hermosos barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas, puso su aparejo en facha con mucha presteza, orzando al mismo tiempo para librarse de la contestación. El Real Carlos y el San Hermenegildo, viéndose atacados inesperadamente, hicieron fuego; pero se estuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta que cerca del amanecer y estando a punto de abordarse, se reconocieron y ocurrió lo que tan detalladamente te ha contado Marcial.
—¡Oh!, ¡y qué bien os la jugaron!—dijo la dama—. Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.
—Qué ha de ser—añadió Medio-hombre—. Entonces yo no los quería bien; pero dende esa noche... Si están ellos en el Cielo, no quiero ir al Cielo, manque me condene para toda la enternidad...
—¿Pues y la captura de las cuatro fragatas que venían del Río de la Plata?—dijo D. Alonso animando a Marcial para que continuara sus narraciones.
—También en esa me encontré—contestó el marino—, y allí me dejaron sin pierna. También entonces nos cogieron desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz, navegábamos muy tranquilos, contando ya las horas que nos faltaban para llegar, cuando de pronto...
Le diré a usted cómo fue, señora Doña Francisca, para que vea las mañas de esa gente. Después de lo del Estrecho, me embarqué en la Fama para Montevideo, y ya hacía mucho tiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la escuadra recibió orden de traer a España los caudales de Lima y Buenos Aires. El viaje fue muy bueno, y no tuvimos más percance que unas calenturillas, que no mataron ni tanto así de hombre... Traíamos mucho dinero del Rey y de particulares, y también lo que llamamos la caja de soldadas, que son los ahorrillos de la tropa que sirve en las Américas. Por junto, si no me engaño, eran cosa de cinco millones de pesos, como quien no dice nada, y además traíamos pieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras de estaño y cobre y maderas finas... Pues, señor, después de cincuenta días de navegación, el 5 de Octubre, vimos tierra, y ya contábamos entrar en Cádiz al día siguiente, cuando cátate que hacia el Nordeste se nos presentan cuatro señoras fragatas.
Anque era tiempo de paz, y nuestro capitán, D. Miguel de Zapiaín, parecía no tener maldito recelo, yo, que soy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le dije que el tiempo me olía a pólvora... Bueno: cuando las fragatas inglesas estuvieron cerca, el general mandó hacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al poco rato nos encontramos a tiro de pistola de una de las inglesas por barlovento.
Entonces el capitán inglés nos habló con su bocina y nos dijo... ¡pues mire usted que me gustó la franqueza!... nos dijo que nos pusiéramos en facha porque nos iba a atacar. Hizo mil preguntas; pero le dijimos que no nos daba la gana de contestar. A todo esto, las otras tres fragatas enemigas se habían acercado a las nuestras, de tal manera que cada una de las inglesas tenía otra española por el costado de sotavento.
—Su posición no podía ser mejor—apuntó mi amo.
—Eso digo yo—continuó Marcial—. El jefe de nuestra escuadra, D. José Bustamante, anduvo poco listo, que si hubiera sido yo... Pues, señor, el comodón (quería decir el comodoro) inglés envió a bordo de la Medea un oficialillo de estos de cola de abadejo, el cual, sin andarse en chiquitas, dijo que anque no estaba declarada la guerra, el comodón tenía orden de apresarnos. Esto sí que se llama ser inglés. El combate empezó al poco rato; nuestra fragata recibió la primera andanada por babor; se le contestó al saludo, y cañonazo va, cañonazo viene... lo cierto del caso es que no metimos en un puño a aquellos herejes por mor de que el demonio fue y pegó fuego a la Santa Bárbara de la Mercedes, que se voló en un suspiro, ¡y todos con este suceso, nos afligimos tanto, sintiéndonos tan apocados...!, no por falta de valor, sino por aquello que dicen... en la moral... pues... denque el mismo momento nos vimos perdidos. Nuestra fragata tenía las velas con más agujeros que capa vieja, los cabos rotos, cinco pies de agua en bodega, el palo de mesana tendido, tres balazos a flor de agua y bastantes muertos y heridos. A pesar de esto, seguíamos la cuchipanda con el inglés; pero cuando vimos que la Medea y la Clara, no pudiendo resistir la chamusquina, arriaban bandera, forzamos de vela y nos retiramos defendiéndonos como podíamos. La maldita fragata inglesa nos daba caza, y como era más velera que la nuestra, no pudimos zafarnos y tuvimos también que arriar el trapo a las tres de la tarde, cuando ya nos habían matado mucha gente, y yo estaba medio muerto sobre el sollao porque a una bala le dio la gana de quitarme la pierna. Aquellos condenados nos llevaron a Inglaterra, no como presos, sino como detenidos; pero carta va, carta viene entre Londres y Madrid, lo cierto es que se quedaron con el dinero, y me parece que cuando a mí me nazca otra pierna, entonces el Rey de España les verá la punta del pelo a los cinco millones de pesos.
