Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas


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antes estaba en Santo Tomás y ahora en San Ginés. Pregúntaselo a Estupiñá, pregúntaselo si lo dudas... a ver... Fortunata tenía las manos bastas de tanto trabajar, el corazón lleno de inocencia...

      Fortunata no tenía educación; aquella boca tan linda se comía muchas letras y otras las equivocaba. Decía indilugencias, golver, asín. Pasó su niñez cuidando el ganado. ¿Sabes lo que es el ganado? Las gallinas. Después criaba los palomos a sus pechos. Como los palomos no comen sino del pico de la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras tú qué seno tan bonito!, sólo que tenía muchos rasguños que le hacían los palomos con los garfios de sus patas. Después cogía en la boca un buche de agua y algunos granos de algarroba, y metiéndose el pico en la boca... les daba de comer... Era la paloma madre de los tiernos pichoncitos... Luego les daba su calor natural... les arrullaba, les hacía rorrooó... les cantaba canciones de nodriza... ¡Pobre Fortunata, pobre Pitusa!... ¿Te he dicho que la llamaban la Pitusa? ¿No?... pues te lo digo ahora. Que conste... Yo la perdí... sí... que conste también; es preciso que cada cual cargue con su responsabilidad... Yo la perdí, la engañé, le dije mil mentiras, le hice creer que me iba a casar con ella. ¿Has visto?... ¡Si seré pillín!... Déjame que me ría un poco... Sí, todas las papas que yo le decía, se las tragaba... El pueblo es muy inocente, es tonto de remate, todo se lo cree con tal que se lo digan con palabras finas... La engañé, le garfiñé su honor, y tan tranquilo. Los hombres, digo, los señoritos, somos unos miserables; creemos que el honor de las hijas del pueblo es cosa de juego... No me pongas esa cara, vida mía. Comprendo que tienes razón; soy un infame, merezco tu desprecio; porque... lo que tú dirás, una mujer es siempre una criatura de Dios, ¿verdad?... y yo, después que me divertí con ella, la dejé abandonada en medio de las calles... justo... su destino es el destino de las perras... Di que sí».

       Índice

      Jacinta estaba alarmadísima, medio muerta de miedo y de dolor. No sabía qué hacer ni qué decir. «Hijo mío—exclamó limpiando el sudor de la frente de su marido—, ¡cómo estás...! Cálmate, por María Santísima. Estás delirando».

      —No, no; esto no es delirio, es arrepentimiento—añadió Santa Cruz, quien, al moverse, por poco se cae, y tuvo que apoyar las manos en el suelo—. ¿Crees acaso que el vino...? ¡Oh! no, hija mía, no me hagas ese disfavor. Es que la conciencia se me ha subido aquí al cuello, a la cabeza, y me pesa tanto, que no puedo guardar bien el equilibrio... Déjame que me prosterne ante ti y ponga a tus pies todas mis culpas para que las perdones... No te muevas, no me dejes solo, por Dios... ¿A dónde vas? ¿No ves mi aflicción?

      —Lo que veo... ¡Oh! Dios mío. Juan, por amor de Dios, sosiégate; no digas más disparates. Acuéstate. Yo te haré una taza de té.

      —¡Y para qué quiero yo té, desventurada!...—dijo el otro en un tono tan descompuesto, que a Jacinta se le saltaron las lágrimas—. ¡Té...!, lo que quiero es tu perdón, el perdón de la humanidad, a quien he ofendido, a quien he ultrajado y pisoteado. Di que sí... Hay momentos en la vida de los pueblos, digo, en la vida de los hombres, en que uno debiera tener mil bocas para con todas ellas a la vez... expresar la, la, la... Sería uno un coro... eso, eso... Porque yo he sido malo, no me digas que no, no me lo digas...

      Jacinta advirtió que su marido sollozaba. ¿Pero de veras sollozaba o era broma?

      «Juan, ¡por Dios!, me estás atormentando».

      —No, niña de mi alma —replicó él sentado en el suelo sin descubrir el rostro, que tenía entre las manos—. ¿No ves que lloro? Compadécete de este infeliz... He sido un perverso... Porque la Pitusa me idolatraba... Seamos francos.

      Alzó entonces la cabeza, y tomó un aire más tranquilo.

