me volteé.
—Dame un beso —ordenó y, sin esperar respuesta, se abalanzó sonriendo.
Como la presa que se ve cercada, retrocedí, me moví a la derecha, esquivé. Fue inevitable que la bandeja junto con su contenido cayera en el bote de basura. Sonó de manera estridente. Los empleados y los pocos comensales voltearon a mirarnos. Yo caminé en dirección a la puerta de salida mientras Agustín anunciaba:
—Sorry! She is Colombian!
En el trayecto hacia su casa posó su mano en mi pierna de manera permanente. No la retiré, pero le daba palmadas cuando subía más de lo permitido. Cuando el carro se detuvo estábamos tomados de la mano. Nos besamos antes de entrar. Un beso intenso, húmedo, que yo no olvidaría en mucho tiempo. A quien primero conocí fue a su madre, que iba de salida, y entonces Agustín propuso ingresar a su habitación a ver un filme, que en honor a la verdad intenté observar hasta que resultó imposible lidiar con su testosterona. Seguimos besándonos, pero besos eran sólo la cuota inicial de lo que el argentino tenía en mente. En algún momento hasta su cosa me estrujó el costado. Intentó encaramarse. Tuve que ponerme de mal genio, hasta que comprendió que yo no era fácil (lo que sea que eso signifique), y finalmente salimos y cenamos con su madre, que ya había regresado con su esposo y su hijo mayor, quien en algún momento fue por la cámara fotográfica.
Un amor, la madre de Agustín. El padre me pareció algo presuntuoso. El hermano era extraño de una forma que no despertaba en mí ningún interés.
Sobre las diez de la noche, media hora más allá de mi toque de queda personal, Agustín me llevó a casa. Yo ya había tenido suficiente pero él seguía duro y dale con los besos y los toqueteos. Tuve que bajarme de mala manera, muerta de la vergüenza con Sharon y Wayne, quienes al parecer no lo notaron. En realidad, como una buena niña bogotana, nunca les di motivos de disgusto o preocupación.
Verdaderamente me encanta la solemne traducción al español del vocablo curfew.
Agustín, Agustín Facundo Casares, ¿qué será de ti, qué será de vos ahora, más de una década después? Te imagino todavía en Oklahoma, el rey de Oklahoma, el dandy de Oklahoma, una vida probablemente sin ninguna carencia, te ejercitarás un par de noches a la semana porque tienes unos kilos de más, no demasiados, sólo algunos; tendrás una mujer aria, agria y guapa, en forma y de pronto hasta instruida… No sé. Es casi seguro que tienes un par de niños lingüísticamente perdidos pero adorables. Tendrás un negocio de algo, me figuro, visitarás a tu madre los fines de semana y a tu hermano en la cárcel una vez al mes… Habrás ido un par de veces a la Argentina de vacaciones... Buenos Aires, Rosario, fotografías en los lugares paradigmáticos que ahora adornan con muy mal gusto la sala de tu casa: un campo de fútbol, el Obelisco, la Casa Rosada; no se si tengas dólares en abundancia, ni amigos en abundancia. ¿Te habrás topado con otra colombiana? ¿Seguirás frecuentándote con Faustino?
En fin, Agustín, que no sé si te desee lo mejor, pero también sé que no lo necesitas.
No mucho después de mi aventura en casa de los Casares, un sábado en la mañana, Agustín pasó por mí en su carro. Empotrada en el puesto del copiloto cual si fuera parte del asiento, la gringa Kirsten vestía una indecente minifalda que para nada correspondía con el clima. Para mi estupor, esa no fue la sorpresa principal que me aguardaba, pues cuando Kirsten inclinó su silla hacia adelante para que yo pudiera pasar (era un cupé), en el asiento de atrás, microscópico y sonriente, vistiendo los mismos jeans gastados y la misma camiseta blanca con las que seguramente había corrido por la frontera, estaba Faustino.
—¡Emilia! —exclamó feliz.
Cada tanto, en nuestro camino hacia el parque de diversiones, por el espejo retrovisor mi mirada se cruzaba con la de Agustín. Kirsten charlaba sobre cualquier cosa, Faustino miraba por la ventana. Al cabo de unos kilómetros nos detuvimos en una bomba de gasolina. Yo fui por un café; coincidí con Agustín cuando éste entró a pagar.
—Mirá, linda…
—No me tiene que explicar nada.