—¡Pobre hombre!... ¿y entonces perdiste la pata?—le dijo compasivamente Doña Francisca.
—Sí señora: los ingleses, sabiendo que yo no era bailarín, creyeron que tenía bastante con una. En la travesía me curaron bien: en un pueblo que llaman Plinmuf (Plymouth) estuve seis meses en el pontón, con el petate liado y la patente para el otro mundo en el bolsillo... Pero Dios quiso que no me fuera a pique tan pronto: un físico inglés me puso esta pierna de palo, que es mejor que la otra, porque aquélla me dolía de la condenada reúma, y ésta, a Dios gracias, no duele aunque la echen una descarga de metralla. En cuanto a dureza, creo que la tiene, aunque entavía no se me ha puesto delante la popa de ningún inglés para probarla.
—Muy bravo estás—dijo mi ama—; quiera Dios no pierdas también la otra. «El que busca el peligro...»
Concluida la relación de Marcial, se trabó de nuevo la disputa sobre si mi amo iría o no a la escuadra. Persistía Doña Francisca en la negativa, y D. Alonso, que en presencia de su digna esposa era manso como un cordero, buscaba pretextos y alegaba toda clase de razones para convencerla.
«Iremos sólo a ver, mujer; nada más que a ver—decía el héroe con mirada suplicante.
—Dejémonos de fiestas—le contestaba su esposa—. Buen par de esperpentos estáis los dos.
—La escuadra combinada—dijo Marcial—, se quedará en Cádiz, y ellos tratarán de forzar la entrada.
—Pues entonces—añadió mi ama—, pueden ver la función desde la muralla de Cádiz; pero lo que es en los barquitos... Digo que no y que no, Alonso. En cuarenta años de casados no me has visto enojada (la veía todos los días); pero ahora te juro que si vas a bordo... haz cuenta de que Paquita no existe para ti.
—¡Mujer!—exclamó con aflicción mi amo—. ¡Y he de morirme sin tener ese gusto!
—¡Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se matan esos locos! Si el Rey de las Españas me hiciera caso, mandaría a paseo a los ingleses y les diría: «Mis vasallos queridos no están aquí para que ustedes se diviertan con ellos. Métanse ustedes en faena unos con otros si quieren juego». ¿Qué creen? Yo, aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el Primer Cónsul, Emperador, Sultán, o lo que sea, quiere acometer a los ingleses, y como no tiene hombres de alma para el caso, ha embaucado a nuestro buen Rey para que le preste los suyos, y la verdad es que nos está fastidiando con sus guerras marítimas. Díganme ustedes: ¿a España qué le va ni le viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los días cañonazo y más cañonazo por una simpleza? Antes de esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué daño nos habían hecho los ingleses? ¡Ah, si hicieran caso de lo que yo digo, el señor de Bonaparte armaría la guerra solo, o si no que no la armara!
—Es verdad—dijo mi amo—, que la alianza con Francia nos está haciendo mucho daño, pues si algún provecho resulta es para nuestra aliada, mientras todos los desastres son para nosotros.
—Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os calientan las pajarillas con esta guerra?
—El honor de nuestra nación está empeñado—contestó D. Alonso—, y una vez metidos en la danza, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve el mes pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de mi primo, me decía Churruca: «Esta alianza con Francia, y el maldito tratado