Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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entero, con antorchas que arden y luces eléctricas que iluminan. Las banderas que ondean en la brisa no son el estandarte usual de la comarca de los Lagos. Sobre cada torre ondula un azul cobalto atravesado por una franja negra, para honrar y llorar al sinfín de soldados que murieron en Corvium.

      Para despedirnos de nuestro rey.

      Ya vertí mis lágrimas anoche, durante largas horas de llanto. Aunque no deberían quedarme más, acuden a mis ojos de todas formas. Mi hermana, Tiora, se controla mejor. Levanta la barbilla y una corona titila en su frente, un galón de azabaches y oscuros zafiros que roza sus sienes. Aun cuando ya soy una reina, mi corona es más simple, apenas un cordel de diamantes azules engalanado con gemas rojas en representación de Norta.

      A pesar de que tenemos la misma piel fría y bronceada, el mismo rostro, pómulos salientes y cejas arqueadas, los ojos color caoba de Tiora son iguales a los de nuestra madre; los míos, grises como los de mi padre. Ella tiene veintitrés años, cuatro más que yo, y es la heredera del trono de los Lagos. Antes decía que ella era torva y callada desde la cuna, reacia a llorar, incapaz de reír; su seriedad le honra como heredera de mi madre. Es mucho más diestra que yo para controlar sus emociones, aunque hago cuanto puedo por apropiarme de la quietud de las lagunas. Tiora fija la vista al frente y mantiene recta la espalda con un orgullo que ni siquiera un sepelio puede quebrantar. Pese a su estoicismo, también llora la pérdida de nuestro padre. Sus lágrimas son menos evidentes, caen rápidamente en el agua que remolinea a nuestros pies. Es una ninfa como el resto de nuestra familia y emplea su habilidad para arrancar sus lágrimas y no dejar rastro de ellas. Yo haría lo mismo si pudiera; ahora no consigo armarme de valor.

      No así nuestra madre, Cenra, la monarca reinante de la comarca de los Lagos.

      Sus lágrimas se ciernen en el aire, son una nube de gotas de cristal que atrapan la luz dispersa del amanecer. La nube crece y de ella manan lágrimas cuyo destello proyecta leves arcoíris en la piel morena de la soberana. Son diamantes nacidos de su corazón destrozado.

      El agua le llega a las rodillas ante nuestros ojos y su traje de luto flota a sus espaldas. Al igual que nosotras, viste de negro con franjas de regio azul. Su vestido consta de finas e intrincadas capas de seda, pero no tiene una forma precisa y cuelga como un paño improvisado. Mientras que Tiora nos preparó a ambas para el funeral y eligió las joyas y vestidos apropiados, mi madre no hizo lo mismo. Está desaliñada, su cabello lacio y negro está revuelto y no lleva pulseras, pendientes ni corona; es una reina sólo en el porte, y con eso basta. Me siento tentada a aferrarme a sus faldas como lo hacía de niña; podría asirme de ella y no soltarmeee nunca, no abandonar jamás el hogar, no volver nunca a una corte que se desploma en torno a un rey ya despedazado.

      Pensar en mi esposo despierta en mí frialdad y resolución.

      Las lágrimas se secan en mis mejillas.

      Maven Calore es un pequeño que juega con un arma cargada. Pese a que está por verse aún si sabe manejarla, yo tengo algunos objetivos en mente, personas a las cuales apuntar. El Plateado que mató a mi padre, desde luego, un tal Iral; le cortó el cuello, lo atacó por la espalda como un perro sin honor. Pero Iral servía a otro rey, Samos, Volo, uno más sin honor ni dignidad, que se rebeló en pos de una corona despreciable, poco más que el derecho a llamarse amo de un rincón insignificante. Y no está solo; muchas familias de Norta lo apoyan, listas para reemplazar a Maven por el otro hermano Calore, el exiliado. Antes de que mi padre falleciera, no me habría importado que destronaran o mataran a Maven. Si la paz de Norta y los Lagos se mantiene, ¿eso en qué me afectaría? Pero ahora no. Orrec Cygnet se ha marchado. Murió por culpa de hombres como Volo Samos y Tiberias Calore. ¡Qué no haría yo por reunirlos y ahogarlos con mi furia!

      Lo haré.

      Unas embarcaciones atraviesan pausadamente la niebla. Son tres naves conocidas, con proas pintadas de plata y azul y una sola cubierta. Las naves del alba no están hechas para la guerra sino para la rapidez, el silencio y el deseo de ninfos poderosos. Sus cascos han sido especialmente estriados para enfrentar las forzadas corrientes como lo hacen ahora.

