la guarnición que acompaña al filete? Podemos adelantar algunas respuestas, tratar de hacer un diagnóstico. Aunque hoy la postura intelectual de prestigio sea la del pensador de Rodin. La de los que se quedan mirando el cielo con la boca abierta y se duermen sin bajar los párpados. La de los que se las saben todas y pronuncian la última palabra. Las últimas palabras. El punto y final. El amén. Como si no lo hubieran dicho nunca. «Pío, pío, que yo no he…»
PRESUPUESTOS PARA UN DEBATE
1. La cultura no es tan sólo un artefacto lúdico para ocupar los momentos de ocio. O sí lo es y tendríamos que reescribir la sentencia anterior utilizando un verbo tan estigmatizado como la palabra «sentencia» –oigo a Cicerón, oigo a los enciclopédicos y a los cartesianos, oigo a los autores de la gramática de Port Royal–: «La cultura no debería ser…». Suenan peor los preceptos que las definiciones esencialistas: se han muerto los preceptores, pero no los metafísicos. Lo que quiero decir, a fin de cuentas, es que la cultura no es –o sí, pero no debería– sólo un espectáculo, aunque, precisamente, en las épocas de crisis la cultura de entretenimiento y la cultura espectacular se utilicen como respiradero para aliviar las tensiones que produce una acrecentada alienación cotidiana.
ILUSTRACIÓN 05
Mal pan, peor circo
En la crisis, les toca comer pan de borona a los de siempre. Asumir que las habas están contadas: quedarse sin casa; morir de un cáncer curable porque no llegan las pruebas; ser becario fósil o estar agradecido por un trabajo temporal de cuatrocientos euros al mes. En la crisis, estamos cansados y nos tapamos la cabeza para protegernos de las catástrofes que, como bombas, caen alrededor: jóvenes sin empleo, personas que se quedan en paro a los cuarenta y cinco, familias en las que no entra ningún salario… La democracia, como en el chiste, es una forma de elegir entre susto o muerte: mandan los mercados y siempre votamos al FMI por culpa de una ley electoral injusta. Entre otras razones.
Cuando el pan es malo, el fútbol es el mayor espectáculo del mundo. Cuando el pan es malo, el circo se vuelve peor. Nadie tiene tiempo para el circo y, cuando alguien paga para ver a los payasos, espera la belleza de la funambulista y la elegancia del trapecio. Experimentar pequeñas, controladas y previsibles emociones. Vivir la ficción de una felicidad paralela. La cultura se reduce a espectáculo. Cura sana, culito de rana. Otros van al circo porque quieren que el tigre se coma al domador: esos sólo tienen que poner la tele para ver a tertulianos-gladiadores que se escupen a la cara. Como en la lucha libre, es una impostura, pero esa violencia, que se regodea en su vacío, adormece al demonio –al rebelde con causa– que llevamos dentro. Después, frente a la agresión real de la hipoteca, ya hemos gastado la adrenalina. Tenemos miedo. El efecto que provocan en el «consumidor cultural» la amable funámbula y el tertuliano vesánico es el mismo: parálisis.
Mal pan, peor circo es una frase de denuncia política. Gracias al 15-M parece que es posible pensar desde otro sitio sin ser un ingenuo o un capullo. Ojalá la lógica empresarial que dirige la vida de la gente, comunidades y países, deje también de gobernar una cultura que se legitima en función de su rentabilidad y de su presencia anestésica, pero no inocua, en los mostradores. Salvémonos de la astenia colectiva en el mejor de los mundos posibles y recuperemos palabras robadas que hablan de una cultura que no es sólo supositorio anti-estrés, sino herramienta crítica para ver, pensar y actuar de otra manera. Lente de aumento o metafórico adoquín contra el escaparate.
