Juan Fernando Hincapié

Gramática pura


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      Por siempre tirar del carro,

      este libro está dedicado a mi querida hermana,Paula Hincapié

      El condicional es una suerte de futuro del pasado

      Hola, bienvenidos a mi manual de gramática.

      Mi nombre es Emilia, vivo en Bogotá y estoy cerca de cumplir 30 años. A partir del número 30 es válido escribir los números con números, pues hacerlo en letras equivaldría a tres palabras (y, ¿quién tiene el tiempo?); del veintinueve hacia abajo por favor mantenga las letras y la única palabra con la que se escriben, salvo que se trate de una fecha.

      Puede que yo no sepa cómo funciona nada, pero sé cómo funciona nuestro idioma español.

      Hoy es sábado y estoy en casa. Los sábados se han convertido en días difíciles para mí.

      ¡Ay, no! Acabo de darme cuenta de que usar «bienvenido» como saludo es un calco horroroso del inglés welcome, un ejemplo de cómo nuestro idioma se convierte en un adefesio anglizado y a nadie le importa. Pero no lo voy a borrar. Hoy no borro nada.

      Lo correcto sería:

      Hola, buenos días (o buenas tardes o buenas noches: cualquier momento es oportuno para la gramática), reciban la bienvenida al manual de gramática de Emilia Restrepo.

      En esta oración la palabra bienvenida cumple como sustantivo, y es bajo esta categoría gramatical que siempre ha existido en español. El saludo y el adjetivo son yanquis.

      Volvamos al manual: no es una entrada como para echar cohetes, pero tampoco está mal. Es seria e intencionada, como yo. Les prometo que después nos iremos soltando.

      En la introducción podría poner lo siguiente:

      Este manual, el manual de gramática de Emilia Restrepo Williamson, una orgullosa instructora colombiana de ascendencia irlandesa (aquí iría una fotografía sonriente de su segura servidora, un testimonio de lo bien que me fue en el mestizaje), cuenta con el patrocinio de la señora Genoveva Williamson, mi mamá, y se enfocará en revisar aspectos puntuales de los tiempos verbales. El primer capítulo está dedicado al futuro (al condicional, en realidad, que hace parte del futuro), el segundo al pretérito anterior, el tercero al presente. El último está reservado para uno de los modos de nuestro idioma: el subjuntivo, que se encuentra en el presente, el pasado y el futuro, el futuro subjuntivo que ya nadie usa, tracamandada de ignorantes.

      (Sobre el idioma inglés volveremos a reflexionar en el apartado gramatical del tercer capítulo de este manual, que lleva por título «El presente no debería de representar ningún problema».)

      Como ya he dicho, hoy es un día difícil para mí, pero trataré de ejecutar con donaire y elegancia. Puesto que siempre es mejor apoyarse en ejemplos, tomaré como base mi vida en los últimos diez años: una vida como cualquier otra, una vida decente, una vida entregada al conocimiento, una vida colombiana. Hay gente que sostiene que una vida colombiana no puede ser decente ni puede estar entregada al conocimiento. Les demostraré a estos bausanes que están equivocados.

      ¿Y por qué comenzar por el condicional?

      Porque en realidad no importa por donde uno comience, siempre les digo a mis alumnos.

      No. Un momento.

      En realidad, no importa por donde una comience.

      En Bogotá es todo un tema esto del uno vs. una. Hace unos años, lo recuerdo con claridad, permanecí atenta a cazar un «una» saliendo de la boca de alguna de mis conciudadanas. Llegué al extremo de considerar la opción de un estímulo económico, cien mil pesos o una cifra similar. No conozco ninguna bogotana que rehúse cien mil pesos, sea cual fuere su procedencia. Habría sido todo un acontecimiento: abordar a la ganadora, congratularla por su correctísimo español y hacerle entrega de su premio. Pero no sucedió, desde luego que no sucedió: rígidas cual si se hubieran tragado un poste, todas se apoyan en «uno», incluso cuando es una referencia exclusivamente femenina. Algo como esto: «Uno no debe confiar en los hombres». Ergo, si algo sé en esta vida es que de la boca de una bogotana jamás saldrá un «una»; y este es un asunto que trasciende la corrección lingüística. ¿Quién dijo que a las colombianas les importa la corrección lingüística?

