mí una canción dura el tiempo que hay entre el momento en que la grabo y el plato de mojama que me zampo después para celebrarlo. Minutos más tarde paso a odiar el tema para siempre, y a otra cosa.
Odio a la gente, pero sobre todo me odio a mí mismo. Odio mi cabeza averiada que me obliga a pasar la aspiradora cuatro veces al día y que no me permite empezar a escribir hasta que el suelo brille como una bola de billar.
Odio al psiquiatra que me diagnosticó Trastorno Obsesivo Compulsivo, al que hubieran sacrificado en la Edad Media por ser un pésimo mensajero portador de malas noticias.
Odio comprobar setenta veces al día si llevo la cartera encima y tener que ensayar tres veces por semana, sin falta, para poder llegar con seguridad a un concierto que me sé de memoria. Odio mis obsesiones. María me llama «Preocupito».
Odio mi rostro arrugado y mis pómulos descolgados. Odio el pelo de mi cabeza y de mi barba, ambos blancos como la nieve, que camuflo tintando con una crema colorante, una pasta blancuzca que compro en el Supersol por cuatro euros y que apesta a amoniaco. Cuando me la aplico me arde la cara. Mis amigos dicen que deje de hacerlo, que las canas molan, y yo les contesto que molarán en la cabeza de Richard Gere o en la de George Clooney, pero en la mía son como ponerle una guinda a un pastel de mierda. No he sabido envejecer.
Odio las opiniones.
La vida que sucede al margen de las opiniones que insistimos en dar es maravillosa. Qué terribles son las opiniones. Todas. La mía la primera.
Odio cualquier bandera colgando de un balcón como si fuese el hule mugriento de una mesa camilla, aunque visto desde otro ángulo resulta útil porque marca el lugar en el que vive un gilipollas.
Odio la idea de Dios y a todos y cada uno de sus supuestos representantes legales.
Me repugnan las personas que creen en algún dios, sobre todo los intelectuales que lo toman como excusa para desmarcarse. Si has recibido suficiente formación como para confiar en el ibuprofeno o en la fluoxetina, no tienes ningún derecho a creer en Dios. Ninguno.
Odio a la gente que es pretenciosa soñando. Odio a la gente cuyos sueños tienen el volumen demasiado alto: ¿no podrían soñar más bajito? Odio profundamente a los individuos cuya profesión es ayudarte a soñar más lejos: esos coaches, entrenadores de la ambición, que no permiten que uno nazca, se pudra y se muera por ley natural.
Odio la autoayuda porque nadie necesita que lo ayuden a nada salvo a morir con dignidad.
Odio que mi padre no esté ahora mismo sentado en su sofá blanco gastado, comiendo aceitunas y viendo un partido de la ACB con la televisión muteada (no soportaba a los comentaristas). En lugar de eso está muerto.
Cuando él se fue, mis odios microscópicos, que yacían aletargados, brotaron con fuerza para decuplicarse como gremlins empapados.
Odio que el imbécil de tu padre siga vivo y el mío no.
Particiones
El precio que hay que pagar para tener todos
los problemas resueltos es vivir vidas estereotipadas.
Evasión y otros ensayos, CÉSAR AIRA.
1
Me crie en Sevilla esquivando los naranjazos que llovían desde la plaza del Pelícano.
Diez de estos árboles circundan el lugar. En la esquina hay una chatarrería; enfrente, los antiguos corralones convertidos hoy en locales de ensayo y talleres de distinta índole. En el centro, el bar que toma su nombre de la plaza.
Los bancos metálicos fueron arrancados en 2014, si no recuerdo mal. Antes estaban ocupados por los auténticos dueños de la noche, vampiros del barrio de La Macarena. Sentarte allí cuando te lo permitían era como cruzar un portal en el tiempo y entrar en otra dimensión. Reconocías entonces lo poco que sabías antes de llegar allí, te reseteabas, escuchabas y aprendías algo.
