de los mejores científicos del mundo para que la analicen. Yo, como maestro de ceremonias, les pido una explicación de la tarta, y se ponen a trabajar. Los nutricionistas hablarán de su cantidad de calorías y su efecto nutricional; los bioquímicos informarán sobre la estructura de sus proteínas, grasas, etc.; los químicos de los elementos correspondientes y sus enlaces; los físicos la analizarán en sus partículas fundamentales; y los matemáticos producirán un conjunto de ecuaciones elegantes para describir el comportamiento de estas.
Ahora bien, una vez que estos expertos han descrito exhaustivamente la tarta, cada uno según su disciplina científica, ¿se puede decir que ya está completamente explicada? Ciertamente, se ha descrito cómo se hizo la tarta y cómo se relacionan entre sí sus diversos elementos constitutivos, pero supongamos que preguntamos al grupo de expertos reunidos la pregunta final: ¿Por qué se hizo la tarta? La sonrisa cómplice de tía Matilde demuestra que sabe la respuesta, porque fue ella quien la hizo, y lo hizo con un fin. Sin embargo, todos los nutricionistas, bioquímicos, químicos, físicos y matemáticos del mundo no podrían responder a la pregunta —y no constituye una afrenta a sus respectivas disciplinas declarar tal incapacidad—. Sus disciplinas, que pueden resolver cuestiones sobre la naturaleza y la composición de la tarta, es decir, responder a preguntas sobre el “cómo”, no pueden, en cambio, contestar al “por qué”, o a preguntas relacionadas con el fin para el que se cocinó[20] (las cuestiones sobre la causa material funcional pertenecen al ámbito de la ciencia, no así las relacionadas con la causa final). De hecho, solamente se puede contestar a la pregunta si la tía Matilde nos lo revela. Pero si ella no lo hace, tampoco lo harán los análisis científicos, por completos que sean.
Afirmar con Bertrand Russell que, puesto que la ciencia no puede responder a la razón por la que tía Matilde hizo la tarta, no podemos saber por qué la hizo, es claramente falso. No hay más que preguntarle. La afirmación de que la ciencia es la única forma de verdad es en última instancia indigna de la ciencia misma. El premio Nobel Sir Peter Medawar lo apunta en su excelente libro Advice to a Young Scientist: «No hay forma más rápida para que un científico se desacredite a sí mismo y a su profesión que declarar rotundamente —particularmente cuando no hay necesidad— que la ciencia conoce, o lo hará en breve, las respuestas a todas las cuestiones que vale la pena preguntar, y que las que no admiten respuesta científica son, de alguna manera, “pseudo-preguntas” que sólo plantean los ingenuos y únicamente los crédulos profesan poder responder». Medawar continúa: «La existencia de los límites de la ciencia queda clara por su incapacidad para responder a preguntas elementales e infantiles sobre las más básicas y profundas cuestiones. Como, por ejemplo: ¿Cómo empezó todo esto? ¿Para qué estamos aquí? ¿Qué sentido tiene la vida? Hay que acudir a la ficción literaria y a la religión para obtener respuestas a tales preguntas»[21]. Francis Collins, Director del Proyecto del Genoma Humano, también lo subraya: «La ciencia es incapaz de responder a preguntas del tipo “¿Por qué surgió el universo?”, “¿Cuál es el significado de la existencia humana?», “¿Qué hay después de la muerte?”»[22]. No hay incoherencia alguna en ser un apasionado científico al más alto nivel, y reconocer a la vez que la ciencia no puede responder a todo tipo de preguntas, incluidas algunas de las más profundas que los seres humanos pueden formular.
Por otro lado, es justo decir que Russell, a pesar de haber escrito la rotunda declaración cientificista citada antes, indicó en otra parte que no suscribía el cientificismo puro y duro. Sin embargo, pensaba que todo conocimiento definitivo pertenece a la ciencia, lo que ciertamente suena a cientificismo incipiente, aunque también mantenía que la mayoría de las preguntas interesantes sobrepasan la competencia de la ciencia: «¿Se divide el mundo en mente y materia? Y, si es así, ¿qué es la mente y qué es la materia? ¿Está la mente sujeta a la materia, o es independiente de ella? ¿Tiene el universo unidad o finalidad alguna? ¿Hacia dónde va? ¿Existen realmente leyes de la naturaleza, o creemos en ellas solo por nuestra inclinación natural al orden? ¿Es el hombre tal como lo percibe el astrónomo, un fragmento de carbono impuro y agua arrastrándose impotentemente en un pequeño e insignificante planeta? ¿O más bien lo que piensa Hamlet? ¿Hay un modo noble de vivir y otro más básico, o acaso son todas las formas de vida meramente inútiles? ...A tales preguntas no se les encuentra respuesta en el laboratorio»[23].
