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La búsqueda de la verdad


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pregunta sustancial sobre el sujeto de la satisfacción. ¿El aspecto de la satisfacción está necesariamente circunscrito a las víctimas o es acaso, siempre, un derecho de la sociedad en su conjunto? ¿La satisfacción de las víctimas basta o debe haber una cierta expresión de satisfacción social? ¿Es esta pregunta realmente disyuntiva? ¿La satisfacción de la sociedad basta pese a la discrepancia eventual de las víctimas concretas? Si las expectativas sociales están desacopladas con las expectativas de las víctimas concretas, ¿qué hacer?

      Hablamos de víctimas concretas para referirnos a las personas que han encarnado el dolor, el daño, la violencia. Hablar de víctimas concretas refiere a una distinción con las víctimas ideales o abstractas. La expresión víctimas ideales elaborada por Nils Christie pone de presente el establecimiento social de una serie de características abstractas atribuibles a las personas que sufren una conducta nociva que son a su vez estructurantes del estatus de víctima: a través de atributos abstractos la sociedad decide a quién corresponde llamar víctima y dar atención conforme con tal condición.

      Las víctimas ideales permiten no solo la definición del estatus de víctima y su procedimiento para la atribución, sino que constituyen parámetros esenciales en torno a cómo se experimenta el daño en la sociedad y cómo debe ser la reacción de los diferentes sistemas sociales frente al mismo.

      La combinación de atribución del estatus de víctima y la estandarización de la reacción social frente a los hechos victimizantes a través de la figura de la víctima ideal ha sido determinante para erigir en víctima a la sociedad en general. El acaparamiento de la sociedad de la posición de la víctima ha creado simultáneamente un proceso de expropiación del conflicto para quienes sufren concretamente una cierta conducta nociva.

      En dicho contexto racional, la sociedad trata los conflictos sociales a través de expectativas que no son “neutrales”, sino, más bien, desde una experiencia social de afectación. De dicho modo, la respuesta social a los hechos debe exhibir un reproche, mas no puede enseñar bondad, acogida y oportunidad pues se percibe que “todos” fueron afectados. Se debe, además, tratar con hostilidad y lograr que la medida produzca aflicción en las personas sometidas a la respuesta; de lo contrario, se percibe que las medidas podrían impulsar nuevos problemas, en vez de atender y prevenir.

      La sociedad como víctima ha creado un proceso de expropiación del conflicto para quienes en particular sufren por una conducta. “En esta situación, la víctima es el gran perdedor. No solo ha sido lastimada, ha sufrido o ha sido despojada materialmente, y el Estado toma su compensación, sino que además ha perdido la participación en su propio caso”, advierte Christie (1992).

      En Conflicts as Property, Christie expone cómo la criminología ha ampliado un proceso de especialización en la gestión de los conflictos criminales, los cuales son expropiados de las partes directamente imbuidas en él. Estos conflictos se convierten así en propiedad de otros –especialmente de los operadores jurídicos–, que aprehenden problemas reales de personas concretas para traducirlos en problemas generales del sistema encarnados en roles abstractos: de un lado, la sociedad en su conjunto que acusa, procesa y es, a su vez, víctima de lo ocurrido (en algunos casos acompañada por quienes sufren concretamente el daño) y de otro lado un infractor que se convierte en un objeto del sistema. De este modo, los conflictos con trascendencia jurídica se convierten en propiedad de los expertos, y su gestión se convierte en una forma de disposición de medidas útiles para conservar los intereses de otras personas.

      En este contexto, las expectativas de satisfacción que se elaboran a partir del imaginario público tienen una trayectoria diferente cuando no posiblemente opuesta a la de las víctimas concretas. En síntesis: las necesidades de las víctimas se disuelven.

      En contextos de atrocidad masiva puede hacerse difícil delimitar a los sujetos que sufren el daño, no solo por su determinabilidad sino por las presiones de demandas sociales que abogan por ampliar el espectro de las víctimas. Las víctimas concretas tienden entonces a difuminarse en un universo de difícil lectura.

