Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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sé —replica— y espero que también signifique algo para otras familias en cuanto podamos brindarles alojamiento. Mi gobierno debate ahora cómo enfrentar lo que se ha convertido muy pronto en una crisis de refugiados, así como la mejor forma de movilizar a los Rojos y nuevasangres ya desplazados. Sin embargo, en el caso de usted es posible hacer excepciones, a causa de lo que ha hecho y de lo que hace todavía.

      —¿Qué he hecho en realidad? —pregunto antes de poder impedirlo y siento que una oleada de calor se extiende por mis mejillas.

      —Ha abierto grietas en lo impenetrable —afirma como si fuera demasiado obvio—, ha mellado la armadura. Destapó la cloaca proverbial, señorita Barrow, y a nosotros nos toca terminar de romperla —su genuina, amplia y blanca sonrisa evoca la figura de un gato—. Además, no es poca cosa que, gracias a usted, un aspirante al trono de Norta esté a punto de visitar nuestra República.

      Este comentario me conmueve. ¿Es una amenaza? Me inclino de inmediato sobre su escritorio, apoyo las palmas en el tablero y lo conmino con voz baja y amonestadora:

      —Deme su palabra de que no se le hará daño.

      —La tiene —contesta sin vacilar y con un tono idéntico al mío—. No le tocaré un solo pelo, ni a nadie más, mientras él se halle en mi país, se lo prometo con firmeza; no opero de esa manera.

      —Está bien —le digo—; porque sería una idiotez mayúscula eliminar la barrera entre nuestra alianza y Maven Calore, y usted no es ningún idiota, ¿verdad, señor?

      Ensancha su sonrisa de gato y asiente.

      —¿Acaso no es bueno que el joven príncipe conozca algo distinto —levanta una estilizada ceja gris—, un país sin rey?

      Que vea que tal cosa es posible, que la corona y el trono no son una obligación para él. Nada lo fuerza a ser rey o príncipe si no quiere serlo.

      Pero me temo que lo desea.

      —Sí —es lo único que atino a responder… y a esperar. Después de todo, ¿no conocí a Tiberias en una oscura taberna en la que ocultaba su identidad para poder ver el mundo tal como es, aquello que debía cambiar?

      Davidson se recuesta en su asiento para poner fin a nuestra conversación y yo hago lo mismo.

      —Dé por concedida su petición —dice—. Y considérese afortunada de que debamos pasar primero por las Tierras Bajas, porque de lo contrario quizá no estaría tan dispuesto a salvar a una tonelada de miembros de la familia Barrow.

      Casi me guiña un ojo.

      Casi le sonrío.

      A medio camino del cuartel me doy cuenta de que alguien me sigue por la ciudad-fortaleza con pasos ágiles y rítmicos a lo largo de una calle sinuosa. Las luces fluorescentes proyectan dos sombras; me tenso de intranquilidad, no de miedo. Corvium hierve de soldados de la coalición y si alguno es tan tonto para querer perjudicarme, ¡que se atreva a intentarlo! Puedo protegerme sola. Las chispas que se esparcen bajo mi piel son fáciles de desplegarse y están listas para ser soltadas.

      Giro sobre mis talones con la intención de tomar desprevenida a esa persona, sea quien fuere; no lo consigo.

      Evangeline se detiene resuelta y expectante, cruza los brazos y alza unas cejas oscuras y perfectas. Viste todavía su opulenta armadura, más propia de una corte que de un campo de batalla, aunque no porta corona alguna. Tiempo atrás dedicaba sus horas libres a diseñar tiaras y diademas del metal que tuviese a mano, pero ahora, cuando goza de todo el derecho a portar una de ellas, luce una frente descubierta.

      —Te seguí por dos sectores de la ciudad, Barrow —echa atrás la cabeza—. ¿No decías que en otro tiempo fuiste una ladrona?

      Mi incontenible risa de antes amaga con volver y no puedo menos que sonreír y resoplar. Reconozco su mordacidad y en este momento todo lo conocido es reconfortante.

      —Nunca cambies, Evangeline.

      Su sonrisa centellea, rápida como una navaja.