El lugar se llamaba Frontier City. Yo ya había ido con otros estudiantes de intercambio a los pocos días de llegar a la ciudad. En esta ocasión, por tanto, sentía que tenía todas las potestades para liderar el grupo. Para cuando llegó el mediodía habíamos montado en casi todas las atracciones. A la mayoría nos subimos respetando la formación que se estableció en el carro: el argentino y la gringa adelante, Colombia y México en la silla de atrás. Sin embargo, en un par de rides (vocablo con el que se alude a cada una de las atracciones) se quebró lo establecido: niñas versus niños en unas, cambio de pareja en otras, incluso todos en el mismo vagón. Con todo, el lugar en donde yo me encontraba siempre daba la impresión de ser el menos divertido. Agustín y Kirsten: alboroto, coqueteo, risas; Agustín y Faustino: patanería, bullicio, testosterona; Faustino y Kirsten: risas, diversión, ¡coqueteo!
Emilia y Faustino: al principio, nada, respetuoso distanciamiento. Poco a poco me comenzó a divertir su gesto de ¿qué-hago-acá-jugando-con-mi-vida? A partir del almuerzo, cuando todo comenzó a importarme poco, antes de ponerme triste, ya le hablaba con naturalidad. Al final del día ya éramos amigos. Un tipazo, Faustino, sin duda.
Emilia y Kirsten: todo el día pugné por recordar las causas por las cuales pasábamos todo el día juntas en el colegio: risa franca iba, risa gazmoña venía. Sin embargo, saliendo de una de las atracciones me dejó en ridículo ante los muchachos, quienes rieron a pierna suelta cuando Kirsten les mostró mi gesto en la fotografía instantánea que le toman a la gente mientras está allá arriba. A mi lado, la gringa sonreía con toda la boca, los brazos en alto; yo, en cambio, agazapada sobre mi silla, las dos manos apretando el tubo como si la vida se me estuviera escapando, la cabeza entre los hombros. Un gesto muy parecido al de Faustino, que hizo que todos rieran pero principalmente Agustín, en secreta comunión con la yanqui. Desde ese día, desde ese instante mismo, nuestra relación comenzó a deteriorarse, al punto de que al final del año escolar apenas cruzábamos palabra y sólo me despedí de ella por no ser tildada de grosera.
Emilia y Agustín: ¿existió alguna vez tal denominación; digo, fuera de la vez que estuvimos en su cuarto, la luz apagada? La primera vez que coincidimos, por iniciativa suya, con Faustino y Kirsten carcajeándose adelante, fue en una atracción de las más aburridas. Vueltas y más vueltas con música estridente de fondo. Ya para el segundo giro tuve que retirar por vez primera su mano de mis piernas. La física, sin embargo, le sirvió de excusa para invadir mi espacio. Sabía que yo no haría nada para atraer la atención de la pareja de adelante. Al final, y harto me he arrepentido de esto, me contemplé correspondiéndole su tonto juego.
Cuando nos dio hambre fuimos a almorzar. Hay que reconocer que Faustino había mejorado su técnica de comer hamburguesas. En realidad, una hamburguesa es un taco con ínfulas, y Faustino siempre asimiló bien el conocimiento. Un rasgo de inteligencia, sin duda. El mexicano estaba a mi izquierda, Kirsten y el argentino del otro lado de la mesa. No bien terminé mi comida, me excusé para ir al baño. Allí me compuse un poco. Al salir, en una especie de vestíbulo que daba entrada, Faustino se miraba al espejo mientras se arreglaba el bigote. Lo contemplé por un instante.
—Faustino, ¿te puedo decir una cosa?
Me miró brevemente.
—Es con respecto a tu bigote.
—¿Qué hay con mi bigote? —No cesaba de jalarlo ni de mirarse, abriendo los ojos y torciendo la cabeza en distintos ángulos.
—Puede ser eso mismo, que no le alcanza para ser bigote.
—…
—Es decir, y por favor no lo tomes a mal, está en una etapa en que no es ni bigote ni bozo, y ese es el origen de sus problemas —me sentí satisfecha de mi oración.
—Ah —pareció no importarle, aunque dejó de hacer lo que hacía. Por un segundo conectamos miradas a través del espejo. Me miró con gravedad, pero poco a poco su cara fue cambiando de gesto hasta que afloraron los dientes. El pobre también era mueco.
Volvimos juntos a