temía no controlar el auto. Como estaban sin parabrisas, el viento, en ocasiones, era fuerte y frío y latigueaba el rostro. Las olas de aire penetraban por las mangas de la chaqueta y por cualquier abertura que hubiera en la ropa. Algunas veces le parecía a Andrei que él iba completamente desnudo. Quería cubrirse del viento y abotonarse, pero soltar los dedos del volante saltarín, no podía.
El mayor, quien ya estaba borracho, dio un grito de euforia y enseguida sonaron dos tiros. Andrei, del susto, se apartó. El auto se inclinó a la izquierda poniendo las ruedas del lado derecho en el aire.
– Mantén el volante! – gritó el mayor, disgustado. – Persíguelos. – y señaló hacia la derecha.
Y, de repente, Andrei vio, a la luz de los faros, las patas traseras de muchos animales. El rebaño de saigas estaba directamente ante él, como si el rayo de luz le mostrara el camino. Las cabezas de los saigas no se veían, solo sus patas, coronadas con gruesas ancas, que subían y bajaban, subían y bajaban. Los tontos animales ni siquiera trataban de apartarse. Estaban acostumbrados a alejarse de los peligros naturales a punta de velocidad. Pero el auto, indiferente, los alcanzó rápido.
Los innumerables guijarros que levantaban los saigas golpeaban duramente a Andrei en la cara. Cerraba los ojos llorosos e iba casi al azar.
El mayor recargó el rifle y, sin apuntar, disparó hacia adelante. Uno de los saigas, como si se hubiera tropezado, cayó de lado arrastrándose sobre la tierra y levantando una columna de polvo. El carro, con un crujido, le pasó por encima.
– No te detengas! ¡Lo recogemos después! – gritó emocionado el mayor y continuó los disparos a los animales.
El ruido de las costillas rotas bajo las ruedas le hizo sentir a Andrei algo desagradable hasta en el mismo corazón, pero él, obedientemente, continuó acelerando el auto. El carro ya había alcanzado el rebaño y, prácticamente ya iba en el medio de ellos. El aire ya estaba saturado del olor a sudor de cuero. Adelante, los animales caían, ya sea por los disparos, ya sea por el cansancio y caían dando volteretas rompiéndose el cuello. A veces bajo las ruedas. Cuantos habían caído, ya Andrei no podía decirlo. Cada obstáculo vivo y rotura de huesos le daba a Andrei un nuevo choque de dolor en las sienes.
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