los recibía.
Ir a buscarla al salir de la escuela para acompañarla a casa, era mi sueno de oro; y cuando por alguna ocupación imprevista se encargaba a otra persona tan dulce comisión, mi pena era tan profunda, que yo la equiparaba a las mayores penas que pueden pasarse en la vida, siendo hombre, y decía: «Es imposible que cuando yo sea grande experimente desgracia mayor». Subir por orden suya al naranjo del patio para coger los azahares de las más altas ramas, era para mí la mayor de las delicias, posición o preeminencia superior a la del mejor rey de la tierra subido en su trono de oro; y no recuerdo alborozo comparable al que me causaba obligándome a correr tras ella en ese divino e inmortal juego que llaman escondite. Si ella corría como una gacela, yo volaba como un pájaro para cogerla más pronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que encontraba más a mano. Cuando se trocaban los papeles, cuando ella era la perseguidora y a mí me correspondía el ser cogido, se duplicaban las inocentes y puras delicias de aquel juego sublime, y el paraje más obscuro y feo, donde yo, encogido y palpitante, esperaba la impresión de sus brazos ansiosos de estrecharme, era para mí un verdadero paraíso. Añadiré que jamás, durante aquellas escenas, tuve un pensamiento, una sensación, que no emanara del más refinado idealismo.
¿Y qué diré de su canto? Desde muy niña acostumbraba a cantar el olé y las cañas, con la maestría de los ruiseñores, que lo saben todo en materia de música sin haber aprendido nada. Todos le alababan aquella habilidad, y formaban corro para oírla; pero a mí me ofendían los aplausos de sus admiradores, y hubiera deseado que enmudeciera para los demás. Era aquel canto un gorjeo melancólico, aun modulado por su voz infantil. La nota, que repercutía sobre sí misma, enredándose y desenredándose, como un hilo sonoro, se perdía subiendo y se desvanecía alejándose para volver descendiendo con timbre grave. Parecía emitida por un avecilla, que se remontara primero al Cielo, y que después cantara en nuestro propio oído. El alma, si se me permite emplear un símil vulgar, parecía que se alargaba siguiendo el sonido, y se contraía después retrocediendo ante él, pero siempre pendiente de la melodía y asociando la música a la hermosa cantora. Tan singular era el efecto, que para mí el oírla cantar, sobre todo en presencia de otras personas, era casi una mortificación.
Teníamos la misma edad, poco más o menos, como he dicho, pues sólo excedía la suya a la mía en unos ocho o nueve meses. Pero yo era pequeñuelo y raquítico, mientras ella se desarrollaba con mucha lozanía, y así, al cumplirse los tres años de mi residencia en la casa, ella parecía de mucha más edad que yo. Estos tres años se pasaron sin sospechar nosotros que íbamos creciendo, y nuestros juegos no se interrumpían, pues ella era más traviesa que yo, y su madre la reñía, procurando sujetarla y hacerla trabajar.
Al cabo de lo tres años advertí que las formas de mi idolatrada señorita se ensanchaban y redondeaban, completando la hermosura de su cuerpo: su rostro se puso más encendido, más lleno, más tibio; sus grandes ojos más vivos, si bien con la mirada menos errátil y voluble; su andar más reposado; sus movimientos no sé si más o menos ligeros, pero ciertamente distintos, aunque no podía entonces ni puedo ahora apreciar en qué consistía la diferencia. Pero ninguno de estos accidentes me confundió tanto como la transformación de su voz, que adquirió cierta sonora gravedad bien distinta de aquel travieso y alegre chillido con que me llamaba antes, trastornándome el juicio, y obligándome a olvidar mis quehaceres, para acudir al juego. El capullo se convertía en rosa y la crisálida en mariposa.
Un día mil veces funesto, mil veces lúgubre, mi amita se presentó ante mí con traje bajo. Aquella transfiguración produjo en mí tal impresión, que en todo el día no hablé una palabra. Estaba serio como un hombre que ha sido vilmente engañado, y mi enojo contra ella era tan grande, que en mis soliloquios probaba con fuertes razones que el rápido crecimiento de mi amita era una felonía. Se despertó en mí la fiebre del raciocinar, y sobre aquel tema controvertía apasionadamente conmigo mismo en el silencio de mis insomnios. Lo que más me aturdía era ver que con unas cuantas varas de tela había variado por completo su carácter. Aquel día, mil veces desgraciado, me habló en tono ceremonioso, ordenándome con gravedad y hasta con displicencia las faenas que menos me gustaban; y ella, que tantas veces fue cómplice y encubridora de mi holgazanería, me reprendía entonces por perezoso. ¡Y a todas éstas, ni una sonrisa, ni un salto, ni una monada, ni una veloz carrera, ni un poco de olé, ni esconderse de mí para que la buscara, ni fingirse enfadada para reírse después, ni una disputilla, ni siquiera un pescozón con su blanda manecita!
