George Meredith

Las tribulaciones de Richard Feverel


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a preguntarle si de verdad no había tenido ya suficiente.

      —¡Nunca! —gritó el noble enemigo.

      —Mira —dijo Richard, invocando el sentido común—, estoy cansado de tumbarte. Diré que no eres idiota si me das la mano.

      Ripton se lo pensó un momento y lo consultó con su honor, que le instó a que aprovechara la oportunidad.

      Extendió la mano.

      —¡Está bien!

      Los chicos se dieron la mano y volvieron a ser amigos. Ripton había conseguido lo que quería, y Richard había salido, sin duda, mejor parado. Así que estaban empatados. Ambos podían clamar victoria en beneficio de su amistad.

      Ripton se lavó la cara y alivió su nariz en un arroyo. Ya estaba listo para seguir a su amigo adonde fuera. Continuaron buscando aves que abatir. Las aves de las tierras de Raynham eran particularmente astutas, y eludían ser el blanco de los jóvenes tiradores, así que extendieron su expedición a tierras vecinales en busca de una raza más estúpida, felizmente ignorantes de la ley contra la violación de la propiedad privada. Tampoco advirtieron que cazaban ilegalmente en tierras del notorio granjero Blaize, el comerciante del escudo de los Papworth, que no admiraba el grifo entre dos haces de trigo y estaba destinado cruzarse con el destino de Richard. El granjero Blaize odiaba a los cazadores furtivos, especialmente a los jóvenes, que lo hacían por insolencia. Al oír los audaces disparos en su territorio, fue a echar un vistazo y, observando el tamaño de los intrusos, juró que les enseñaría a esos señoritos un par de cosas, por muy lores que fueran.

      Richard había derribado un bello faisán, y lo celebraba exultante, cuando la portentosa figura del granjero se cernió sobre ellos con un latigazo. Su saludo fue irónico.

      —¿Están teniendo buena caza, señoritos?

      —¡Acabo de hacerme con un ave espléndida! —le informó Richard, radiante.

      —¡Ah! —El granjero Blaize dio un latigazo de advertencia—. Déjenme que le eche un vistazo.

      —Se dice por favor —intervino Ripton, que no era ciego a la gente de dudoso aspecto.

      El granjero Blaize alzó la barbilla y sonrió con malicia.

      —¿Por favor a ustedes? Vamos a ver, amigo mío, creo que no les importa lo que se les ponga por delante. Parecen dos cazadores furtivos, sí señor. ¡Y eso es lo que son! —cambió de tono para ir al grano—. ¡Esa ave es mía! ¡Quítenle las manos de encima y lárguense, pequeños sinvergüenzas! ¡Sé quiénes son! —y comenzó a despotricar contra los Feverel.

      Richard abrió los ojos.

      —¡Si quieren que los muela a latigazos, quédense donde están! —continuó el granjero—. ¡Giles Blaize no aguanta tonterías!

      —Entonces nos quedamos —dijo Richard.

      —¡Muy bien! ¡Que así sea! ¡Si es lo que quieren, se lo daré, hombrecitos!

      Como medida previsora, el granjero Blaize cogió el ala del ave que los chicos agarraban desesperadamente, y se la llevó entera.

      —¡Si quieren jugar —gritó el granjero—, aquí tienen el látigo que merecen! ¡Yo no aguanto sandeces! —y lanzó el látigo con destreza.

      Los chicos intentaban lidiar con él, pero los mantenía a distancia y los azotó sin piedad. ¡Qué negra corría la sangre! Los chicos se retorcían de dolor. El látigo era una serpiente implacable que se enroscaba y les mordía una y otra vez, clavándose con saña en sus venas. Sentían más que dolor al retorcerse; también debían soportar la vergüenza y la deshonra; pero el dolor era intenso, pues el granjero, que había manejado el látigo toda la vida, no lo consideró suficiente hasta que le faltó el aliento y las mejillas se le enrojecieron por el esfuerzo. Se detuvo para coger lo que quedaba del faisán.

      —Quédese su bestia —gritó Richard.

      —Dinero, muchachos, con intereses —rugió el granjero, dando un nuevo latigazo.

      Aunque rendirse era vergonzoso, no quedaba otra opción. Decidieron abandonar el campo de batalla.