Sentarme al mediodía con el Ganso era visitar el ágora, y cuando aparecía Ángel y se acomodaba en su banco para empezar a hablar solo, me daban ganas de tirar todas mis letras a la basura. Ese hombre tenía momentos realmente brillantes.
Iba allí a nutrirme y luego volvía corriendo al zulo para escribir lo aprendido. Siempre me reprocharé no haber pasado más tiempo allí. La obsesión por registrar la vida que me perdía en la letra muerta.
En la esquina izquierda de la plaza tenía su local el Guarro, un señor con síndrome de Diógenes cuyo bar-tienda-ultramarinos-armería-consulta psiquiátrica era de otro mundo. No he vuelto a ver nada igual desde que cerró. Daba la sensación de que este señor viajaba por el espacio y había ido recogiendo reliquias de distintos planetas para traerlas a su tienda. Nunca pude identificar ese olor especiado que despedía su local, un olor que sorprendentemente no era desagradable. Era intenso pero soportable.
Cuando entrabas, el Guarro nunca estaba presente, tenías que pronunciar un «hola» a modo de invocación para que él apareciese, reptando lentamente desde su cuartucho como Jabba el Hutt. Entonces te miraba por encima de sus gafas minúsculas y adoptaba una extrañísima postura que te hacía olvidar por completo eso que habías ido a buscar. Al Guarro no se entraba a comprar cosas porque nada tenía precio, allí se iba a contemplar a un genio, a respirar otros mundos, a ser testigo del último de una especie. Cuando había acabado contigo volvía a su escondrijo atravesando una cortinilla de plástico y tú salías de ese Twin Peaks alucinado, aumentado.
A escasos metros de la plaza está la casa de Paco, que vive en el ático. Me recuerdo subiendo las escaleras corriendo porque siempre había alguien chutándose en el hueco de la escalera, a quien aún oía murmurar cuando iba por la segunda planta.
Allí arriba éramos libres. Grabamos nuestra primera maqueta en esa casa, veíamos allí las finales de la NBA comiendo pizza como dioses, pintamos nuestro primer grafiti en la azotea del bloque. Los padres de Paco nos dejaban ser libres.
Justo en el piso de abajo vivía nuestro amigo Juan Azagra, la persona que más sabe de música en Sevilla y quizás el máximo responsable de mi medio decente gusto por el rock en sus diferentes ramas. Su padre era el dueño de la mítica tienda de discos Record Sevilla (que hoy ha heredado Juan), y ser su amigo era tener acceso a absolutamente todo lo que a nivel musical pudieras soñar. Estoy plenamente convencido de que si Juan no se hubiese cruzado en mi camino yo jamás me hubiera dedicado a la música.
Trazo ahora mentalmente el camino que más veces he andado en mi vida.
Parte de la calle Alcántara, la casa de mis padres, que queda a un minuto de la plaza y a dos de la casa de Paco. Me imagino paseando solo, como siempre. Con los auriculares puestos.
De la plaza del Pelícano se sale hacia el centro de la ciudad por la calle Enladrillada. En esta calle los coches te muerden los talones como perrillos tobilleros, pues tardas más tiempo en esperar a que pasen que en recorrer la calle. Los días de lluvia suman dificultad a la prueba: si lo logras subes de nivel.
Todas las cocheras de la calle están llenas de grafitis y firmas que animan el paseo, la humedad trepa por capilaridad desde el suelo dejando en las fachadas su rastro ondulado, y de los balcones chorrean hilos negros de moho que se camuflan entre las macetas y los azulejos. Los adoquines irregulares y abultados de esta calle parecen cubrir el lomo de un dragón sepultado. Los hipsters adoran los motivos indescifrables de estas baldosas y los usan para decorar sus perfiles de internet, pero la autenticidad de esta cerámica de siempre —el zaguán de las casas del patio— es tan difícil de posturear como un moreno de albañil, lo que consiguen se acerca pero nunca es lo mismo.
El antiguo solar que daba a la parte de atrás del parque del Valle ahora es el huerto del Rey