Peter Sloterdijk

El imperativo estético


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de masas. La doble revolución puso fin al coqueteo de las naciones y las masas con lo sublime, separando de este lo bello –aunque no debemos subestimar la función transicional del kitsch, del socialista y del nacional, cuyo papel como forma decadente de lo sublime popular ha cundido hasta la náusea–. El resultado político de todo esto es que el Estado sublime se ha evidenciado como Estado kitsch y se verá obligado en el futuro a presentarse como Estado objetivista o discreto. El resultado estético exhibe rasgos más complejos; sin embargo, una mirada al siglo acabado nos permite ahora reconocer un claro dominio estructural: la cultura de masas ha convertido los caminos de lo bello en autopistas. Kant se quedaría de nuevo perplejo con sus definiciones, porque ahora todo es bello excepto el arte, y todo es crítico excepto la crítica de arte. La alta cultura se ha retirado a una sublimidad malhumorada y costosa. Ella vive del hecho de que nadie puede ya decirle que es inteligible para todos; el secreto de su éxito es que hoy son muchos los que siguen el principio básico que permite a lo sublime modernizado prosperar: lo que nadie encuentra bello o inteligible, debe coleccionarse o exhibirse. De esta manera afirma todavía el Estado sublime su competencia: como fundador de museos.

      Damas y caballeros: les diré para concluir que la deriva histórica del sistema del arte moderno ha conducido a situaciones en las que los peligros característicos de la bella política y el Estado sublime parecen haber sido por de pronto conjurados. Las fatales explosiones de la política del entusiasmo han quedado relegadas al pasado; lo que de ellas queda, continúa alimentando mayorías en la forma relativamente inofensiva de las técnicas de consenso y del arte respetable. Sería ingrato decir que con ello no se puede vivir. Y, al contrario, sería una exageración afirmar que tal estado de cosas produce satisfacción. La cultura de masas dominante no sólo ha liberado el inocente kitsch; este no sólo ha democratizado la emoción y desplazado la belleza de las galerías de arte a los cuartos de baño y a las playas; también ha de­sublimado lo sublime, banalizado la muerte e instaurado un expresionismo de la violencia y la falta de gusto cuyo único parangón histórico lo encontramos en los bestiales entretenimientos del cir­co romano. Del deseo de nobleza para todos no ha quedado más que la libertad inviolable para bajar aún más de nivel. Dadas estas circunstancias, es lógico pensar que, precisamente en la cultura democrática de masas, convendría ensayar una nueva relación, discretamente oscilante, entre lo bello y lo sublime. De la tercera dimensión de lo estético, la ironía, como de la cuarta, la conceptualización, ni siquiera se habla.

      En la clarificación de estas ideas debe siempre desempeñar el arte clásico el papel que le corresponde. Sólo en él se puede adquirir la experiencia de, por un lado, lo que ya no es válido y, por otro, lo que es imprescindible. También el oído moderno, que entiende elaboradas experiencias de disonancia, se sumerge de vez en cuando felizmente en el mundo tonal de la agilidad entusiástica, que aún muestra lo mejor que la cultura burguesa pudo comunicar de sus estados internos antes de su victoria y decadencia. De grado nos abandonamos por una hora al entusiasmo de un «estado del mundo» fenecido. Luego decimos, con nostalgia iluminada, estar tentados de hacernos miembros de un coro –me permito comentar aquí que, en Alemania, el número de miembros de coros sigue siendo mayor que el de miembros de partidos. (La Oficina Federal de Estadística saluda a la unidad alemana.)

      Damas y caballeros: quisiera dar la última palabra a un autor al que hace unas semanas el público alemán recordó con ocasión del centenario de su muerte. Friedrich Nietzsche fue probablemente el primero en referirse a las posteriores dificultades de escuchar música clásica de una manera que habla directamente a la conciencia contemporánea. En el aforismo 153, «El arte apesadumbra el corazón del hombre», señala el autor de Humano, demasiado humano:

      ¿Dónde estamos cuando escuchamos música?

      En el camino de ida y en el camino de vuelta

      La filosofía conoce una locura, de la que la psiquiatría nada sabe. Piensen en Hannah Arendt, intelectual juiciosa donde las haya, que escribió un serio tratado sobre la pregunta «¿Dónde estamos cuando pensamos?», o en Valentín y Basílides, los teólogos gnósticos de la Antigüedad tardía, que emplearon buena parte de sus energías en hallar una respuesta a la pregunta «¿Dónde estamos cuando nos encontramos en el mundo?». Los pensamientos extraños excluyen las ideas nobles tan poco como la locura el método. Pero que también haya beneficios racionales de la locura que son más que distorsiones del lenguaje, es una de las lecciones que cabe extraer de las reflexiones musicales profundas.

      La diferencia entre una relación con el mundo primariamente visual o auditiva tiene un significado inmediato respecto a la inu­sitada pregunta de dónde estamos cuando escuchamos. Para ver algo, el vidente debe situarse a cierta distancia de lo visible. Esta separación espacial y esta posición frontal invita a suponer que existe una brecha entre sujetos y objetos que es no sólo espacial sino también ontológicamente importante. Como última consecuencia, los sujetos se conciben como observadores carentes de mundo que mantienen una como relación exterior con un cosmos siempre apartado de ellos; la subjetividad sería entonces, en analogía con una divinidad predominantemente teórica, primariamente contemplativa y secundariamente activa. Si el mundo de los ojos es un mundo de distancias, la subjetividad ocular lleva aparejada la inclinación a interpretarse como un testigo del mundo en última instancia no implicado en él. El sujeto que ve, se halla «al margen» del mundo como un ojo sin mundo ni cuerpo ante un panorama –contemplación olímpica y teología óptica son dos caras de la misma moneda–. Para los pensadores que, por el contrario, querían interpretar la existencia desde el hecho de la audición, era inconcebible el alejamiento del sujeto observador hasta el imaginario límite exterior del mundo, porque la naturaleza de la audición excluye todo lo que no sea estar en el modo del ser-en-el-sonido. Ningún oyente puede imaginarse estar al margen de lo audible. El oído no sabe de ningún enfrente, no desarrolla una «vista» de objetos distantes, porque tiene «mundo» u «objetos» sólo en la medida en que está en medio del acontecer acústico –también se podría decir: mientras flote o se sumerja en el espacio