no, no —exclamó, sin dejar de negar con el dedo, poniéndolo a la altura de la cara del rosarino—: ¡Foquiu… yu!
Después rebotó el balón en el césped y se alejó sin dar la espalda, en actitud de quien espera a que se ejecute la falta.
El primero en reírse fue Agustín, pero cuando el coach Brewster rio, todos rompieron en carcajadas, hasta el propio Tino. Yo me sonreía allá arriba y lo seguí haciendo hasta que Sharon llegó caminando y me dijo «There you are!» y nos fuimos a casa.
Faustino nunca se pronunció acerca de este suceso.
Volví al estadio del colegio la vez que eliminaron a «nuestro» equipo del campeonato estatal. Debió de haber sido en abril o mayo del 96; la tribuna no estaba a reventar pero sí estaba bastante poblada. La madre de Agustín estaba allí, Kirsten estaba allí, todos estaban allí. Es una palabra fácil de usar, todos, hasta diría que tiene cierto poder y que en general las mujeres, sobre todo las jóvenes y sobreexcitadas (es pleonasmo), abusamos de ella en algún momento de nuestras vidas, a lo mejor con todo el derecho. Por otra parte, la expresión deber de + infinitivo es una frase verbal que significa suposición, probabilidad; o sea, yo no estoy segura fehacientemente de la fecha, pero no pudo haber sido en otro momento, por eso debió de ser abril o mayo del 96, a lo mejor abril, pues en mayo todo se acaba muy rápido. Sí, digamos que fue abril, mediados de abril, y anotemos que los hispanohablantes no se apoyan, en su mayoría, en este debe de cuando su uso es indispensable.
A decir verdad, no recuerdo la posición que Faustino ocupaba en el campo de juego. Tampoco la de Agustín, aunque me figuro que era centrocampista o atacante. A quien no olvido es al portero, Dorian, un chicano grandote que se echó a llorar al no poder atajar la pena máxima decisiva (el partido llegó hasta esa instancia; yo me iba desesperando porque parecía que íbamos a durar allí toda la eternidad). Sus padres, a quienes en el momento clasifiqué como «aldeanos mexicanos pobres», parecían sus abuelos. Cercanos a mi posición, la tristeza más desoladora se dibujaba en sus rostros; la señora bajó a la cancha a abrazar a su muchacho, que seguía llorando desconsolado, y cuando logró calmarlo comenzó a repartir los tamales que llevaba en un costal. Agustín, desde lejos se veía, hacía todo lo posible por llamar la atención. Y lo conseguía: un nutrido grupo de señoritas lo tomaban de la cara y lo abrazaban mientras los jugadores del otro equipo celebraban como micos. Igual o más despeinado que siempre, el argentino rehuía pero no tanto, y daba una caminata y regresaba mientras el entrenador Brewster, que al mismo tiempo se desempeñaba como jefe del coro escolar, pecheaba al árbitro en busca de una explicación que jamás llegaría.
Yo habría confortado a Agustín, si él así me lo hubiera pedido. Futuro del pasado, espero que vaya quedando claro.
En tanto los demás futbolistas se negaban a abandonar la cancha (era su momento, después de todo), Faustino caminó hasta mi posición y anunció que le gustaría invitarme a cenar. Estaba claro que la situación no lo afectaba en lo más mínimo. De pie enfrente de mí, daba la impresión de que no tenía piernas, pues desde donde terminaba la pantaloneta había únicamente un pequeño resquicio de piel lampiña color café, y casi de inmediato estaba el resorte de la media blanca ahogando sus piernas, las cuales yo imaginaba enjutas. No lo eran en absoluto. Bajé a un teléfono público y le anuncié a Wayne, como quien pide permiso, que cenaría con mis amigos del colegio, quienes recién salían de un partido de fútbol. Wayne preguntó quién me llevaría a casa.
—Agustín —mentí.
Noto con preocupación, es el momento para esta anotación, que cuanto menos quiero más termino hablando de fútbol. El lector pero sobre todo la lectora sabrán disculpar estas digresiones. En esa época el fútbol era para mí poco más que un grupo de peludos corriendo detrás de un balón, y lo sigue siendo en parte. No soy una de esas machonas siempre bien informadas sobre el balompié, palabra correcta que pocos usan. Tengo varias notas que he acumulado a lo largo de los años sobre este deporte y el idioma, a lo mejor algún día me animo a hacer algo con ellas. Exactamente, no sé qué es lo que estoy diciendo con esta irrupción, puede ser que desde siempre he conocido el infortunio de alternar con hombres que mueren por este deporte, y como tal me he visto obligada a convivir con él, de la misma manera en que se convive con algo indeseable. Qué sé yo.
