cuantas personas que conocían muy bien al chico dorado, o casi tan brillante como el oro.
Este encantador personaje se llamaba Igor Grycowski y era el más renombrado y talentoso, según decían unos, y quizá también el más pretencioso y falto de gusto escénico, según decían otros, entre los directores teatrales de la generación más joven que la vieja, además de escritor de novelas sin un argumento definido. Igor había hecho famosos su nombre y su persona unos años antes, cuando sobre el escenario del Teatro Dramático de Varsovia había dirigido una obra titulada Reflejo condicionado. Después del estreno se había desatado una tormenta seca, como suele ocurrir en la prensa: cuanto más duraba el ruido de los truenos, los estrépitos, los enfrentamientos y los comentarios atiborrados de odio, más famosos se hacían Reflejo condicionado y su director, Grycowski. Y después ya tooodo fue cuesta abajo, aunque en la dirección opuesta, ópera, libreto, París y Nueva York. Nuevas obras teatrales —tres en total— y novelas —cero en total— consolidaron la posición de este artista, relativamente más joven que sus viejos colegas, tanto en el terreno de las relaciones humanas como, sobre todo, en el financiero.
El príncipe, tras abandonar el interior climatizado de su Mercedes, seguramente aguardaba algo tan extraordinario como el maná —por ejemplo, la cobertura, aunque solo fuera una rayita, ¡por favor, Señor! ¡dámela, dámela!—, pero ni se inmutó cuando la vaca y Sońka se le acercaron hasta una distancia mínima, tanto que se hacía inevitable un intercambio de frases, aunque solo fuera «buenos días, cómo puedo ir a…», o bien «¿dónde se encuentra el lugar más cercano con cobertura?». El príncipe, tras aterrizar en un sitio que no era exactamente el que quería ni con la persona que quería, había entrado en una especie de embelesamiento por el paisaje. Le había asaltado un recuerdo doloroso. El paisaje era como cualquier otro paisaje, los prados, los árboles, todo tenía el aspecto que debía, a pesar de lo cual aquella naturaleza, con su río y su cielo, su carretera y sus cigüeñas, encerraba algún tipo de amenaza. El joven intentó descubrir si se trataba de una amenaza del pasado o si concernía al futuro. Al final hizo un gesto con la mano, pasó del tema e hizo bip con el mando para dejar cerrado el coche. Entonces se giró de repente y con tal brusquedad que casi asusta a la vaca, en general poco asustadiza, y miró a Sońka a la cara.
Y enmudeció. Los labios —el de arriba y también el de abajo, más vistoso— dibujaron una «o», porque el rostro de Sońka era un rostro de verdad, la vida ya no moldeaba rostros como ese, caras así no se veían. El rostro de Sońka había salido de un icono: moreno, sano, curtido, sin distinción y sin falsedad, pero al mismo tiempo fuerte, con las líneas de las arrugas más claras, y eso que tenía un huevo de arrugas que habrían vuelto loco a un cirujano plástico: alisar, estirar, cortar, había suficiente exceso de piel como para hacer al menos tres caras nuevas. Porque el rostro de Sońka era lo que se dice un rostro; se veía que había vivido lo suyo, se veía que había tenido sueños, pero sobre todo ese rostro servía para lo que Haspodź lo había creado: escuchar, mirar, comer, ser lavado, besar, oler, hipar, llorar, sonarse la nariz.
Igor Grycowski, con sus labios en «o», se quedó petrificado, y cual príncipe azul de cuento de hadas comprendió que ante él se encontraba el ser al que llevaba esperando toda su vida, y no nos referimos a la vaca, bella a su manera y que mecía de una forma muy tentadora sus largas pestañas. Tampoco nos referimos exactamente a Sońka, o al menos no a la Sońka que Sońka era a diario. Nos referimos a una Sońka nueva, ignota y olvidada, una Sońka excitante cuya presencia Igor Grycowski percibió y contempló cuando la mirada azul de la viejecita se detuvo en él, primero con cierto temor y desgana, pero enseguida se despejó como el cielo y palideció, se aclaró y resplandeció.
—Buen día —dijo la anciana—. Shto stalaso?8 —añadió, pues a fin de cuentas también a ella le ocurrían a veces cosas imprevistas, también a ella alguna vez la habían abandonado, lastimado, pateado; el mundo no cambia así, sin más, de repente, pero aunque cambiara así, sin más y de repente, seguro que no lo haría a mejor.
