libro está dedicado a la presentación de esta singular documentación, tanto mediante el análisis del expediente en sí mismo como en la comparación con los otros muchos que en materia de impresión de libros se tramitaban en esas mismas escribanías. Sólo realizando ese doble análisis parece posible comprender su específica materialidad documental y, como veremos, responder a nuevas y viejas preguntas sobre la llegada a las prensas de la novela cervantina[4].
En especial, por no entrar ahora en la inusual circunstancia de la no inclusión en la edición impresa de la censura de Herrera, merece la pena destacar el énfasis puesto en realzar la figura de los encomenderos de la aprobación. Estos consejeros fueron agentes, a todas luces fundamentales, en el proceso de censura civil de libros durante el Siglo de Oro y su papel había pasado prácticamente inadvertido en los estudios sobre dicho proceso, quizá porque su existencia no se recogía en su amplia y compleja normativa[5].
De hecho, tomando como punto de partida el expediente cervantino y los otros muchos con los que se confronta, en Dásele licencia y privilegio viene a proponerse una reconstrucción del proceso de petición y concesión de los permisos que esa normativa había terminado por hacer preceptivos para la impresión de un libro en tiempos del Quijote. Dicha reconstrucción se fundamenta, por tanto, sobre las prácticas concretas del Consejo en materias de licencia, privilegio, corrección de originales o tasa, tal como éstas se testimonian en los expedientes de escribanías de cámara que hoy se encuentran en el Archivo Histórico Nacional[6].
Ni que decir tiene que estas series que ahora se empiezan a analizar complementan otras fuentes y registros documentales ya conocidos y que, con todo rigor y criterio, son empleados habitualmente en la historia del libro y de la lectura: de la normativa que regulaba el proceso a los propios impresos o manuscritos para la imprenta conservados, pasando por los libros de cédulas en los que asentaban las licencias, las copias sueltas de éstas o la suma de testimonios sobre la impresión que cabe encontrar en la literatura de la época y que han sido recogidos por la crítica especializada[7].
Aquel 11 de septiembre de 1604, Antonio de Herrera abonó la concesión de la licencia y el privilegio solicitados de una forma sumamente somera[8]. Apenas le dedicó unas pocas líneas escritas al dorso de la petición que había dado inicio al proceso de su aprobación, de igual manera, por cierto, que el historiógrafo real hará años más tarde en el caso de una obra de género bien distinto, la Historia de la religión de San Juan del licenciado Diego de Yepes[9].
La argumentación de Herrera a favor de la concesión de lo solicitado se sostenía en dos razones. Una era que no hallaba en «El yngenioso hidalgo de la mancha» nada «contra policía y buenas costumbres». El otro argumento esgrimido era que su lectura «será de gusto y entretenimiento al pueblo a lo qual en regla de buen gobierno se deue de tener atención».
El calado de este juicio es, sin duda, mucho mayor que la algo anodina apreciación de que no había en la novela cosa contra policía y buenas costumbres. De un lado, revela una primerísima recepción de la obra como «de gusto y entretenimiento al pueblo» y, además, da a entender que cabía comprender que buscar precisamente eso, dar gusto y entretenimiento al pueblo, era uno de los objetivos del buen gobierno. Por ello, en suma, el Consejo de Castilla no debía impedir que «El yngenioso hidalgo de la mancha» pudiera llegar a las prensas y, de ellas, a manos de los lectores o, con Antonio de Herrera, al pueblo[10].
Además de interrogarse por el papel concreto y decisivo de Gil Ramírez de Arellano en el proceso de aprobación de El ingenioso hidalgo de la Mancha, así como de otras circunstancias de su tramitación que pueden ayudar a esclarecer la particular historia editorial de la obra, una parte de este libro también hace referencia a ese juicio de Antonio de Herrera.
Para ello, en lo particular, parte de una propuesta de reformulación del papel del Consejo Real como árbitro principal de la impresión de obras en la Corona de Castilla durante el Siglo de Oro, ante todo, a la luz, de un lado, del paso por sus escribanías de un buen número de piezas de la llamada literatura popular impresa y, de otro, de su negativa a conceder las licencias que resultaban preceptivas a tal efecto y que, como veremos, ahora es posible conocer en mayor medida. Y, en lo general, querría avanzar en el análisis de las políticas de publicación en ese periodo a través de testimonios de autores, cesionarios y del propio Consejo. En último término, se integra en una investigación más amplia que analiza cuál es la intencionalidad que, más allá de la tópica defensa de la religión, la Monarquía y las buenas costumbres, puede atribuirse al Consejo Real de Castilla en su política de aprobaciones de libros impresos como un instrumento de gobierno[11].
Por supuesto, los expedientes de escribanías de cámara también suponen una suerte de privilegiada atalaya desde la que enfrentarse a la construcción de la república de las letras hispana. Esto es así porque ofrecen nuevas e interesantes informaciones sobre las estrategias editoriales de los autores, escritores de sus propias obras y, también, censores de las ajenas, en sus relaciones, a veces disputadas, con las autoridades del Consejo, sus colegas de letras y los otros agentes de la edición, cesionarios o no de los derechos sobre los frutos de su ingenio.
Antes de avanzar más en estas materias, convendría presentar, aunque sea de forma muy somera, el contenido de estas series de las escribanías de cámara del Archivo Histórico Nacional[12]. Desordenadas y algo caóticas en su estado actual, constituyen, sin duda, una fuente de enorme relieve para los estudios de la historia del libro y de la lectura en España no sólo porque revelan las prácticas administrativas de la aprobación y, también, de la censura negativa, sino también porque dan cuenta del dinamismo y las dificultades que los numerosos agentes de la publicación impresa desarrollaron y padecieron en el complejo mundo editorial del Siglo de Oro.
El ámbito cronológico de los expedientes de imprenta que han sido allí localizados va de 1548, con un precioso memorial latino de Cristóbal de Cabrera para sus Meditatiunculae vallisoletanas, cuya censura se cometió a Juan Ginés de Sepúlveda[13], y se extiende hasta bien entrado el reinado de Carlos II. En total, se ha localizado más de un millar de documentos relacionados con la tramitación de obras destinadas a las prensas, de los cuales más de la cuarta parte corresponden a la última década del siglo XVI y primer tercio de la centuria siguiente.
El análisis de estos expedientes de las escribanías de cámara del Consejo Real permite, en primer lugar y como ya se ha adelantado, conocer con mayor detalle el proceso de concesión de licencias, privilegios, erratas y tasas, ofreciendo información sobre la práctica cotidiana de la aprobación en la que se hacía realidad la normativa legal, bien conocida por otra parte[14], pero que ahora se puede analizar en sus cómos, es decir, en el concreto procedimiento de su despacho y diligencias de gobierno.
En segundo lugar, los expedientes ayudan a aclarar la historia editorial de un conjunto importante de obras que felizmente llegaron a imprimirse, con piezas de autores que van desde el antes mencionado Miguel de Cervantes y Lope de Vega o Quevedo a Calderón de la Barca y a Baltasar Gracián, pasando por fray Luis de León, Teresa de Jesús, Tirso de Molina o san Juan de la Cruz y un largo etcétera en el que se suceden obras de Jerónimo de Alcalá, Bocángel, Cairasco de Figueroa, Cascales, Castillo Solórzano, Cubillo de Aragón, Espinosa, Jiménez Patón, Moreto, Mosquera Barnuevo, Paravicino, Pérez de Montalbán, Ramírez de Prado, Remón, Rojas Villandrando, Ruiz de Alarcón, Salas