      La expresión crimen de lesa humanidad es un claro ejemplo de la morigeración de las fronteras conceptuales: al admitir que existen crímenes que ofenden a la humanidad como un todo se ha permitido avanzar jurídicamente en la persecución de ciertas conductas y se ha despertado conciencia social sobre la magnitud y gravedad de muchos problemas sociales. Como lo dice el primer estudio sobre crímenes de lesa humanidad del relator especial en la materia de la Comisión de Derecho Internacional de Naciones Unidas, el crimen de lesa humanidad “es tan atroz que es un ataque no sólo a las víctimas inmediatas, sino también contra toda la humanidad, y de ahí la comunidad entera de la humanidad tiene un interés en su castigo” (Asamblea General, 2015).

      Esta figura jurídica en cierto sentido muestra una realidad de la que, de manera simultánea y paradójica, se desentiende; esta es, aquella de las víctimas concretas, pues ciertos actos se gradúan como problemas que trascienden a esas personas en su individualidad o, incluso, en su dimensión colectiva. Como lo explica el Tribunal para la antigua Yugoslavia, “la conducta del perpetrador no es sólo contra la víctima inmediata, sino también contra toda la humanidad […]. Por consiguiente, afectan o deben afectar a todos y cada uno de los miembros de la humanidad, cualquiera que sea su nacionalidad, grupo étnico y ubicación” (Appeals Chamber, 1997).

      Lo anterior es un claro ejemplo de una categoría jurídica que conlleva la abstracción de las víctimas y de sus necesidades y expectativas, entre ellas las relativas a la verdad:

      El lenguaje de la justicia de los tribunales, así como el de los derechos humanos, hace el sufrimiento asequible para ciertos gestores de poder nacionales e internacionales, pero de ninguna manera garantiza que será representado, utilizado o respondido en la forma en que la persona que sufre necesita o desea. De hecho, una vez que el sufrimiento ha sido traducido a un lenguaje estandarizado internacionalmente que opera según sus propias reglas, ya no está en manos de la víctima; la víctima, voluntariamente o sin querer, ha así cedido poder sobre unas “autoridades” distantes (Saunders, 2008).

      En general, podríamos decir, cuanto más grave sea considerada una conducta por la sociedad, existe un mayor nivel de abstracción de las víctimas en el sentido de que la sociedad colma el espacio de la afectación, aplazando –cuando no reemplazando– la pregunta por las víctimas concretas. Se depone así una visión anascópica, o “desde abajo” de la vida social, ante la visión catascópica, que según Hulsman es aquella de “desde arriba” define la realidad “de acuerdo con las definiciones de la realidad y el marco conceptual burocrático que asume el sistema penal” (Anitua, 2016, 29).

      Tal substitución, que suele suceder con la intervención del sistema jurídico frente a los conflictos sociales particularmente graves, genera un efecto paradójico de invisibilización a través de la sobreexposición pública de un problema social: la expropiación del conflicto en favor de la imagen victimizada de la sociedad impide reconocer la concreción del hecho victimizante y sus dimensiones en quienes se centró particularmente.

      Esto puede llevar aparejado un problema de desacoplamiento de las expectativas y necesidades sociales que emergen a raíz de una situación de atrocidad vivida. Tal problema es explícito cuando existen expectativas que son diferentes entre la sociedad y las víctimas concretas, especialmente cuando realzan contradicciones fundamentales.

      En general suele aseverarse, por ejemplo, que la verdad tiene un efecto liberador (Kanyangara, Rimé, Philippot & Yzerbit, 2007) puesto que “puede ayudar en el proceso de recuperación después de eventos traumáticos, restaurar la dignidad personal (con frecuencia después de años de estigmatización) y levantar salvaguardas contra la impunidad y la negación”, como señalan González et al. (2013, p. 8). Desde esta perspectiva, la víctima ideal se ha