      —¡Por supuesto que no! ¿Tiene sentido alterar algo que ya es perfecto?

      —No permita entonces que la prive de su perfecta vida, su alteza —me hago a un lado, burlona aún, para cederle el paso y delatar su embuste. No me buscó para que intercambiemos insultos; su conducta en la sala del consejo reveló con claridad sus motivos.

      Parte de su osadía se esfuma cuando pestañea.

      —Mare —indica, un poco más dulce, se diría que suplicante, aunque su orgullo no le permitirá rogar. ¡Ese maldito temple Plateado! No sabe doblegarse; nadie se lo enseñó y nadie le permitiría intentarlo.

      Pese a todo lo ocurrido entre nosotras, una pizca de piedad traspasa mi corazón. Evangeline fue educada en la corte Plateada, nació para conspirar y escalar, fue hecha para combatir con la misma ferocidad con que resguarda su mente. Sin embargo, su máscara dista de ser ideal, sobre todo en comparación con la de Maven. Después de que dediqué meses enteros a descifrar las sombras en los ojos del monarca, los pensamientos que se reflejan en los de ella son para mí tan claros como el día: irradian dolor, añoranza. Ella semeja un depredador enjaulado sin posibilidad alguna de escapar. Una parte de mí quisiera dejarla atrapada, que conozca el tipo de vida que ansiaba antes, pero me gusta pensar que no soy tan mala… ni tan tonta. Evangeline Samos sería una aliada muy poderosa, así que me arriesgaré a comprar su lealtad con lo que necesita.

      —Si buscas compasión, sigue tu camino —susurro y hago nuevas señas hacia la calle vacía. Aunque es una amenaza inútil, ella se crispa y sus ojos, de suyo negros, se ensombrecen. La puya surte efecto: hace que se sienta acorralada y la obliga a hablar.

      —No quiero tu lástima —los bordes de su armadura se afilan con su cólera—. Y sé que no la merezco.

      —¡Por supuesto que no! —resoplo—. ¿Entonces quieres ayuda, un pretexto para no ir a Montfort con el resto de nuestro selecto grupo?

      Su rostro se tuerce en otra sonrisa cáustica.

      —Me refiero a un trueque. No soy tan idiota para deberte un favor.

      Fijo mis ojos en ella, con mi semblante tranquilo. Adopto un poco de la serena e insondable inexpresividad de Davidson.

      —Pensé que era probable que lo fueses.

      —Es bueno saber que no eres tan dura de entendimiento como la gente cree.

      —¿De qué se trata? —la apresuro; mañana saldremos rumbo a las Tierras Bajas y Montfort, no podemos darnos el lujo de jugar con las puyas de costumbre—. ¿Qué quieres?

      Se le traba la lengua y arrastra los dientes sobre sus labios, de los que desprende un poco de tinte púrpura. Bajo el inexorable alumbrado de Corvium, su maquillaje parece demasiado estridente, como pintura de guerra; supongo que lo es. Las sombras violáceas debajo de sus pómulos, con las que pretendió afilar sus facciones, lucen horribles en la oscuridad. Incluso el rutilante polvo blanco que cubre su piel y alisa su cutis de claro de luna padece defectos, rastros de lágrimas. Por más que intentó cubrirlos, la evidencia continúa ahí: la desigualdad del color, un toque de rímel que dejó huella. Los muros de belleza y magnificencia letal de Evangeline tienen grietas muy profundas.

      —Es fácil saberlo, ¿no? —contesto mi propia pregunta y doy un paso hacia ella, que casi retrocede—. El tiempo que invertiste en tus maquinaciones ha dado fruto; tienes a Tiberias: la tercera oportunidad de casarte con un rey Calore, ser reina de Norta y alcanzar todo aquello que perseguiste siempre —el cuello se le infla, quizá porque se traga una respuesta brusca; ninguna de las dos tiene mucha práctica en ser cortés con la otra—. Y ahora necesitas una salida —murmuro—, no quieres ser aquello para lo que naciste. ¿A qué se debe esta revelación repentina, que quieras descartar justo lo que antes tanto deseabas?

      Su moderación se hace añicos.

      —No tengo que explicarte mis razones.

      —Tu