—Buenos días —contestó Igor, tratando de estar a la altura de las circunstancias y con la elegancia propia de un polaco de ciudad—. Se me ha estropeado el coche de repente y no puedo contactar con nadie por teléfono. —Tras lo cual añadió, algo turbado, sin razón aparente—. Alemán. Es de allí —Y, al mismo tiempo, señaló con la mano un punto entre el coche y el cielo.
El desamparo del joven, su sinceridad y su belleza —que, objetivamente, ni era para tanto ni tan evidente— cautivaron a Sońka de tal forma que, de manera espontánea, lo invitó a tomar leche fresca, señalando con la cayada primero las ubres de la vaca y después el tejado de la casa, y, de modo implícito, hacia algo que debía encontrarse entre ambos: una taza esmaltada con su correspondiente desconchón ennegrecido. El príncipe asintió:
—Encantado, gracias.
Dejó pasar a Mućka y a la paticoja Sońka, y pisó la colilla con la sandalia. Después, sumido en un estupor que iba en aumento, caminó arrastrando los pies hacia la casa.
La verja, torcida y cubierta de musgo, apenas se sostenía sobre las bisagras herrumbrosas, como si estuvieran en la casa de una hermana de Baba Yaga, la hermana de una amante de la fealdad, que apartaba lo más lejos de su vista todo lo bello y lo nuevo. Igor paseó la mirada por el modesto jardín, por las kastrule9 azules metidas en estacas; por cazuelas que dejaban ver agujeros en sus fondos, negros por el hollín y desgastados por el fuego; por un grupito de gallinas abigarradas que cloqueaban; por un gato pelado que dormía en el umbral; por los palos, las escobas, las horcas y los rastrillos. Al atravesar la verja, al entrar en los dominios de Sońka, Igor se había armado con una varita mágica para cambiar —primero en su mente, a modo de prueba— el destino de su anfitriona.
Entonces, agita su varita: el sol se apaga, cesan los murmullos entre los espectadores, el estreno va a empezar; la luz de un foco saca de la oscuridad a una silueta encorvada. Hace mucho, mucho tiempo…, comienza Sońka, y los espectadores reunidos se dejan llevar por su voz, miran fijamente su rostro; la historia de Sońka los lanza fuera de los límites del tiempo. Después, una ovación cerrada (Igor, discreto, de pie junto a la actriz ancianita, mira las puntas de sus propios zapatos con una modestia demasiado fotogénica), los aplausos duran más de quince minutos, las damas se desmayan, los caballeros no se avergüenzan de las lágrimas que surgen de sus ojos y corren por sus bien cuidadas mejillas. ¡Un éxito total!
Mućka se dirige tranquilamente hacia el establo, avanzando con una pezuña tras otra; Igor se sienta en un banco; Sońka tiene que cambiar la paja para la vaca, ordeñarla, colar la leche, echarla en un bidón, llevar rodando el bidón hasta la entrada de la casa, sobre el banco, donde la recogerán los lecheros; por eso mira con gratitud al educado joven, sentado con las orejas gachas como un conejo. No solo es guapo, también es pensador, piensa ella. Sońka está muy contenta, no comprende de dónde le viene ese alegrón repentino, pero es preciso decir que, desde hacía mucho, muchísimo tiempo, no había sentido tal felicidad.
Mientras Sońka, sin haber debutado aún sobre el escenario, representa el único papel que domina bien —realiza sus tareas en el establo, interpreta blancas sonatas de leche en el interior de un balde, se queja y se mete amistosamente con la res (Mućka, nastupisa, bladzina)10—, Igor medita sobre sí mismo, en concreto, acerca de sus vacíos, que todavía no ha logrado transformar con ayuda de su varita mágica en una familia feliz, unos valores de buena marca, un nivel moral de alta calidad ni en una certeza de que tras la muerte hay otra vida.
Porque, en primer lugar, Igor Grycowski sufre, y su sufrimiento es profundo como una caverna y extenso como un océano, pues a fin de cuentas posee un ego enorme. Si algún día quisiera suicidarse, se podría subir a su ego y saltar desde él. Y, en segundo lugar, porque no encuentra sentido a nada. Sufre de impotencia creativa y si no es eso, pues de lo otro, la inmanencia. No ve ningún sentido en el mundo, ningún objetivo en la vida, pese a emplear medios de ayuda, como drogas, pornografía, literatura filosófica.
De repente, un detalle, un recuerdo, un pequeño fragmento, un residuo: sonríe y saca del paquete otro cigarrillo.
Sońka, una vez acabadas sus faenas, se detuvo