      —Seamos francos; la verdad ante todo... me idolatraba. Creía que yo no era como los demás, que era la caballerosidad, la hidalguía, la decencia, la nobleza en persona, el acabose de los hombres... ¡Nobleza, qué sarcasmo! Nobleza en la mentira; digo que no puede ser... y que no, y que no. ¡Decencia porque se lleva una ropa que llaman levita!... ¡Qué humanidad tan farsante! El pobre siempre debajo; el rico hace lo que le da la gana. Yo soy rico... di que soy inconstante... La ilusión de lo pintoresco se iba pasando. La grosería con gracia seduce algún tiempo, después marca... Cada día me pesaba más la carga que me había echado encima. El picor del ajo me repugnaba. Deseé, puedes creerlo, que la Pitusa fuera mala para darle una puntera... Pero, quia... ni por esas... ¿Mala ella? a buena parte... Si le mando echarse al fuego por mí, ¡al fuego de cabeza! Todos los días jarana en la casa. Hoy acababa en bien, mañana no... Cantos, guitarreo... José Izquierdo, a quien llaman Platón porque comía en un plato como un barreño, arrojaba chinitas al picador... Villalonga y yo les echábamos a pelear o les reconciliábamos cuando nos convenía... La Pitusa temblaba de verlos alegres y de verlos enfurruñados... ¿Sabes lo que se me ocurría? No volver a aportar más por aquella maldita casa... Por fin resolvimos Villalonga y yo largamos con viento fresco y no volver más. Una noche se armó tal gresca, que hasta las navajas salieron, y por poco nadamos todos en un lago de sangre... Me parece que oigo aquellas finuras: «¡indecente, cabrón, najabao, randa, murcia...! No era posible semejante vida. Di que no. El hastío era ya irresistible. La misma Pitusa me era odiosa, como las palabras inmundas... Un día dije vuelvo, y no volví más... Lo que decía Villalonga: cortar por lo sano... Yo tenía algo en mi conciencia, un hilito que me tiraba hacia allá... Lo corté... Fortunata me persiguió; tuve que jugar al escondite. Ella por aquí, yo por allá... Yo me escurría como una anguila. No me cogía, no. El último a quien vi fue Izquierdo; le encontré un día subiendo la escalera de mi casa. Me amenazó; díjome que la Pitusa estaba cambrí de cinco meses... ¡Cambrí de cinco meses...! Alcé los hombros... Dos palabras él, dos palabras yo... alargué este brazo, y plaf... Izquierdo bajó de golpe un tramo entero... Otro estirón, y plaf... de un brinco el segundo tramo... y con la cabeza para abajo...

      Esto último lo dijo enteramente descompuesto. Continuaba sentado en el suelo, las piernas extendidas, apoyado un brazo en el asiento de la silla. Jacinta temblaba. Le había entrado mortal frío, y daba diente con diente. Permanecía en pie en medio de la habitación, como una estatua, contemplando la figura lastimosísima de su marido, sin atreverse a preguntarle nada ni a pedirle una aclaración sobre las extrañas cosas que revelaba.

      «¡Por Dios y por tu madre! —dijo al fin movida del cariño y del miedo—, no me cuentes más. Es preciso que te acuestes y procures dormirte. Cállate ya».

      —¡Que me calle!... ¡que me calle! ¡Ah!, esposa mía, esposa adorada, ángel de mi salvación... Mesías mío... ¿Verdad que me perdonas?... di que sí.

      Se levantó de un salto y trató de andar... No podía. Dando una rápida vuelta fue a desplomarse sobre el sofá, poniéndose la mano sobre los ojos y diciendo con voz cavernosa: «¡Qué horrible pesadilla!». Jacinta fue hacia él, le echó los brazos al cuello y le arrulló como se arrulla a los niños cuando se les quiere dormir.

      Vencido al cabo de su propia excitación, el cerebro del Delfín caía en estúpido embrutecimiento. Y sus nervios, que habían empezado a calmarse, luchaban con la sedación. De repente se movía, como si saltara algo en él y pronunciaba algunas sílabas. Pero la sedación vencía, y al fin se quedó profundamente dormido. A media noche pudo Jacinta con no poco trabajo llevarle hasta la cama y acostarle. Cayó en el sueño como en un pozo, y su mujer pasó muy mala noche, atormentada por el desagradable recuerdo de lo que había visto y oído.

      Al día siguiente Santa Cruz estaba como avergonzado. Tenía conciencia vaga de los disparates que había hecho la noche anterior, y su amor propio padecía horriblemente con la idea de haber estado ridículo. No se atrevía a hablar a su mujer de lo ocurrido, y esta, que era la misma prudencia, además de no decir una palabra, mostrábase tan afable y cariñosa como de costumbre. Por último, no pudo mi hombre resistir el afán de explicarse, y preparando el terreno con un sin fin de