una que contribuyó de manera esencial a que Marichuy, como se conoce popularmente a Patricio, no alcanzara, por mucho, el margen necesario.
Hablar de “indios” (término debido a la equivocación de Cristóbal Colón, quien desembarcó en América creyendo haberlo hecho en la India, a través de la ruta occidental) o, de forma políticamente correcta, de “indígenas” (en realidad, sólo la forma latinizada del totalmente incorrecto y colonial “nativos”) es parte de la ficción latinoamericana, de la visión homogeneizante de Europa. Lo que tienen en común los indígenas es haber estado ahí antes del colonialismo. Porque la lengua y la cultura de los americanos precoloniales ostentan grandes diferencias. Entre México y Patagonia hay más de 400 etnias y se hablan 917 lenguas.[16] Casi siempre eran extraños entre sí, no se conocían, o si sí, con frecuencia eran enemigos. La comunicación era difícil. Antes de la llegada de los españoles, los pueblos se hacían la guerra mutuamente, se sometían o esclavizaban, igual que en otras partes del mundo. Hoy en día, los pueblos náhuatl y mapuche intercambian opiniones sobre identidad y derechos indígenas a través de más de 10,000 kilómetros. No obstante, sus redes y representaciones tienden también a la diferenciación y el conflicto, lo mismo que otros movimientos u organizaciones sociales.
A todas las culturas indígenas de América Latina, también a las de cazadores y recolectores en las selvas tropicales, se les atribuye un manejo más sustentable y conservador de la naturaleza. Esta orientación reviste una importancia particular —igual que los territorios en los que viven— en tiempos del amenazante cambio climático y de la introducción de una nueva divisa llamada carbono. Al mismo tiempo, debemos constatar que países como Ecuador o Bolivia —en los que no sólo los indios y las organizaciones no gubernamentales sino incluso los gobiernos hablan del Buen Vivir y hasta le han dado cabida en la Constitución— no se distinguen de otros Estados latinoamericanos cuando se trata de aprovechar la naturaleza con fines económicos y de destruirla o comercializarla, con lo cual se priva a los pueblos (incluidos los pueblos indígenas) de su forma de subsistencia. Por eso, este libro: es extremadamente urgente hablar sobre el manejo de la naturaleza en América Latina.
La naturaleza en América Latina: fascinación, destino, botín
Cuando los visitantes de siglos pasados hablaban sobre América, rápidamente se llegaba al tema de la naturaleza. Desde la Conquista, la naturaleza capturó de manera prominente la mirada visitante de los europeos y la proyectó en un triángulo de botín, caracterología y fascinación. Los investigadores y viajeros que partieron a inicios del siglo XVI desde Europa, y posteriormente, desde Estados Unidos hacia Sudamérica no lo hicieron porque les interesara el intercambio político, sino porque querían experimentar la otredad. Observaban con suma atención la vida política en las cortes virreinales o imperiales, a las que solían tener acceso. Pero registraban con más intensidad aún los “usos y costumbres” de los nativos y esclavos. Muchos investigadores del siglo XVIII y del temprano siglo XIX abrevaban todavía de una tradición universalista: la “naturaleza” abarcaba por igual a la fauna, la flora y los seres humanos. De este modo, los “naturalistas” siempre hacían un tipo de estudios u observaciones que posteriormente fueron llamadas sociológicas o etnográficas. Muchos de los naturalistas que recorrieron América fueron pioneros en sus disciplinas especializadas. Alexander von Humboldt (1769-1859) es sólo el ejemplo más prominente y quizá el más productivo: entre 1799 y 1804 realizó en Sudamérica estudios científicos sobre física, química, geología, mineralogía, vulcanología, botánica, geobotánica, zoología, climatología, oceanografía y astronomía. Su obra principal fue una descripción de su viaje en 30 volúmenes, pero su obra más popular, aparte de Cosmos, fue Cuadros de la naturaleza. El zoólogo Johann Baptist von Spix y el botánico Carl Friedrich Philipp von Martius recolectaron durante su viaje por Brasil, entre 1817 y 1820, 6,500 plantas; 2,700 insectos; 85 mamíferos; 350 aves; 150 anfibios y 116 peces: un botín descomunal. Embarcados hacia Alemania, clasificados según las reglas de las jóvenes ciencias sociales y provistos de denominaciones en latín, estos acervos ingresaron a la Colección Zoológica Estatal de Múnich.