      —Mire, gañán —Richard agitó su pistola en el aire, con la voz ronca por el enfado—, le habría disparado de estar cargada. ¡Como le vea cuando la tenga cargada, dispararé!

      Esa amenaza poco inglesa exasperó al granjero Blaize, y se apresuró a perseguirles con los últimos latigazos mientras ellos escapaban hacia territorio neutral con el rabo entre las piernas. Al llegar a los setos, parlamentaron un momento; el granjero preguntó si estaban satisfechos y tenían suficiente, porque, si querían otro reparto de lo mismo, podían volver a la granja Belthorpe. Los chicos, mientras tanto, explotaron en amenazas de venganza, y el granjero les dio la espalda con desdén. Ripton había amontonado un puñado de piedras para la escaramuza. Richard se las tiró al suelo, y dijo:

      —¡No, los caballeros no tiran piedras! Eso es propio de la plebe.

      —¡Solo una pequeña! —suplicó Ripton, con la vista clavada en el claro blanco del granjero, obcecado por la repentina revelación de las ventajas del armamento ligero frente al pesado.

      —No —se impuso Richard—, nada de piedras, eso es de… —Y se alejó caminando enérgicamente.

      Ripton le siguió con un suspiro. La magnanimidad de su líder estaba más allá de sí mismo. Una buena andanada de pedradas sobre el granjero habría aliviado al joven Ripton, pero no habría consolado a Richard Feverel de la ignominia a la que había sido sometido. A Ripton la vara le era familiar, un monstruo al que no temía por conocerlo bien. La horrible sensación de vergüenza; el odio a sí mismo y al universo; la sed de venganza, la impotencia, como si el espíritu se impregnara de negrura, que le advienen a un joven sensible a ser condenado, por primera vez, a probar esa amargura carnal y sufrirla como una profanación, Ripton hacía tiempo que la había superado y olvidado. Estaba curtido en recibir palos, y observaba el mundo con ecuanimidad; no era imprudente ante el castigo, como algunos chicos, pero tampoco insensible al deshonor, como el amigo y camarada a su lado.

      A Richard se le había envenenado la sangre. La fiebre de la vergüenza se había apoderado de él. No permitía lanzar piedras porque reprobaba esa costumbre. Meras consideraciones de caballerosidad habían favorecido al granjero Blaize, pero estratagemas poco caballerosas se agitaban en su cerebro, y eran rechazadas por resultar impracticables para un joven como él. Solo se daría por satisfecho con una venganza de gran alcance, equivalente a la humillación recibida. Debía hacer, sin demora, algo atroz. Se le ocurrió matar todas sus reses, o incluso matarlo a él, retándole a un combate al estilo de los caballeros. Pero el granjero era un cobarde y rehusaría. Entonces él, Richard Feverel, lo despertaría de su sueño y lo provocaría, lo instaría a luchar con pólvora y detonaciones en su propio dormitorio, en la cobarde medianoche, donde tal vez temblara, pero no podría negarse.

      —¡Señor! —dijo el sencillo Ripton, mientras esos ilusos planes cruzaban el cerebro de su camarada, deseando su realización inmediata y desvaneciéndose en la oscuridad por la incierta posibilidad de realización—. ¡Ojalá me hubieras dejado bajarle los humos, Ricky! ¡Nunca fallo! Me gustaría haberle dado al menos una vez. ¡Deberíamos haber ganado esa batalla! —Y un nuevo pensamiento llevó las ideas de Ripton a la normalidad—. Me pregunto si mi nariz está tan mal como dijo. ¿Puedo verme en algún sitio?

      A estas declamaciones, Richard hacía oídos sordos, caminando con fatiga, pero sin detenerse, con la vista fija en un punto.

      Después de pasar innumerables setos, saltar vallas, sortear acequias, atravesar arboledas, ensuciarse, ajarse las ropas y andar hasta el agotamiento, Ripton despertó de sus pensamientos sobre el granjero Blaize y olvidó los moratones de su nariz ante el hambre acuciante que se apoderó de él. Se sentía desfallecer por la falta de alimento. Se aventuró a preguntar a su líder adónde iban. Raynham no se veía. Habían avanzado un buen trecho por el valle y estaban a unas pocas millas de Lobourne, en un paisaje de estanques ácidos, riachuelos amarillos y fétidos