versos –saben que San Jerónimo se fue al desierto y allí anduvo haciendo penitencia: San Jerónimo fue un gran santo, se partió el pecho con un canto. Y seguía contando don José que otra mano anónima lo corrigió escribiendo debajo: Gran santo fuera si con un tomate se lo partiera, que con un canto se lo parte cualquiera.
La vida cristiana no es partirse el pecho con un canto, la vida cristiana no es hacer esfuerzos ímprobos por llevarnos la contraria, fastidiarnos haciendo grandes y costosas renuncias. La vida cristiana es cargar con el yugo de Cristo que es un yugo suave, y cargar con la carga de Cristo que es una carga ligera; es dejarse conducir fácil y gozosamente por el Espíritu Santo que nos va ir haciendo experimentar el gozo de practicar el bien, el gozo de dejarnos mover por Cristo, el gozo de practicar la virtud.
“MAESTRO”
Si podemos considerar a don José como un maestro de virtudes es, pienso, por su capacidad de enseñar y ayudar a toda clase de personas, mostrando la belleza de la vida en Cristo y ayudando a cada uno a avanzar en el camino espiritual, a dejarse santificar por la acción del Espíritu Santo; don José no proponía recetas sino luces de Dios, ayudaba a cada persona a recibir la luz de Dios para ir recorriendo su propio camino de santificación. Por eso espero, y creo que todos nosotros esperamos, que don José sea para muchos en la Iglesia maestro de virtudes