Faustino había pedido prestada una troka. Troka es la palabra chicana que designa a la camioneta. Su origen, desde luego, es la palabra inglesa truck, que algún chicano perezoso popularizó entre la chicanada. Es un capricho personal el escribirla con k. La camioneta, de color negro y con llamas pintadas a los costados, tenía unas llantas más anchas de lo normal, doble tubo de escape (creo que así se dice) y unos rines que brillaban incluso en la noche. No sé si haya algún nombre técnico para esto, y no sé si debería o querría conocerlo.
—¿Te gusta mi troka? —preguntó un orgulloso Faustino mientras se esforzaba por alcanzar los pedales. Luego encendió el motor y lo hizo rugir. Del espejo retrovisor central pendía una figura de la Virgen de Guadalupe envuelta en la bandera mexicana.
Gasté dos minutos ilustrando a mi amigo sobre este particular caso idiomático. En lugar de salir como la lógica dictaba, hacia la avenida, Faustino dio una vuelta por las afueras del estadio. Las familias y los futbolistas salían. No sé si alguien nos vio, pero ¿importa? ¿No puede una, acaso, ir a cenar con un amigo? ¿Tenía alguna relevancia, por ejemplo, que Agustín con su madre, el coach Brewster, los demás compañeros nos vieran?
Me propuso que fuéramos a un McDonald’s. Dije que prefería no ir a ese sitio, por lo que terminamos en Denny’s, un restaurante popular y un tanto guarro que solía promocionarse con el pleonasmo de «Abierto las 24 horas del día». ¿Cuántas horas tiene el día, acaso? En fin: Faustino ordenó una hamburguesa, yo pedí una ensalada. Como siempre, hablamos de cualquier cosa. La troka, por ejemplo, era propiedad de Chuy, su compañero de departamento, su roomie, quien muy amablemente para esta ocasión le había cedido las llaves. Chuy también procedía de Coahuila.
—Y la licencia, ¿ya tienes la licencia? —inquirí.
—Pues claro que no.
Sin mayor transición, pero seguro porque me preguntó, comencé a contarle sobre mi vida en Bogotá, algo que nunca antes me había permitido. Una familia, digamos, con buena posición, un hermanito menor que adoro, un colegio privado que fue como mi segunda casa. A mi retorno, salvo algún imprevisto, lo más natural sería que siguiera la ruta universitaria, buenos amigos y amigas (¡todos!), un buen trabajo para una chica lista; viajar un poco, de pronto Europa, vincularme a una organización importante… Una vida cómoda y feliz, en resumen y en suma.
—¿Cómo es Bogotá?
—Dicen que se parece mucho al D. F., pero más pequeña. ¿Conoces el D. F.?
—No.
La charla, ya para irnos, derivó hacia el argentino. Que había jugado bien, realmente bien, hoy. Que era buena gente (enfatizó esta oración, levantando sus ojos de la mesa para encontrar los míos).
—Sí, él no es mala gente —aduje en tono neutral.
Se dijeron otro par de cosas; yo ya me quería ir. Comencé a sospechar el cariz que tomaba la noche. Ordenamos la cuenta. Faustino insistió en que era una invitación, terminó de contar el efectivo y lo dejó sobre la mesa. Arrugados billetes de un dólar hacían un notable bulto. No me di cuenta si dejó algo extra para la propina. Puede que sí, puede que no.
De vuelta en la troka todo se complicó. Faustino, hombre al fin y al cabo, hombre con troka, seguía con los comentarios estúpidos sobre Agustín, que, lo comprendí rápidamente, perseguían otra finalidad. Hasta que me harté:
—¿Hay algo que me quiera preguntar? —estas preguntas siempre salen mejor con la forma «usted».
—Sí, pero no sé cómo decirlo —encendió la camioneta, arrancó, condujo para no tener que mirarme.
Lo dejé de ese tamaño. Traté de proponer otros temas de charla: la clase de Historia Estadounidense, los demás compañeros, otros genéricos. Resultó evidente que