de uso colectivo y como un espacio de vida, económico y cultural que debe ser conservado).[1] Lo que para los habitantes puede ser campo, bosque, río, bahía, patria y santuario, se convierte en territorio debido a la intervención del extractivismo. El territorio es, al mismo tiempo, un concepto, un hecho espacial y una práctica extendida, sobre todo de medición y control. Y son también las prácticas de intervención las que territorializan el espacio y la tierra.
Esto significa que el extractivismo es más que un modelo económico: conlleva un sistema político, códigos jurídicos, una cierta cultura, símbolos y anhelos; actúa como si dispusiera de un espacio vacío e indeterminado. El conflicto con las formas de producción, las normas y la cultura de quienes viven en esos territorios es inevitable.
Abordar los territorios con base en opuestos asimétricos entraña el peligro inherente a todas las dicotomías: la exageración de lo bueno y de lo malo, la idealización de las prácticas “buenas” y la demonización de las “malas” y también de aquellos que las ejercen. No todos los habitantes de los territorios tienen una orientación comunitaria, no todos son autóctonos ni están libres de intereses económicos transitorios. A la inversa, existen proyectos que, aunque fueron llevados desde fuera a los territorios y afectan las condiciones locales de producción, de ninguna manera tienen por objetivo integrar al territorio en los ciclos del mercado mundial. Los debates en torno a la naturaleza y el desarrollo adolecen de simplificaciones, armonizaciones o proyecciones, porque éste es el clásico punto ciego del abordaje desde el liberalismo económico: en los conflictos por los territorios, las relaciones de poder están configuradas de manera desigual; con frecuencia, extremadamente desigual. Los recursos de poder y de influencia (y de dinero, con el cual los dos primeros van de la mano) no están distribuidos de manera equitativa, ni por mucho. La gran mayoría de los territorios se encuentran en aquellas regiones nacionales en las que no existe un Estado de derecho, o sólo de manera fragmentaria. Tampoco se dispone de infraestructura material, o igualmente sólo de manera fragmentaria. Los grupos poblacionales que viven ahí son lo que en derecho internacional se conoce como “vulnerables”: personas que cuentan con pocos recursos, que carecen prácticamente de una educación formal, a las que los hospitales les quedan lejos y un abogado les resulta inalcanzable, y que ganan poco más que lo necesario para sobrevivir.
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