de los colchones y almohadas en las camas. Al principio bromeaban haciendo eso, pero las camas eran demasiadas y cada polvoriento colchón era más pesado que el anterior. Después Vlad propuso barrer un poco. De todas maneras, no había agua para una limpieza normal.
Cuando terminaron con el trabajo dentro de los galpones, los estudiantes colocaron los lavabos en dos planchas cerca de la cisterna y se dirigieron a la cocina. Aquí cargaron el horno de hierro con dos grandes quemadores y al lado pusieron un pequeño horno adaptado a un soporte semicircular. Desde un rincón un enorme samovar6 de cobre miraba a los muchachos. El samovar parecía un viejito solitario y enfermizo. El grifo remembraba una nariz torcida dirigida hacia abajo, con una boca sin dientes, con las agarraderas como orejas protuberantes, con una arrugada tapa pasada de moda. Por añadidura, a través del polvo, se veían unos ojos arrugados.
Zakolov limpió la tetera, le tapó los ojos al viejito y el samovar se alegró.
El horno y el samovar lo cargaron con madera o carbón. Tikhon estaba seguro que estos aparatos antiguos, hacía tiempo, no se utilizaban en ninguna parte y solo se podían ver en las casas de antigüedades y en los museos. Los muchachos, con tristeza, miraban los enormes accesorios de cocina, llenos de polvo. Ya todos tenían hambre.
– Hoy no utilizaremos esto. – Vlad expresó el estado de ánimo general.
– Cenaremos con los enlatados y el agua para el té, la calentaremos con la resistencia. —
Oscureció rápidamente. Tikhon prendió la luz. Sobre la mesa, a cielo abierto, solo se encendió un bombillo.
Los muchachos se sentaron a la mesa que ya habían limpiado. Y enseguida descubrieron que una nube de mosquitos revoloteaba en la luz del bombillo. Parecía que el bombillo servía como faro y señal para la reunión de los mosquitos de la zona. Los zancudos formaban grandes nubes que parcialmente tapaban la luz.
Zakolov trató de apartar, con las palmas de las manos, los molestos zancudos. Esto no tuvo ningún efecto. La mano sentía la resistencia, no solamente del aire, sino de una gruesa masa que se movía. Tikhon nunca había visto una reunión tan densa de mosquitos. Quizás estos mosquitos nunca habían visto una luz artificial y venían solamente por curiosidad. No, moviéndose por instinto, muchos de ellos iban alegremente hacia los dorsos de las manos y rostros de los muchachos.
– Vienen de los campos de arroz. Allá todo está inundado y en el verano se reproducen – Tikhon sacó la triste conclusión. – Como haremos con ellos?
Levantó la taza de hierro con té caliente. En el té ya nadaban algunos mosquitos, y en la superficie ya se apilonaban decenas de sus compañeros. A todos los atraía el líquido dulce y caliente, como si quisieran zambullirse allí. Y así, los tontos zancudos caían, uno tras otro, dentro de la taza y se quedaban ahí, sin importarles el desesperado pataleo.
– Esto ya no es té, es una sopa. – se quejó Zakolov y apartó la taza.
Cientos de zancudos zumbaban, en un tono agudo y antipático. De repente, Zakolov, a través de ese zumbido, escuchó una suave e insinuante voz:
– Hola, Tikhon. —
Zakolov se estremeció. Vlad y Stas, sentados enfrente, estaban concentrados, con sus tenedores, en la lata de conserva. Era evidente que ellos no habían escuchado nada.
A Tikhon le pareció que la voz vino de atrás, a su espalda. Cuidadosamente se volteó, pero no vio a nadie. La escuálida luz del bombillo sucio no iba muy lejos en esa noche negra. ¿Se lo habría imaginado?
– Bienvenido a la estepa – de nuevo se escuchó la desagradable voz.
Tikhon recordó las palabras del sargento acerca del brujo y le dio escalofrío. Pero esta vez los hermanos si escucharon y dejaron de masticar. Con las bocas abiertas, trataron de ver de dónde venía la voz.
CAPITULO 13
¿Dónde está Fedorchuk?
