Ignacy Karpowicz

Sońka


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fielmente la máxima de que el culo tira a la sombra, igual que la cabra tira al monte. ¡Y cuidado con lo que pasa entre las piernas!

      ?/de una página nueva?/

      —Deliciosas tortitas —dijo el príncipe con la boca llena.

      Sońka contestó con una sonrisa, una sonrisa completa, puesto que los dientes habían ido desde el aparador hasta su sitio correspondiente.

      —Soy Igor —comentó, aunque sin mencionar nada sobre su reino, sobre Varsovia y las tablas del escenario, sobre torres de cristal y princesas que van ciegas de química y alcohol, sobre el público, sobre un vacío más doloroso que las pullas de los críticos.

      Soy Igor, poseo en mi cuenta corriente esto y aquello, tengo no sé cuántos premios y más, sin contar las nominaciones, que también importan lo suyo, aquí no, pero allí sí. Soy Igor, mis admiradores me dan su número de teléfono mientras que mis detractores se burlan y conspiran a mis espaldas, y las noches son largas, debido al resplandor de las luces de la ciudad. Soy Igor, y a decir verdad no he hecho nada todavía, todo es ceniza, las cenizas lo son todo, están por doquier, en los pulmones y en la nariz, bajo los párpados y en la boca, irritan la garganta como el humo de un cigarrillo y así será hasta el final: basta con soplar un montoncito y no habrá ni siquiera The end.

      Poseo un piso muy caro, en él tengo antigüedades y sobre estas no hay ni rastro de polvo gracias a una ucraniana que le pasa el paño a todo cada semana; yo soy el único objeto físico del piso al que no le da un repaso.

      Soy Sońka, mi perra, Borbus Doce y Última, me llama la Blanca, por mis cabellos canosos, los pocos que aún están enganchados a la osamenta de mi cráneo. Tengo una vaca, Mućka; un perro; unas cuantas gallinas, y un gato, Jozik. No tengo parientes, no poseo bienes, no tengo nada, aunque eso carece de importancia, porque a fin de cuentas no podré llevarme nada en mi último viaje: ni a Mućka, ni a Borbus, ni a Jozik. ¿Para qué quiero otras cosas si lo que tengo no me lo puedo llevar conmigo?

      De este modo podrían haber conversado la primera vez, Igor frente a las tortitas, Sońka con un bombón entre sus dedos huesudos, cuidadosamente escogido. La primera versión fue después reescrita muchas veces, porque las palabras no pronunciadas también son palabras y la mierda no cagada, mierda. Tal es la naturaleza de todas las cosas.

      Agosto del cuarenta y uno, hace un millón y pico de años, antes del Diluvio como quien dice, hace mucho, mucho tiempo. Yo era joven, tenía dos hermanos mayores, Witek y Janek, tenía toda la vida por delante, las manos ajadas de tanto trabajar, pequeñas alegrías, sentimientos ocultos, me gustaba doblar la lengua en U y hacerme trenzas. Ni siquiera era capaz de odiar hasta la médula a mi padre. Dzichia lubi jak dushu, a trasi jak jrushu,17 decía antes de empezar a pegarme, aunque yo prefería que me pegara a que me amara, pues al fin y al cabo era más fácil soportar los golpes de mi padre que su amor, sobre todo porque me amó desde el momento en que florecí. Mi padre me tenía echado el ojo desde que yo era pequeña. Mataste a mi esposa, ahora expía tu culpa, me decía. ¡Pero si yo jamás le habría hecho daño a mi madre! ¡Ni siquiera llegué a conocerla!

      Ni los más viejos del lugar recordaban un agosto como aquel, todo crecía fuerte, hermoso, y parecía que ese crecimiento no tenía límites, como si el buen Dios hubiera decidido aumentar las dimensiones del mundo, como si quisiera que todo fuera más grande a partir de ese agosto. Y lo era. Incluso yo empecé a estar en las nubes: el cielo se combaba de tal forma bajo el peso de las estrellas que se apoyaba en el pañuelo que yo llevaba en la cabeza, anudado en la nuca o bajo la barbilla. Aquel agosto el sol casi no se ponía y el río apenas fluía, llevaba más peces y cangrejos que agua. Las abejas volvían caminando a las colmenas, por la arena y la hierba, tan cargadas de polen que eran incapaces de levantar el vuelo. A las gallinas se les amontonaban los huevos, cada uno con dos yemas y un polluelo. El molino de mano iba muy suave, porque el calor lo engrasaba. El grano y las patatas fermentaban en tres días y te emborrachaban en un cuarto de hora.

