Estará deseando quitarse la ropa del viaje.
Dos lacayos entraron con su equipaje, lo dejaron junto a la pared y se marcharon.
Anna sacó la llave de su limosnera.
—He de cambiarme. Me esperan para cenar.
La doncella tomó la llave y abrió el baúl. Mientras ella se desvestía y se lavaba el polvo acumulado del camino, la doncella charlaba sobre los preciosos vestidos que estaba sacando, la mayoría heredados de Charlotte. Por fin encontró uno que no estaba demasiado arrugado para ponérselo para cenar.
Anna siempre había encontrado cierta ironía en disponer de una doncella para que la ayudase, ella, hija de sirvientes. Como acompañante de Charlotte había sido objeto casi de las mismas atenciones que ella con el fin de que la tímida niña se convenciera de que no tenía nada que temer. Esa había sido su principal encomienda: mostrarle a Charlotte que no tenía nada que temer.
Eppy la ayudó a vestirse.
—¿De verdad están dormidos los niños? —insistió, viendo que apenas eran las ocho en el reloj de la chimenea.
—Lo estaban la última vez que he pasado por su habitación —respondió con naturalidad. Menos mal. Alguien un poco más alegre que el señor y la señora Tippen.
—¿Es cierto que no se les ha hablado de mi llegada? —le preguntó mientras se estiraba la falda.
La doncella le estaba haciendo las lazadas cuando contestó:
—Fue idea del señor Parker. Dios sabe en qué estaría pensando.
Desde luego. Los niños deberían haber sido informados. Charlotte siempre se adaptaba mejor a las novedades si se la avisaba por adelantado.
Ella misma habría preferido que la avisaran sobre el futuro que la aguardaba lejos de su hogar. Se había imaginado que cuando Charlotte se casara ella también encontraría a alguien que la quisiera. Un maestro quizás, alguien que pudiera valorar tener una esposa con cierta educación, y tendrían hijos, alguien a quien pasar cuanto había aprendido.
Pero ahora no se atrevía a contemplar su futuro. No podía atreverse a soñar. Ahora sabía que no podía dar nada por sentado.
Se acomodó ante el tocador y se quitó las horquillas del pelo.
—¿Puede hablarme de los niños? —le pidió a la doncella—. No sé nada de ellos. Ni siquiera sus nombres.
Lord Brentmore ni siquiera le había dado ese detalle.
—Bueno… —respondió Eppy sin dejar de vaciar su baúl—, el niño se llama Cal… conde de Calmount, si se quiere decir en fino. Su nombre de pila es John, por si necesita saberlo. Tiene siete años y es el mayor. Es un niño muy tranquilo. Luego viene Dory… lady Dorothea. Y no es precisamente tranquila.
—¿Tiene cinco años?
—Exacto.
Eppy guardó algunas prendas dobladas en el cajón de la cómoda.
Anna volvió a recogerse el pelo.
—Ha debido ser duro para ellos perder a su institutriz.
Eppy se encogió de hombros.
—La señora Sykes llevaba enferma un tiempo. El cambio será agradable para ellos.
Eso esperaba.
Se levantó y volvió a pasarse las manos por la falda.
—Me han dicho que he de cenar con el señor Parker. ¿Habrá alguien abajo que pueda indicarme dónde he de dirigirme?
—Uno de los lacayos se ocupa siempre de la puerta. Imagino que cenarán en el comedor. Ahí es donde suele cenar el señor Parker.
La doncella la acompañó hasta el distribuidor.
—Yo duermo en la habitación que queda al final del pasillo —le dijo, señalando hacia el fondo—. Si necesita algo antes de retirarse, no dude en llamar a mi puerta.
Anna bajó las escaleras. Como había dicho Eppy había un lacayo esperando para acompañarla al comedor.
El señor Parker se levantó al verla entrar.
—Ah, ya está usted aquí. Espero que haya encontrado todo a su gusto.
Como si pudiera dar su verdadera opinión.
—Desde luego.
Se habían dispuesto dos servicios al final de una larga mesa, uno frente al otro, con lo que la cabecera de la mesa con su voluminosa silla quedaba libre. Debía ser el sitio de lord Brentmore.
El señor Parker la ayudó a sentarse e hizo un gesto al otro criado que esperaba.
—Nos servirán enseguida la cena. ¿Desea tomar una copa de vino?
—Será un placer.
Miró a su alrededor. ¿Es que en aquella casa no había una sola habitación con yeso en las paredes o con motivos alegres? La única concesión al color en aquella estancia era un enorme tapiz que cubría la pared de detrás de la cabecera de la mesa. Sus desvaídos colores hablaban de una cacería que debía haber tenido lugar al menos dos siglos antes. Sobre la alacena había una brillante colección de servicios de plata, que seguramente no se usarían para un administrador y una institutriz.
El señor Parker alzó su copa.
—Por Brentmore, su nuevo hogar.
Era difícil imaginar que un lugar como aquel, grandioso y al mismo tiempo gélido, pudiera transmitir alguna vez calor de hogar. Su casa era Lawton House, y la pequeña vivienda que compartía de vez en cuando con sus padres.
—Por Brentmore.
Un camarero llevó una sopera y les sirvió. El señor Parker fue el primero en probar la sopa y asintió dándole su aprobación. Anna debería estar muerta de hambre después de todo un día de viaje y tan solo un ligero almuerzo, pero las cucharadas de sopa que tomó fueron más pura formalidad que hambre.
—Mañana antes de irme, le diré a la señora Tippen que le enseñe toda la casa y las tierras —dijo, y tomó otra cucharada.
—¿Antes de irse? ¿Se marcha mañana?
Él asintió.
—Lord Brentmore desea que vuelva cuanto antes a la ciudad.
¿Acaso no se daba cuenta el padre de que los niños necesitaban disponer al menos de un breve periodo de transición? Aunque el señor Parker no estuviera involucrado directamente en su cuidado, debía ser una figura familiar para ellos.
—Supongo que las necesidades del marqués son más imperiosas que las de sus hijos.
El administrador se quedó con la cuchara suspendida en el aire.
—¿Los niños? Los niños no me necesitan aquí. No, no, no, de ningún modo. Solo he venido para ocuparme del entierro de su anterior institutriz. No tenía familia. La niñera es quien se ocupa —ladeó la cabeza—. Supongo que ya la habrá conocido. Dijo que se presentaría ella misma.
—Y así lo ha hecho —respondió frunciendo el ceño—. ¿No ha hablado usted con los niños? ¿No les ha dicho que se estaba ocupando del entierro?
Él la miró sorprendido.
—Su niñera ya se ha ocupado de ello. He creído que lo mejor era no interrumpir su rutina.
¿Interrumpir su rutina? ¡Pero si su institutriz acababa de morir! Eso sí que era una interrupción en toda regla. Mejor dejar a un lado el asunto, no fuese a perder los estribos.
El criado les sirvió pescado.
—¿Qué puede decirme de los niños? —continuó.
—Pues no mucho, la verdad. Tengo entendido que son bastante manejables.
—Su