Mario Fernando Garcés Durán

Estallido social y una nueva Constitución para Chile


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protesta, acusando a los manifestantes de «vándalos y criminales». A las 20:30 horas comenzaron a sonar las cacerolas en distintos barrios de Santiago y muchos manifestantes se congregaron a la entrada de varias estaciones del Metro, y con mayor presencia de jóvenes de los barrios populares –de nuestras poblaciones– vino el estallido de la rabia acumulada por unas mayorías que viven cotidianamente la precariedad social y la desigualdad estructural que el neoliberalismo configuró, materializó y naturalizó en la sociedad chilena, desde la dictadura de Pinochet hasta la fecha. Se iniciaron entonces ataques e incendios de algunas estaciones del Metro, más el saqueo de locales comerciales y supermercados. A estas alturas el Metro había suspendido todas sus operaciones en la ciudad y el gobierno se reunió de urgencia en La Moneda, para decretar, pasada la medianoche, el «estado de emergencia», que entregó la mantención del orden público a los militares.

      La estrategia del gobierno fue desatinada y tardía en todas sus etapas. El día viernes, cuando el conflicto escalaba, solo ofreció represión, que estimuló aún más la movilización, la cual tomó formas inéditas: el ataque a las estaciones del Metro, que en pocas horas destruyó y provocó incendios de distinta magnitud –los daños suman varios millones de pesos– que dejaron al Metro prácticamente fuera de servicio (aún se evalúan los daños y no se sabe cuánto tiempo tomará la restitución del servicio).

      El sábado 19, con estado de emergencia en ejercicio, las manifestaciones tomaron un doble giro: a) junto a la expresión pública del malestar mediante caceroleos y manifestaciones en plazas y grandes avenidas, se multiplicaron los saqueos a supermercados y farmacias; y b) la protesta se extendió a las provincias y se hizo nacional, de norte a sur del país, al menos desde Iquique hasta Punta Arenas, con mayor intensidad en Valparaíso y Concepción, las dos mayores ciudades después de Santiago.

      En esta fase de la movilización, aun en desarrollo, el estado de emergencia fue desafiado y desobedecido por la población, al punto de que la noche del sábado se impuso el «toque de queda» en Santiago, Valparaíso y Concepción. Tampoco el toque de queda alcanzó los efectos esperados y las manifestaciones públicas y saqueos continuaron.

      Chile vivía entonces, el mayor «estallido social» desde que se recuperó la democracia, es decir en los últimos 30 años, un estallido que nadie podía imaginar o prever, aunque muchos admiten hoy que los síntomas existían y existen desde hace ya bastante tiempo. Como colofón de lo que hemos narrado, el presidente Piñera, en la sucesión de errores y fantasías de su gobierno, declaró, el domingo 20 de octubre al anochecer, que «estábamos en guerra».

      Este estallido social, difícil de predecir en su magnitud, nos sorprende en un contexto francamente crítico desde el punto de vista social y político. Simplificando y de manera un poco esquemática: por una parte, desde el gobierno y el Estado, las instituciones viven su peor momento de credibilidad y legitimidad, producto no solo de la corrupción –de la que ya no se salvan ni las Iglesias– sino que además de su abismante distancia e indiferencia para con la sociedad y particularmente con el pueblo. Por otra parte, desde el punto de vista de las clases populares y sus luchas, esta movilización que conduce a un «estallido» se hace sin un convocante central, sin orgánicas conocidas (ni partidos, ni la CUT, ni coordinaciones territoriales), por lo que adquiere un «cierto» carácter espontáneo que hay que matizar, en el sentido de que los estudiantes secundarios y diversos movimientos sociales generaron sus propios procesos de organización y de expresión pública que preceden a este estallido: el movimiento mapuche, desde fines de los noventa; el movimiento estudiantil, secundario y universitario (mochilazo, en 2002; revolución pingüina en 2006; movimiento por la educación pública en 2011); el movimiento «No + AFP»3 desde 2016; el «mayo feminista» de 2018; los diversos movimientos socioambientalistas y de lucha por el «agua y los territorios»; las luchas y huelga de los profesores en 2018, etc. Todas estas luchas tienen un alto valor, pero carecen hasta ahora de instancias de coordinación y unificación suficientes.