2. En realidad, la cultura nos importa un pepino y nos parece algo secundario respecto a otras luchas. Ignacio Echevarría6 recoge específicamente las ideas de Peter Sloterdijk y Botho Strauss sobre la marginalización de la literatura. Escribe Strauss en Parejas, transeúntes (1981): «¿Qué puede decirse sobre la fundamental marginalidad del escritor y de la escritura? ¿Quiénes somos frente a la masa de los medios de comunicación y la fuerza de la banalidad?». Comenta Echevarría que la literatura no ha perdido su centralidad debido al arrinconamiento de los escritores, sino a «la progresiva insignificancia a la que la viene reduciendo su mansa adaptación a las condiciones creadas por la sociedad de consumo». Este fenómeno –la marginalización de la literatura– presenta un curioso síntoma: más allá de la censura ejercida por el rodillo del mercado, en la literatura no se practica una censura ideológica que quizá sí puede detectarse en la televisión. En la sección de Cultura del diario El País, «los hijos de la perestroika» hablan de la nueva literatura en Rusia: Todos insisten en que la literatura es «un fenómeno marginal; no influye en la sociedad». Por eso ya no hay censura, dicen. «Es la televisión», apunta Savéliev, «la que ejecuta la política del gobierno»7. Se produce un efecto bola de nieve: el público lector busca mayoritariamente ese libro que responde a los cánones ideológicos invisibles de la normalidad construida desde los mensajes televisivos. La censura se aplica a lo que importa, a lo que repercute, a lo que trasciende. Lo literario ya no le importa a nadie, aunque quizá deberíamos ser optimistas e igual que la ideología perpetuada por ciertos autores8 nos inquieta, tendríamos que confiar en el poder transformador de lo literario. No dejarnos engañar. Usar nuestras armas: nuestro modo de ejercer la violencia en un lugar intrínsecamente violento. Volver al punto de partida. Encender la llama en el pebetero –olímpico o pagano–. Prestigiar. Marcar un desnivel. Volver a un origen en el que la masa de escritores –bloggers, tuiteros, polemistas internáuticos, anónimos que hipócritamente aspiran a un nombre propio que se convierta en marca…– no era superior a la masa de lectores (de nuevo, Echevarría). Aún tengo mucha confianza en el poder transformador de la literatura entendida como un fenómeno pequeño-burgués y vigilo mis sueños para que ni ellos ni los poemas que escribo se llenen de imágenes perversas. Hay que resistirse a ciertos estímulos exteriores. Conocerlos bien.
ILUSTRACIÓN 19
A Antonio Machado, cuando dormía, bendita ilusión, una fontana le fluía en el centro de su corazón. No hace mucho yo soñé con la lolita alemana que ganó Eurovisión y con Antanas Mockus. La falsa Lolita, Mockus y yo vamos juntos a alguna parte. Dentro de mi propio sueño, estoy fuera de lugar: no me caigo por un precipicio ni se me mueven los dientes. Tampoco ando desnuda por los pasillos de un supermercado. No hay epifanías ni represiones eróticas. No barrunto a Dios ni bailo con un desconocido. No hay laberintos ni familiares a los que les alargo la vida matándolos al soñar. No se me cae el pelo. Mi vida interior cambia. Mis sueños no son recónditos. Ni dignos de contarse en un poema. Si Freud me tumba en su diván, sólo podrá distinguir en la ventanita de mi frente una pantalla plana de televisión… ¿Cambiarán así los temas de la poesía? Yo, por si las moscas, ando buscando un guardián de discoteca que haya aprobado su examen y no deje pasar a mis sueños ni a los presentadores de magazines ni a nadie con calcetines blancos.
3. Nadie salió indemne de la posmodernidad. Ahora toca luchar por la reivindicación y la recuperación de un espacio. Incluso hay que reivindicar la desprestigiada figura del autor (perdón, perdón, perdón). Personalmente, necesito escuchar en un patio donde todos hablamos, parloteamos, gritamos o susurramos y sólo hay ruido, monólogos, repentizaciones disfrazadas de diálogo. Quizá lo revolucionario sería que, ante la superioridad numérica de los que escriben frente a los que leen, todos nos hiciéramos lectores y sólo lectores.
4. J. Ernesto Ayala-Dip10 habla de la retransmisión de un partido de fútbol en televisión: de pronto, en el campo aparece un pavo real –la imagen es magnífica y bien podría formar parte de una película de Federico Fellini–, pero ninguno de los comentaristas deportivos conoce el nombre del ave. Dicen: «Es una gallina». Dicen: «Es un faisán». Dicen: «Es un gallo». Doy crédito a las palabras de Ayala-Dip porque yo misma a veces me he recogido los ojos de encima de los muslos viendo algún magazine televisivo. Mi última experiencia: tertulianos del corazón, en un arrebato de españolismo del que no suelen recuperarse nunca, escuchan aquello de «Yo soy la Carmen de Ronda, y no la de Mérimée y no la de Mérimée…». Cuando acaba la canción, una de las licenciadas en periodismo que forma parte de la plantilla del programa pregunta: «¿Qué es Mérimée?». Y el tertuliano más culto le responde: «El de la ópera, mujer, el de la ópera». Me escandaliza la falta de pudor para mostrar la propia ignorancia, me escandaliza la respuesta del tertuliano más culto, pero lo que más me escandaliza de todo