Jorge Consiglio

Tres monedas


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–el tono, la cadencia− de sus voces. Eran verdaderas cajas de resonancia. Así funcionaban.

      Llevaban instrumentos a cuestas: Carl, un oboe; Santiago, una viola. Cruzaron Lavalle. A un par de metros de la esquina, se toparon con un grupo de estudiantes, jovencitas con pollera tableada. Bloqueaban el paso, estaban frente a un quiosco. La vereda era ancha, pero los músicos tuvieron que bajar a la calle para sortearla. Carl se acomodó la correa del portainstrumento. Y en ese preciso instante, se dio cuenta de que una de las chicas que acababa de ver –captó su belleza en el momento en que ella, distraída, le daba un billete de cien a un compañero− le recordaba a su hija mayor que no veía hacía cinco años. Cinco años, dijo en voz alta, pero el escape de un colectivo tapó el comentario. La ciudad se acomodaba, incluso, a la mayor intimidad. Carl tuvo un flash: el pelo de la chica –una masa compacta− estaba vivo, tanto que parecía autónomo del resto del cuerpo.

      En la esquina de Corrientes tenían pensado despedirse, pero algo incierto –el clima benigno, la conversación amena− hizo que cambiaran de opinión. Se metieron en un bar americano. Barra larga, cinco mesas en línea. Pidieron café negro y sándwiches de miga. Se los trajeron tostados. No se quejaron, hasta cierto punto los divirtió el malentendido. En el sonido ambiente entró a jugar una radio. La luz que llegaba de la calle, oblicua, se enredaba en el pelo de Carl y se volcaba sobre la mesa. Más que nada, hablaron de Alemania. Carl detalló su rutina en Dresde, cuando era alumno del conservatorio. Su relato tuvo un tono administrativo: el día como sucesión de demandas. De pronto, el sonido eléctrico de la radio pareció aclararse, tomó cuerpo, fue un bolero. Carl cambió de tema repentinamente. Terminó con el celular en la mano. Mostró fotos de su mujer, Marina Kezelman. Meteoróloga, dijo que era. Posgrado en el Conicet, aclaró. Hacía siete meses que había entrado al Estado. Cada tanto, viajaba a las provincias a evaluar condiciones climáticas en áreas despobladas. Integraba un equipo interdisciplinario. El colombiano acabó el sándwich de un bocado. Vistos de afuera, los músicos representaban una escena anacrónica. Algo en ellos resultaba disruptivo. Eran personajes de otra época.

      Un mal momento. Venía con la cabeza en otra cosa por Sarmiento y se encontró, de golpe, parada sobre la mercadería de un mantero. El tipo había esperado toda su vida esa oportunidad. Puso el grito en el cielo. Marina Kezelman armó su defensa –cara de perro y contraataque−, pero cuando vio que la cosa se espesaba y midió la indiferencia de la gente, bajó la mirada. Se retrajo como si de verdad fuera culpable. Anduvo dos cuadras al sol. Llevaba el cuello de la camisa apenas alzado.

      En Corrientes se paró frente a un local de lotería. Miró las tiras de billetes en la vidriera y se largó a llorar. Un hípster con anteojos le preguntó si le pasaba algo; Marina no tuvo aire para responder. Se lavó la cara en el baño de La Ópera y corrió a la sesión de quiropraxia. Hacía dos meses que tenía un dolor en el cuello y una amiga le había sugerido esa práctica. La atendió una mujer altísima que tenía el pelo igual al de su tía, que había muerto hacía una década. Marina Kezelman no creía en las casualidades, por eso se quedó helada cuando la terapeuta le dijo que se llamaba Julia. Era el mismo nombre que el de la tía fallecida. No dijo una palabra. Se acostó en la camilla, cerró los ojos y dejó que la mujer le trabajara la espalda. Salió con una sensación de alivio y un leve dolor lumbar. Julia le había dicho que eran esperables secundarismos transitorios. Marina Kezelman se agarró de esas palabras. Olvidó su cuerpo y avanzó hacia Rivadavia.

      Veinte minutos después, estaba en un bar. Cortado americano con tostadas y mermelada. Ocupaba una mesa junto a un espejo. Marina se movía con aplomo. Era su estilo, una conducta que en el fondo de su alma consideraba aristocrática: disociaba el tiempo de la productividad. Comía, serena. Cada tanto giraba la cabeza hacia la izquierda: su imagen refractada era una tentación irrevocable. Se acomodó el pelo –un mechón sobre la sien− y verificó el efecto de los años sobre su cara. El mentón se había achatado; las mejillas habían ganado volumen. Sus ojos conservaban la misma forma almendrada, pero se habían ido hundiendo en las cuencas. Marina Kezelman era una mujer atractiva y este hecho, evidente para el mundo y bien sabido por ella, había instalado en su ánimo, desde los primeros años de la adolescencia, una seguridad que la había ayudado a conseguir lo que se le antojara. Elegía un rumbo y avanzaba; con cierta desorientación, pero avanzaba.