      No resulta fácil proponer una perspectiva analítica sistemática de lo que hemos vivido y estamos viviendo en estos días. En primer lugar, porque los sucesos aún están en desarrollo; en segundo lugar, porque la situación desafía nuestras categorías analíticas tradicionales y, en tercer lugar, por las cargas subjetivas que representa para muchos de nosotros –los que vivimos la dictadura– volver a ver a los militares en las calles. Pero aun así es necesario intentarlo.

       1. Las razones del malestar

      Existe cierto consenso en los medios, entre los políticos e intelectuales, y en el sentido común, que el problema es más que el alza de los boletos del Metro, lo que gatilló las movilizaciones. Esta fue «la gota que rebasó el vaso»; o, siguiendo una cierta tradición, los chilenos reaccionamos «cuando el agua nos llega el cuello».

      El consenso se mueve en dos direcciones: a) La desigualdad estructural de la sociedad chilena, que se ha vuelto insoportable; b) La acumulación de abusos y alzas en los servicios públicos de luz y transporte, de salud (sobre todo, los altos precios de los medicamentos), de acceso a la vivienda, e incluso los altos costos de productos de primera necesidad. Se podrían sumar otras razones, como la precarización de los derechos sociales y el creciente endeudamiento de la población, especialmente la más pobre, con las tarjetas de crédito, que van desde la compra de comida hasta la ropa, el auto y los artículos electrónicos. Finalmente, aunque la lista de agravios puede continuar, hay también una razón política: de acuerdo con el actual orden institucional, nada se puede cambiar, por más que los ciudadanos se movilicen y por miles, si no cuentan con la anuencia de la derecha o del gobierno de turno; por ejemplo, las pensiones de hambre y el sistema de AFP, los bajos salarios, el sistema de educación pública –que solo se pudo cambiar parcialmente– el sistema de salud pública, el acceso a la vivienda, etc.

      En suma, las «largas sombras de la dictadura»4 implicaron que la política fuera monopolio de los poderes de facto, especialmente del gran empresariado y de los partidos políticos; que la promesa de la transición, de que «la alegría ya viene», solo alcanzó para algunos y excluyó a las grandes mayorías, que solo fueron vistas como «objeto» de políticas públicas –administradas por variados tecnócratas– y nunca como derecho a la participación y a la iniciativa del propio pueblo. En la larga transición se democratizó relativamente el acceso al poder del Estado, pero no la sociedad y su derecho a la participación. La Constitución de 1980, hecha aprobar por la dictadura, garantizaba eficazmente este derrotero.

      Para decirlo de manera breve y concisa: la política es un asunto de los políticos y la población debe confiar en ellos –en su sensibilidad, su noción de «servicio público» y otros eufemismos– para que la sociedad progrese. Por lo demás, la economía, creciendo, es capaz por sí sola, de ofrecerles más trabajo, más recursos y, sobre todo, más consumo. En realidad, como lo indicó en alguna oportunidad un político e intelectual antaño de izquierda (de los que hay muchos), el mercado produce nuevas formas de participación y ciudadanía5. Mientras más consumidores tengamos, más efectiva es la democracia. Hágase «emprendedor», de usted depende y si duda, admita que «¡querer es poder!», como proclama la publicidad de un banco.

      Podríamos seguir abundando en esta línea, pero nos parece que la mayoría del país lo sabe: vivimos en un país dual, un país para pobres, con un segmento que camina hacia la clase media, y un país para ricos, con su propio segmento de clases medias prósperas. Esta dualidad tiene expresiones visibles y manifiestas: salud para ricos y salud para pobres; educación para ricos y educación para pobres; barrios y viviendas para ricos y barrios y viviendas para pobres… La reproducción «moderna» del viejo e histórico clasismo chileno, que en esta coyuntura estalla, como muchas otras veces en la historia de Chile, en la cara de los poderosos.

       2. El estallido como forma de expresión popular: primero en contra del Metro, es decir, en contra del Estado; luego en contra del capital, es decir, los supermercados, farmacias, bancos y multitiendas

      Como indicamos en la parte descriptiva de la crisis, al iniciar este artículo, todo comenzó con los estudiantes secundarios