      Fui yo quien propuso enviarlas. No soportaba la idea de que el cuerpo de mi padre marchase a rastras desde La Congoja, el territorio que en Norta llaman Obturador. Habría tenido que cruzar muchas ciudades, en un truculento desfile al que la noticia de su muerte abriría paso. No, quería que llegara a casa para que nosotras fuéramos las primeras en despedirnos.

      Y para no amilanarme.

      Ninfos cubiertos con el azul lacustre, nuestros primos del linaje de Cygnet, abarrotan la cubierta del buque insignia. El dolor oscurece sus rostros morenos, todos en duelo como nosotras. Mi padre era muy querido en nuestra estirpe, a pesar de su procedencia de una rama menor de la familia. Mi madre es la que desciende de una familia real, un largo e ininterrumpido linaje de monarcas, y por eso no se le permite traspasar las fronteras del país salvo en caso de extrema necesidad. Tiora no tiene permiso alguno para salir, ni siquiera en la guerra; le corresponde preservar la línea de sucesión.

      Al menos ellas no compartirán el destino de mi padre, morir en batalla, ni el mío, vivir lejos de mi hogar.

      No resulta difícil distinguir a mi esposo entre los uniformes azul oscuro. Cuatro centinelas lo rodean; por más que han cambiado su llameante atuendo por equipo táctico, conservan sus caretas tachonadas de gemas oscuras, hermosas y horripilantes. Maven viste de negro como siempre y sobresale a pesar de que no porta medallas, corona ni distintivos. No hay soberano tan tonto que entre en batalla con una diana pintada en el cuerpo, aunque no creo ni por asomo que él haya entrado en combate alguna vez. No es un guerrero, al menos en el campo de batalla; se ve demasiado pequeño y débil junto a sus soldados y los míos. Así lo pensé cuando lo conocí y nos miramos bajo un pabellón en medio de un campo minado. Es un adolescente todavía, poco más que un niño, un año menor que yo. Aun así, sabe usar su apariencia en su favor, satisface esas suposiciones. Esto surte efecto en su país, donde la gente se traga sus mentiras y su fingida inocencia. Fuera de su corte, Rojos y Plateados se deleitan con los rumores acerca de su hermano, el príncipe de oro al que una espía sedujo y lo mató. Es una historia suculenta, un chisme encantador del gusto del vulgo que, asociado con el hecho de que Maven puso fin a la guerra entre nuestras naciones, lo vuelve mucho más atractivo. Y lo coloca en una posición singular: es un soberano al que apoyan sus súbditos, no sus allegados, los nobles que todavía se aferran a sus pies porque lo necesitan para sostener un reino en una situación muy delicada.

      Y porque, aun si me cuesta admitirlo, es un intrigante consumado. Impone contrapesos a los nobles al enemistar las Casas entre sí mientras mantiene un puño de hierro sobre el resto de la nación.

      Hoy más que nunca, la corte de Norta es un nido de víboras.

      Las maquinaciones de Maven no tendrán efecto en mí, sin embargo. No soy tan tonta para subestimarlo, menos ahora que sus obsesiones prevalecen. Su mente está tan escindida como su país y esto lo hace más peligroso todavía.

      El primer navío se desliza hacia la playa y su calado es tan pequeño que encalla a unos metros de mi madre. Los ninfos son los primeros en saltar al agua, que se aparta de sus pies para que caminen sobre el fondo seco, no en su beneficio sino en el de Maven.

      Él los sigue de cerca y desciende de un salto para pisar tierra seca lo más pronto posible. Los quemadores como él no sienten aprecio alguno por el agua y mira con recelo las paredes líquidas de su vereda. No espero ninguna muestra de compasión cuando pasa por mi lado, con sus centinelas a remolque, y ni siquiera recibo una mirada. Para alguien a quien llaman Flama del Norte, su corazón es brutalmente frío.

      Los primos Cygnet permanecen junto a la nave y la sueltan en las aguas de la bahía. Éstas se apresuran y arraciman antes de elevarse, como una criatura al alzar la cabeza o un padre que alarga el brazo hacia su hijo.

      Los soldados levantan un tablón en cubierta y revelan una figura conocida.

      Ya no soy una niña. He visto cadáveres. Mi país lleva en guerra más de un siglo y en mi calidad de hija menor, la segunda, estoy en libertad de cruzar las líneas de batalla. Se me educó para combatir, no para gobernar. Es mi deber apoyar a mi hermana, como lo hizo