      Tomó el último trago del cortado y notó la mirada de un tipo que estaba en la barra. Era un varón joven. Tenía puesto un pantalón beige. Al principio se sintió molesta, pero de a poco entró en el juego. Kezelman entendió que era protagonista de una historia. La luz le daba de frente, le subrayaba la nariz, la volvía pálida. Lo advirtió y cambió de ángulo. Irguió la espalda lo más que pudo y se rozó los labios con el dedo. Fingió distracción: el movimiento de la tarde, el tránsito, la gente. Cuando estuvo en posición, chequeó la reacción del hombre. Hablaba con el barman, pero seguía atento a ella. Se movía en la barra como pez en el agua. Cumplía con su naturaleza al pie de la letra, sin discutirla. Marina Kezelman se dijo que nunca había que entregar todo de sí. Tragó una miga y repasó mentalmente las actividades de su hijo. Fantaseó con la infidelidad. Ese tipo era un desierto. Chequeó el celular. Hacía poco había descargado una aplicación con el I Ching que cada tanto consultaba. Quería hacerle frente al porvenir en las mejores condiciones. Se tomó el tiempo para formular la pregunta, pero la respuesta la desorientó. No estaba familiarizada con el código simbólico, con las representaciones, con las ideas. Pidió otro café, esta vez negro. Leyó el texto tres veces. Se quedó con un par de imágenes vacías a la hora de las decisiones.

      ¿Qué hago?, se preguntó. Eligió la opción estable. Pagó con Visa y dejó un billete de propina. Salió a la calle como una tromba. Los riesgos de que el tipo la siguiera eran mínimos, pero por las dudas, se revistió con un cerrado malhumor. Anduvo dos cuadras, apurada, taconeando, y se metió en una ferretería. Pidió veneno para hormigas. Deme el más efectivo, dijo. Le ofrecieron cebo en gel y un polvo color marfil. El vendedor comentó que la combinación era infalible. Ella compró, convencida. Tenía la seguridad de que, esa tarde, las cosas –como si tuvieran voluntad propia− se habían ordenado a su favor.

      A los catorce años, Amer se llevó un cigarrillo a la boca y tragó el humo. Le habían dicho que no debía hacerlo, pero a esa edad era terco y quería probarlo todo. Tenía unos pocos pelos en el mentón. Cada tanto se los repasaba con la mano, los verificaba, los mantenía vivos. Era la primera evidencia de la pubertad. Literalmente, entonces, aquella vez, había tragado el humo. Después se había largado a toser. La verdad, el tragado había sido él. Por un momento creyó que se iba a morir, así de simple. Y lo había aceptado con cierta calma. Eran las dos de la tarde. Primavera. Clima apacible. Estaba en la plaza, a la sombra del busto de Eloy Alfaro. Desde ese momento hasta los cincuenta y cuatro, Amer, con alguna intermitencia, había fumado durante décadas. Un exceso. Ahora, sentía las piernas pesadas, se agitaba. Tenía que dejar el cigarrillo: era un hecho. Lo terminó de decidir la palabra de un médico. Le dijo que tenía un par de arterias tapadas. Angioplastia coronaria, señaló. Amer, en el consultorio, se distrajo con las partículas de polvo que flotaban en un rayo de sol. Hizo memoria: hacía un año que no salía de la ciudad.

      Se puso en campaña. Buscó en internet lugares en los que se trataran las adicciones, pero nada lo conformaba. La solución llegó por un lado inesperado: una vez cada quince días, entraba a un foro de taxidermistas. Un cordobés que vivía en Buenos Aires le contó que tenía el mismo problema. Compartir un grupo de autoayuda sería un buen remedio.

      Un martes fueron al Tobar García. Entraron al hospital y sintieron un penetrante olor a Pinolux. Los recibió un médico de apellido vasco, Eizaga, que, casi sin palabras, los obligó a sentarse en un semicírculo junto a otra gente. Al comienzo, Amer se incomodó. Se movía en la silla, le picaban las piernas. A su derecha, un tipo de 150 kilos respiraba con dificultad. Largaba un olor dulce –parecido al de la compota de pelones− que se mezclaba con el del desinfectante. Eizaga dijo que un adulto respira entre cinco y seis litros de aire por minuto. El dato fue concluyente para lo que expuso a continuación, pero Amer perdió el hilo casi enseguida. No captó una sola palabra. Estaba en otra cosa: frente a él, una mujer se mordía una uña. Su imagen, aún en reposo, resultaba dinámica. Con total naturalidad pasaba de un plano geométrico a otro, como si de esa exaltación