El inglés Henry Walter Bates se quedó durante once largos años en Sudamérica, de 1848 a 1859. De manera similar a Humboldt, recolectó como un poseso y se ufanaba de haber introducido no menos de 8,000 especies “nuevas” a la ciencia. La colección de, en total, 14,712 ejemplares (14,000 de ellos, insectos) fue enviada poco a poco en dirección a Londres.
Al mismo tiempo, otros científicos de Europa y Norteamérica se encargaron de que la “naturaleza” de América Latina constituyera un campo de conflicto desde los inicios de su existencia conceptual. En la ciencia europea y estadounidense del siglo XIX dominaban teorías que se aproximaban a los continentes no europeos a través de las categorías raza y entorno/naturaleza. En resumen, de manera burda se puede decir que esto tuvo como resultado para América Latina la afirmación de que la “mezcla de razas” conducía a la degeneración de un pueblo y dificultaba la formación de naciones. Sólo si se “blanqueaba” a la población general resultaría posible la formación de civilización. Los climas tropical y subtropical se consideraban como otro agravante para las jóvenes naciones que querían emprender el camino del “desarrollo tardío”. Henry Thomas Buckle (1821-1862), autor de una obra en cuatro volúmenes de muy buena recepción sobre la civilización en Inglaterra, contó entre las maravillas del mundo a la naturaleza sudamericana de los trópicos, con su fertilidad desbordante e incomparable. No obstante, al mismo tiempo juzgó que el calor y la humedad en exceso paralizaban el ímpetu emprendedor y la creatividad intelectual, sobre todo con una mayoría poblacional racialmente degenerada. Una naturaleza excesivamente rica, según la paradoja respaldada por la ciencia de la época, impedía el progreso social y, por tanto, en la percepción europea de América Latina siempre existió una asimetría entre “cultura” y “civilización”. A los indígenas se les consideraba como “pueblos naturales” y, por tanto, no como naciones civilizadas. La clara oposición entre “ser humano” y “naturaleza” no es natural, sino un efecto secundario del desarrollo de las disciplinas científicas en la Modernidad, en las que hoy estamos bien entrenados “naturalmente”.
En una región que se extiende por sobre 87 grados de latitud resulta lógico que la naturaleza sea muy diferente. Los europeos llegaron en el siglo XVI en busca de metales preciosos, mismos que encontraron en los países andinos; más tarde, fueron colonos que prefirieron las zonas climáticas más moderadas al sur del continente. Pero la fascinación la encontraron todos en las regiones costeras y, sobre todo, en la Amazonia, que hoy se reparte entre nueve Estados: un subcontinente en el subcontinente. Los subyugó la exuberancia, la riqueza excesiva, la fertilidad aparentemente sin límites de la naturaleza tropical. “Tales encantos posee esta tierra que permite que todo florezca y prospere, gracias a su agua en demasía”, le escribió Pêro Vaz de Caminha al rey portugués. Vaz fue secretario de la expedición de Pedro Álvares Cabral que descubrió Brasil en 1500, el cual, a ojos de Vaz de Caminha, era un paraíso de dimensiones bíblicas. “No siembran, no cosechan, no crían ganado. No comen más que esa yuca, la cual crece aquí en abundancia, y las frutas y semillas que les brindan los árboles y la tierra. Y, con todo, están más robustos y relucientes que nosotros, que tanto trigo y verduras comemos”.[17]
De entre los tesoros de la tierra, los que interesaban a españoles y portugueses eran el oro y la plata. En Brasil, en un principio, no encontraron nada. No sabían aún que grandes cantidades de hierro, manganeso, bauxita, níquel, estaño y urano yacían ocultas bajo la exuberante vegetación, o bien no les resultaban de utilidad. No obstante, con la conquista por parte de los europeos en el siglo XVI empezó la historia latinoamericana de la extracción. Los señores coloniales, los gobiernos tras la independencia y las sociedades comerciales y transnacionales de los países industrializados se concentraron en los suelos, la tierra y lo que estaba arriba y debajo de ella: desde el oro mexicano y la plata peruana, la madera del palo de Brasil que sirve para producir un tinte natural, la caña de azúcar y el café brasileños, hasta el cobre en Chile, el litio de Bolivia, el petróleo en Venezuela, el carbón colombiano, los yacimientos de mineral de hierro en Brasil, pasando por el ganado y los campos