Bueno, ¿dónde se habrá metido Fedorchuk?, sentado en su oficina, ya estaba disgustado el mayor Petelin. El vicerrector del instituto había pedido que llevaran los estudiantes al koljoz, comprobar que allá, todo estuviera bien y, en general, hacerlo como todos los años. Fedorchuk hizo lo que tenía que hacer allá y al regreso, se fue a pasear? Ya son las diez y ni el sargento ni el carro están aquí. Y él sabe, coño, que hoy en la noche tienen que ir a cazar saigas7. ¡Ya antes nos habíamos puesto de acuerdo! Y ya el mayor tenía su botella preparada, y no una blanca cualquiera, la propia coloreada, ¡“La Cazadora”! La que no se consigue, la que pica en la garganta, la que calienta en el frío y lo más importante, ¡mejor nombre no puede tener!
¿Nos echamos una copita ahorita?, pensó el cansado mayor. No, esta botella hay que dejarla para el comienzo de la caza. Cuando apenas sales a la estepa nocturna, abres cualquier vidrio del “UAZ”, cargas el arma, sientes las vigorizantes puntadas de la emoción, y es en ese momento que hay que echarse un palito, para calentarse y para tener suerte en la caza. Después prendes la luz alta, y adelante, a la estepa abierta, a perseguir los saigas.
Ahora hay bastantes. Acumularon grasa en el verano, preparándose para el invierno. En este momento su carne es más jugosa. Lo más importante es lo rápido que hay que encontrar la manada, mientras tienes el entusiasmo y el ánimo, que están a su máximo. Y cuando ves a los gordos antílopes de la estepa, aceleras la máquina y ¡a la persecución! Esos muérganos con cuernos, pueden correr a setenta kilómetros por hora, pero nuestro “UAZ” puede ir a cien. Y no les dura el aire para respirar. El hierro con gasolina es más fuerte que cualquier bestia.
¡Y aquí está el rifle! Ya cargado. Y me llevo las pistolas, por si acaso. Lástima que no tenemos una carabina y mucho menos un fusil automático, como los militares. Y con un automático, cuantos goles no marcaríamos ¡Sin mucho esfuerzo!
Pero con un automático no es interesante. Ves la manada, te paras en el medio de la estepa y le das para todos lados. Las balas son suficientes. Esto es una satisfacción, pero para tenienticos nuevos. ¡En el momento de la caza todo el gusto está en la persecución! Cuando ves, ante ti, como parpadean esos traseros grasientos a la luz de los faros. El carro lo tiras por los mogotes, los saigas saltan, y es necesario saber tener los saltarines en la mira y poner el proyectil en el blanco. No es lo mismo estar en la galería de tiro y darle a un blanco fijo.
Pero el mayor tiene una gran experiencia en esa caza. Habrá presas.
Petelin se imagina claramente, frente a sus ojos, las chispas de ese fuego emocionante, y en su garganta, el gusto de la bebida vigorizante en el aire fresco. Epa! ¿Qué voy a esperar? La “Rusa” blanca, que compramos esta mañana junto con la carne, se puede descorchar ahora.
Viktor Petrovich sacó de su maletín la botella de vodka, le quitó, con los dedos, la fácil tapa que tiene una “lengüita”, ya que en los últimos tiempos, la fábrica ha empezado a economizar en esas tapas. Se sirvió dos tercios de un vaso. Se contuvo: “Por ahora está bien”.
Lentamente, en varios tragos, bebió el agradable líquido. El policía metió la mano en el maletín y sacó, envuelto en periódico, un tomate grande, del tipo “Corazón de buey”. Mordió la jugosa pulpa roja y el mayor, con satisfacción, se dijo: al menos algo bueno crece en este infierno kazajo. Ni por el carrizo se dan los pepinos, no importa cuánto los riegues, las hojas se ponen amarillas y se caen. Y los frutos se doblan ya temprano. Pero los tomates parece que aman el sol. Mira que gordos salen, carnosos y enormes. Más de medio kilo llegan a pesar. Lástima que no se puede echarles sal.
Las patillas también crecen aquí, y los melones. El mayor recordó algo. Sería bueno mandar a Fedorchuk a un koljoz, para que traiga melones. Ahora ya maduraron, se pusieron amarillos, las cáscaras ya se cubrieron de venitas y ya se siente el aroma. Claro, no estamos en Uzbekistán y los melones no son de aquel tipo, no tan jugosos, pero son gratis y hasta un quintal se puede recoger.
¿Pero dónde está Fedorchuk con el carro? Ya empieza