¡Terribles crisis de la existencia! ¡Ella se había convertido en mujer, y yo continuaba siendo niño!
No necesito decir que se acabaron los retozos y los juegos; ya no volví a subir al naranjo, cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mi enamorada rapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujo su provocativa fragancia; ya no corrimos más por el patio, ni hice más viajes a la escuela, para traerla a casa, tan orgulloso de mi comisión que la hubiera defendido contra un ejército, si éste hubiera intentado quitármela. Desde entonces Rosita andaba con la mayor circunspección y gravedad; varias veces noté que al subir una escalera delante de mí, cuidaba de no mostrar ni una línea ni una pulgada más arriba de su hermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una ofensa a la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba. Ahora me río considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas.
Pero aún habían de ocurrir más terribles desventuras. Al año de su transformación, la tía Martina, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes de la servidumbre, se ocupaban un día de cierto grave asunto. Aplicando mi diligente oído, luego me enteré de que corrían rumores alarmantes: la señorita se iba a casar. La cosa era inaudita, porque yo no le conocía ningún novio. Pero entonces lo arreglaban todo los padres, y lo raro es que a veces no salía del todo mal.
Pues un joven de gran familia pidió su mano, y mis amos se la concedieron. Este joven vino a casa acompañado de sus padres, que eran una especie de condes o marqueses, con un título retumbante. El pretendiente traía su uniforme de Marina, en cuyo honroso Cuerpo servía; pero a pesar de tan elegante jaez, su facha era muy poco agradable. Así debió parecerle a mi amita, pues desde un principio mostró repugnancia hacia aquella boda. Su madre trataba de convencerla, pero inútilmente, y le hacía la más acabada pintura de las buenas prendas del novio, de su alto linaje y grandes riquezas. La niña no se convencía, y a estas razones oponía otras muy cuerdas.
Pero la pícara se callaba lo principal, y lo principal era que tenía otro novio, a quien de veras amaba. Este otro era un oficial de Artillería, llamado D. Rafael Malespina, de muy buena presencia y gentil figura. Mi amita le había conocido en la iglesia, y el pérfido amor se apoderó de ella, mientras rezaba; pues siempre fue el templo lugar muy a propósito, por su poético y misterioso recinto, para abrir de par en par al amor las puertas del alma. Malespina rondaba la casa, lo cual observé yo varias veces; y tanto se habló en Vejer de estos amores, que el otro lo supo, y se desafiaron. Mis amos supieron todo cuando llegó a casa la noticia de que Malespina había herido mortalmente a su rival.
El escándalo fue grande. La religiosidad de mis amos se escandalizó tanto con aquel hecho, que no pudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctima principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido curó, y como Malespina fuese también persona bien nacida y rica, se notaron en la atmósfera política de la casa barruntos de que el joven D. Rafael iba a entrar en ella. Renunciaron al enlace los padres del herido, y en cambio el del vencedor se presentó en casa a pedir para su hijo la mano de mi querida amita. Después de algunas dilaciones, se la concedieron.
Me acuerdo de cuando fue allí el viejo Malespina. Era un señor muy seco y estirado, con chupa de treinta colores, muchos colgajos en el reloj, gran coleto, y una nariz muy larga y afilada, con la cual parecía olfatear a las personas que le sostenían la conversación. Hablaba por los codos y no dejaba meter baza a los demás: él se lo decía todo, y no se podía elogiar cosa alguna, porque al punto salía diciendo que tenía otra mejor. Desde entonces le taché por hombre vanidoso y mentirosísimo, como tuve ocasión de ver claramente más tarde. Mis amos le recibieron con agasajo, lo mismo que a su hijo, que con él venía. Desde entonces, el novio siguió yendo a casa todos los días, sólo o en compañía de su padre.
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