en su escrito, sin hacer referencia alguna al traductor, pero tampoco al formidable jesuita Jeremias Drexel, autor de este Horologium auxiliaris tutelaris angeli[90]. Sin embargo, unos años antes, en el caso ya mencionado del memorial de la Disciplina de Juan de Jesús María, el Consejo se mostró favorable ordenando que «ponga el nombre del traductor contenido en la licencia del padre general»[91].
Romance vulgar es la lengua mayoritaria, con mucho, de las obras cuya licencia se tramitaba en el Consejo, siendo menos numerosos los títulos latinos[92]. En tiempos del Quijote pocos autores parecen haberse podido dirigir al Consejo Real con las elegancias clásicas que Cristóbal de Cabrera desplegó ante el Príncipe Felipe en la Valladolid de 1548 a propósito de unos «pia opuscula mea carmine conscripta»[93]. Por el contrario, varios peticionarios se quejan de que no les resulta posible imprimir en latín o griego en Castilla y que, por tanto, debían suplicar autorización para publicar sus originales fuera del Reino, aunque les hubiese sido previamente concedida licencia de impresión. Así, en 1619, Bernardo José Aldrete se dirigía al Consejo en tales términos en relación con su Mysterii Mysteriorum sacrificii aeterni eucharistica symbola, justificando su petición por haber «falta» de tipos en estos Reinos «o de impressores que a su costa lo quieran estampar i io no tengo para poderlo hazer»[94]. Tres años, en 1616, se había pedido lo mismo para los In Ieremiam prophetam commentarii de Gaspar Sánchez[95].
El Consejo parece haber sido, en principio, reacio a acceder a esta clase de solicitudes que la normativa de 1610 había impuesto[96] y, por ejemplo, sendas peticiones que tenían que ver con los Commentaría in primam et secundam también del jesuita Sánchez no fueron concedidas, aunque se había argumentado que las prensas propias no estaban suficientemente surtidas como para satisfacer las exigencias de letrería que la impresión exigía, en especial de tipos griegos y hebreos[97].
Para la concesión o no de estas licencias se podía recurrir a la apertura de diligencias, como las que en 1620 corrieron por cuenta de Gilimón de la Mota en el caso de la Expositio moralis in Canticum canticorum del jesuita Luis de la Puente[98]. El memorial de petición es sumamente interesante pues, como el antes citado de Aldrete, su argumentación pasa por señalar que, habiéndosele concedido la licencia no la podía «usar», por «no hallar en estos reynos impresor que quiera tomar a su qüenta la impresión de dicho libro».
Como resultado de la petición, se llamó a declarar a diversos impresores de la corte, de Tomás Junta a Lorenzo de Ayala, pasando por Francisco de Medina, Luis Sánchez y Francisco Sánchez, llegándose a la conclusión de que sí se debía permitir la impresión foránea de un libro que había sido juzgado «por útil y provechoso», pero cuya licencia quedaba inutilizada porque el autor «no tiene caudal para poderlo imprimir a su costa y que los impresores desta corte tienen declarado ante el licenciado Gilimón de la Mota […] que semejantes libros no se pueden imprimir en España», aunque no porque no fuera posible llevarlos a las prensas, sino porque no tenían «despacho». Es decir, ningún costeador parecía dispuesto a arriesgarse a correr con los gastos de su impresión dadas las dimensiones y características del particular mercado de libros como aquél que no se pueden imprimir en España.
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