      Nunca antes la vida había sido tan fácil para nosotros: ni como parte de Prusia, ni en ninguna Rusia (la zarista y la soviética), ni en la oligárquica Polonia, tal como aseguraban los ancianos. Sabíamos que ahora éramos súbditos de Hitler, Adolf. Según se rumoreaba, Adolf Hitler era la encarnación del mal, era el mal en sí mismo, porque nos odiaba tanto como a nuestros vecinos, aunque en realidad no sabía absolutamente nada de nosotros, lo cual no resultaba muy fastidioso porque la nueva guerra había trazado una amplia curva para evitar la aldea. Aquella era una época de muchas guerras, ninguna de las cuales era nuestra. Los polacos se habían peleado con los alemanes y los rusos, y ahora, los rusos contra los alemanes, pero esto nos incumbía más bien poco, porque no éramos de los suyos, no éramos de ninguno, solo de nosotros; quizá más allá sí, en Białystok, pero no aquí; a lo mejor un poco en Gródek, pero no en Królowe Stojło. El fin del mundo tiene la ventaja de que pocas veces llega hasta allí la guerra, lo normal es que aparezca en forma de fugitivos andrajosos, ecos deformados y un trueno que atraviesa lentamente el horizonte. En cambio, cuando llega, lo hace de un modo aterrador. Más tarde pudimos experimentarlo nosotros mismos.

      Aquel día, después de acabar las faenas en la casa, salí a sentarme en el banco, sola, porque mis hermanos se habían esfumado, supongo que con las hijas de los Gryk, y mi padre se había ido a casa del vecino. Allí estaba sentada conmigo misma, mientras el sol trenzaba sus rayos, proyectaba reflejos sobre la madera y producía sonidos, como los de la carcoma, en las hojas verdes y en mi vestido de pequeños nomeolvides. Porque no sé qué ventolera me dio, pero el caso es que llevaba mi mejor vestido, el de ir a la iglesia, a las bodas y a los entierros. No comprendo en qué pensé para ponérmelo. Y allí estaba sentada, limpia y arregladita, un poco triste y bastante cansada, sin la menor idea de cómo vivir el resto de mi vida. Mi padre no quería casarme con ningún buen hombre, me necesitaba como sustituta de mi madre.

      Si mi padre me hubiera visto, nos habría puesto a caldo a mí y mi madre, que en gloria esté. Pero mi padre se había ido donde el vecino y eso significaba que volvería de noche. Primero sentí el delicado temblor del aire: sus capas pesadas y transparentes se pusieron a ondear, empezaron a separarse, a despegarse unas de otras como el esmalte de los dientes, y perdieron su transparencia. El aire se volvió opaco. Después —digo «después», aunque esto sucedió hace mucho, mucho tiempo—, después en la carretera de arena se levantaron pequeñas columnas de polvo, que se quedaba en lo alto y que no dejaba de saltar desde el suelo, como si la carretera fuera una criba que separara el salvado del grano, como si desde debajo alguien creara remolinos de aire soplando a través de una paja.

      Escuché un sonido similar al que hace un enorme enjambre de abejas que busca un sitio para construir una colmena. El sonido fue aumentando, se acercaba y las columnas de polvo giraban creando formas confusas color pardo, como bolas de pelo del gato al que me gustaba cepillar. Me asusté. La tierra temblaba. Un estruendo de motores y el rechinar de trozos de metal chocando entre sí irrumpieron de repente con mucha más fuerza, y entonces apareció un camión gris por la curva y tras él otro y otro. También llegaron semiorugas y se apoderó de mí un miedo cerval, como el de una lombriz cortada por una pala.

      Fue como si desaparecieran los colores, como si todo se hubiera cubierto de ceniza. Miré la tela de mi mejor vestido, que ya no parecía el de las ocasiones especiales con pequeños nomeolvides, sino que estaba sucio y era normal y corriente: las florecillas se habían marchitado, el parterre estaba cubierto de ceniza. Me eché a llorar y las lágrimas debieron de llevarse la grisura y la ceniza del mundo, porque me atreví a mirar las caras de los hombres sentados en las cajas y en las cabinas de los camiones y de los demás vehículos.

      Me resultaban muy parecidos unos a otros, como si los hubiera traído al mundo la misma madre, grande y trabajadora. Tenían rostros hermosos pero toscos, de piel dorada y rosácea; el pelo, claro como el marco de un icono; los ojos, del color de la tela de mi vestido; los cuerpos, atléticos. Su aspecto era magnífico, amenazante y noble; como si se hubieran perdido en aquel rincón del mundo, como si se encontraran allí por equivocación, como si hubieran abandonado por un momento la verdadera historia, como si fueran la encarnación de un error, de un rumor que aún no corría de boca en boca.