Джек Марс

Cacería Cero


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CAPÍTULO VEINTISIETE

       CAPÍTULO VEINTIOCHO

       CAPÍTULO VEINTINUEVE

       CAPÍTULO TREINTA

       CAPÍTULO TREINTA Y UNO

       CAPÍTULO TREINTA Y DOS

       CAPÍTULO TREINTA Y TRES

       CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

       CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

       CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

       CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

       CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

       CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

       CAPÍTULO CUARENTA

       CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

       CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

       CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

      CAPÍTULO UNO

      A los dieciséis años de edad, Maya Lawson estaba casi segura de que iba a morir pronto.

      Ella estaba sentada en el asiento trasero de una camioneta de cabina grande mientras bajaba por la I-95, dirigiéndose al sur a través de Virginia. Sus piernas aún se sentían débiles por el trauma y el terror de lo que había experimentado apenas una hora antes. Miró impasiblemente hacia delante, con la boca ligeramente abierta con una mirada en blanco y conmocionada por el impacto.

      La camioneta pertenecía a su vecino, el Sr. Thompson. Él ahora estaba muerto, probablemente aún tendido en el vestíbulo de la casa de los Lawson en Alejandría. El conductor actual del camión era su asesino.

      Sentada al lado de Maya estaba su hermana menor, Sara, de sólo catorce años. Sus piernas estaban flexionadas debajo de ella y su cuerpo enroscado en el de Maya. Sara había dejado de sollozar, al menos por ahora, pero cada aliento escapaba de su boca abierta con un suave gemido.

      Sara no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Ella sólo sabía lo que había visto — el hombre en su casa. El Sr. Thompson muerto. El agresor amenazó con romperle las extremidades a su hermana para que Sara abriera la puerta de la habitación del pánico en el sótano. Ella no tenía conocimiento de lo que Maya sabía, e incluso Maya sólo sabía una pequeña parte de toda la verdad.

      Pero la mayor de las niñas Lawson sí sabía una cosa, o al menos estaba casi segura de ello: iba a morir pronto. Ella no sabía lo que el conductor del camión planeaba hacer con ellas — había hecho la promesa de que no les haría daño siempre y cuando hicieran lo él que les pidiera, pero eso no importaba.

      A pesar de su expresión de desconcierto, la mente de Maya estaba trabajando a una milla por minuto. Sólo una cosa era importante ahora, y era mantener a Sara a salvo. El hombre al volante estaba alerta y era capaz, pero en algún momento titubearía. Mientras hicieran lo que les pidiera, se volvería complaciente, incluso aunque fuera por un segundo, y en ese momento ella actuaría. Aún no sabía lo que iba a hacer, pero tendría que ser algo directo, despiadado y debilitante. Darle a Sara la oportunidad de huir, de ponerse a salvo, con otras personas, de llegar a un teléfono.

      Probablemente le costaría la vida a Maya. Pero ella ya era muy consciente de ello.

      Otro suave gemido escapó de los labios de su hermana. Está en shock, pensó Maya. Pero el gemido se convirtió en un murmullo, y se dio cuenta de que Sara estaba tratando de hablar. Inclinó la cabeza cerca de los labios de Sara para escuchar su pregunta en voz baja.

      “¿Por qué nos está pasando esto?”

      “Shh”. Maya acunó la cabeza de Sara contra su pecho y suavemente acarició su cabello. “Todo va a estar bien”.

      Se arrepintió tan pronto como lo dijo; era un sentimiento vacío, algo que la gente dice cuando no tiene nada más que ofrecer. Claramente no estaba bien, y ella no podía prometer que lo estarían.

      “Por los pecados del padre”. El hombre al volante habló por primera vez desde que las había forzado a subir al camión. Lo dijo casualmente, con una calma inquietante. Luego dijo con más fuerza: “Esto te está pasando por las decisiones y acciones de un tal Reid Lawson, conocido por otros como Kent Steele, conocido por muchos más como el Agente Cero”.

      ¿Kent Steele? ¿Agente Cero? Maya no tenía ni idea de lo que hablaba este hombre, el asesino que se hacía llamar Rais. Pero ella sabía algunas cosas, lo suficiente como para saber que su padre era un agente de algún grupo del gobierno — FBI, probablemente de la CIA.

      “El me lo arrebató todo”. Rais miró fijamente hacia la carretera que los rodeaba, pero habló con un tono de odio no adulterado. “Ahora yo le he quitado todo”.

      “Nos va a encontrar”, dijo Maya. Su tono era callado, no desafiante, como si simplemente estuviera afirmando un hecho. “Él va a venir por nosotras, y va a matarte”.

      Rais asintió como si estuviera de acuerdo con ella. “Él vendrá por ustedes; eso es verdad. Y tratará de matarme. Dos veces lo ha intentado y me ha dejado por muerto… una vez en Dinamarca, y otra vez en Suiza. ¿Sabías eso?”

      Maya no dijo nada. Sospechaba que su padre tenía algo que ver con el complot terrorista que tuvo lugar un mes antes en febrero, cuando una facción radical intentó bombardear el Foro Económico Mundial de Davos.

      “Pero yo perduré”, continuó Rais. “Verás, me hicieron creer que mi suerte era matar a tu padre, pero me equivoqué. Es mi destino. ¿Sabes cuál es la diferencia?” Se burló ligeramente. “Por supuesto que no. Eres una niña. El azar se compone de los acontecimientos que se supone que uno debe cumplir. Es algo que podemos controlar, algo que podemos dictar. El destino, por otro lado, está más allá de nosotros. Está determinado por otro poder, que no podemos comprender plenamente. No creo que se me permita perecer hasta que tu padre muera en mis manos”.

      “Tú eres Amón”, dijo Maya. No era una pregunta.

      “Lo fui, una vez. Pero Amón ya no existe. Sólo yo perduro”.

      El asesino había confirmado lo que ya temía; que era un fanático, alguien que había sido adoctrinado por el grupo terrorista de culto de Amón para que creyera que sus acciones no sólo estaban justificadas, sino que eran necesarias. Maya estaba dotada de una peligrosa combinación de inteligencia y curiosidad; había leído mucho sobre los temas del terrorismo y el fanatismo tras el atentado de Davos y su especulación de que la ausencia de su padre en el momento en que ocurrió significaba que había participado en la detención y el desmantelamiento de la organización.

      Así que ella sabía muy bien que este hombre no podía ser influenciado con plegarias, oraciones o súplicas. Ella sabía que no había manera de que cambiara de opinión, y era consciente de que herir a los niños no estaba fuera de su alcance. Todo esto sólo fortaleció su determinación de que tenía que actuar tan pronto como viera la oportunidad.

      “Tengo