Lo que aquí tratamos viene ya al menos desde Aristóteles, quien distinguía entre las llamadas cuatro causas: la causa material (el material del cual está hecha la tarta); la causa formal (la disposición conformadora de los materiales); la causa eficiente (la acción de la tía Matilde como cocinera); y la causa final (el fin para el que la tarta fue hecha: el cumpleaños de alguien, por ejemplo). Es esta última causa la que está fuera del ámbito de la ciencia.
Austin Farrar escribe: «Cada ciencia selecciona algún aspecto de las cosas del mundo y muestra cómo funciona. Todo lo que vaya más allá se encuentra fuera de su ámbito. Y puesto que Dios no es una parte del mundo, y mucho menos un mero aspecto de este, nada de lo que verdaderamente se pueda decir de Dios, pertenece a ciencia alguna»[24].
A la luz de todo esto, las afirmaciones de Peter Atkins citadas anteriormente —«no hay razón para suponer que la ciencia no puede explicar todos los aspectos de la existencia», «No existe nada ininteligible»[25]— parecen completamente absurdas.
No es de sorprender que se pague un alto precio al atribuir tal omnicompetencia a la ciencia: «La ciencia no necesita de finalidad [...] toda la extraordinaria y maravillosa variedad del mundo puede expresarse como una planta surgida en un estercolero de corrupción, interconectada y sin sentido»[26]. ¿Qué pensaría la tía Matilde de tal explicación definitiva de la confección de la tarta de cumpleaños de su sobrino Jimmy, e incluso de por qué ella, Jimmy y la tarta existen en última instancia? Quizá incluso prefiriera la “sopa primitiva” al “estercolero de corrupción”, si se le ofreciera la opción.
Una cosa es sugerir que la ciencia no pueda responder a preguntas sobre el último fin y otra descartar la finalidad misma como si fuera una ilusión, ya que la ciencia no puede explicarla. Y, sin embargo, Atkins no está más que llevando su materialismo a su conclusión lógica, aunque quizá no del todo. Al fin y al cabo, la existencia de un estercolero presupone la existencia de criaturas capaces de hacer estiércol. Es verdaderamente extraño pensar que el estiércol dé lugar a criaturas. Y si se trata de un “estercolero de corrupción” (en línea, se podría suponer, con la Segunda Ley de la Termodinámica) habría que preguntarse cómo invertir la corrupción. Es verdaderamente inconcebible.
Pero lo que destruye completamente al cientificismo es la fatal auto contradicción de fondo. No hace falta refutarlo por argumento externo alguno: se autodestruye él solo. Sufre el mismo destino fatal que el principio de verificación que estaba en el centro del positivismo lógico, pues la afirmación de que solamente la ciencia puede conducir a la verdad no es científicamente deducible. No es una afirmación científica, sino más bien una declaración acerca de la ciencia, es decir, una afirmación metacientífica. Por lo tanto, si el principio básico del cientificismo es verdadero, su declaración sobre el cientificismo ha de ser falsa. El cientifismo se refuta a sí mismo; es decir, es incoherente.
La opinión de Medawar de que la ciencia es limitada no constituye, por tanto, insulto alguno. Más bien lo contrario. Son los científicos que exageran el alcance de la ciencia los que la hacen ridícula. Son ellos los que, probablemente sin intención e inconscientemente, han pasado de hacer ciencia a construir mitos de los incoherentes.
Antes de olvidarnos de tía Matilde, nótese que esta sencilla historieta ayuda a aclarar otra confusión muy común. Se ha visto ya cómo el razonamiento científico a secas es incapaz de responder al por qué hizo la tarta, puesto que ha de decírnoslo ella misma. Pero esto no quiere decir que la razón a partir de ahí se quede inactiva o sea irrelevante. Más bien al contrario, pues entender lo que responde sobre la finalidad de la tarta requiere el uso de nuestra razón, a la que recurrimos para valorar la credibilidad de su explicación. Si dice que la hizo para su sobrino Jimmy y sabemos que tal sobrino no existe, dudaremos de su explicación, pero si existe, la explicación parecerá razonable. Es decir, la razón no se opone a la revelación, sino que simplemente la revelación del fin para el que hizo la tarta suministra a la razón información a la que esta no puede