      La verdad es que no sé cómo será este asunto en otros países.

      Perdón, sé que estoy dando muchas vueltas, pero es que estoy nerviosa. Comenzar algo siempre me pone así.

      Haciendo de lado lo urgente, pasamos a lo importante.

      Estamos en 2006, es sábado, estoy en casa, me acabo de despertar y hay una imagen que no me puedo sacar de la cabeza.

      Tal vez soñé con ello, aunque no estoy segura. Es una de esas cosas que comienza como un sueño y en últimas no se sabe a qué lado pertenece. Pero es real, es muy real, tan real como Faustino Carreño.

      Sé que sería más fácil evitar el tema, hacerlo de lado, ignorarlo, pero se van juntando los años y la imagen cobra una nitidez que bien podría hermanarse con la desesperanza, casi con la exasperación.

      Faustino ingresa al coliseo abarrotado de graduandos, da dos cabezadas, me ubica cual si me pudiera oler —a lo mejor podía—, serpentea hacia mi posición.

      Aquello sucedió en otro país, casi en otra galaxia, en el año de 1996.

      Faustino ingresó al coliseo abarrotado de graduandos, dio dos cabezadas, me ubicó cual si me pudiera oler, serpenteó hacia mi posición.

      Soy de reprender a mis alumnos por alternar presente y pretérito en los primeros momentos de un escrito. Ni modo: yo lo divisé cuando se hallaba a pocos metros. Con toda seguridad, él me había avistado, o me hubo avistado, mejor, desde su feliz irrupción en el recinto, veinticinco dólares en el bolsillo (o en la mano, ya que puedo afinar el recuerdo), la sonrisa que se le salía de la cara, las encías en display (al no encontrar una mejor palabra en castellano —exhibición no me convence, despliegue suena a acción militar o, peor, futbolera—, me quedo con display en cursiva, que es como se deben anotar las palabras en otro idioma si bien todo el mundo sabe esto y casi ni vale la pena anotarlo); la curiosa, por otorgarle un epíteto, pelusa crespa que coronaba sus dos, máximo tres dedos de grasosa frente.

      ¿Qué habrá sido de Faustino, inmigrante ilegal, alienígena?

      Supongo que todavía está en la ciudad de Oklahoma. Esa gente es poco lo que se mueve después de haber hecho su gran viaje. Esa gente. En el caso de Faustino —nunca me habló al respecto, o a lo mejor quiso pero yo no se lo permití—, hizo el camino, vaya a saber cómo, desde el estado de Coahuila, seguramente desde un pueblo minúsculo y miserable, para arribar a la capital del estado de Oklahoma, igualmente minúscula y miserable, si me lo preguntan. Bueno, de pronto no tan minúscula, o minúscula en las ínfulas de sus habitantes. Nada que ver con una metrópoli como Santafé de Bogotá, en todo caso. Escribo Santafé pese a que algún tarado le cercenó el nombre a mi ciudad con el cambio de siglo. Un conocido debía de tener, de otro modo sería difícil concebir su llegada a ese sitio específico. Un primo, me figuro, un amigo de infancia con quien compartió desdicha por un tiempo, a esto me refiero aunque nunca me llevó a su casa ni yo mostré la menor iniciativa o curiosidad por conocer más de su vida, mucho menos el lugar donde pasaba la noche.

      Como sea, en la actualidad imagino a Faustino con al menos cuatro hijos de sendas y obesas mujeres chicanas. Sin duda, convivirá con alguna de ellas, se me ocurre que la última que le ofreció su lecho superpoblado de osos de peluche. Con toda seguridad, para no alejarnos del cliché, la gorda haraganeará por el hogar comiendo pollo frito o frijoles refritos o un supertarro de helado napolitano de los que se consiguen por menos de cinco dólares. Frijoles, dicen los mexicanos, palabra grave o llana, no fríjoles esdrújulos que son los que comemos en Colombia. Beans, en todo caso, en inglés. Desde este punto pretérito, desde Faustino, faltaría una década para que un gringo futbolista del estado de Nuevo México le dijera «beaner» a Esteban. Esteban, que terminó dentro de una patrulla policial, no le entendía