Sabina Urraca

Las niñas prodigio


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el doblaje de la canción alemana, se entendía lo que estaba cantando. El público, entre risas, empezó a corear.

      El venao, el venao

      Que eso a mí me mortifica

      El venao, el venao

      Se inició un jaleo festivo que contaminó las siguientes escenas. A mi madre le sudaba la mano, pero no se la solté.

      Había perdido una semana y media de clase por culpa del rodaje. En realidad, solo habían sido dos días de grabación, pero después me puse enferma, con fiebre alta y delirios, como siempre que me exponía a emociones fuertes. Al volver, noté una pequeña laguna mental en algunas de las asignaturas, pero enseguida retomé todo sin problemas.

      Solo las matemáticas, que, sin llegar a gustarme, no se me daban mal del todo, parecían haberse convertido en otra cosa. El profesor empezaba a hablar y mi cerebro se iba nublando.

      A partir de entonces y ya para siempre, los números fueron una oscura bruma en mi cerebro. Durante mucho tiempo, cada vez que iba al burger con mis amigas y no sabía dividir la cuenta, o cuando mi madre me mandaba a comprar y me daban mal las vueltas, sentía dentro de mí un agradable resplandor cercano al orgullo. Era el destello oscuro de la niña de labios pintados que apaga la colilla contra el suelo, que alza su dedito de diez años y pide otro tequila sunrise, sabiendo que su cerebro a la deriva es el precio que tiene que pagar por la fama. Volvía con la cabeza alta, mi vergüenza y las vueltas de menos bien apretadas en el puño, regocijándome en la indolencia y el encanto del juguete roto. Todavía ahora, cuando tengo que hacer un cálculo rápido de cabeza, dejo el cerebro en suspenso. Sé que por mucho que lo fuerce se resistirá a trabajar sobre esos números. Mi mente se traslada a un lugar muy lejano: una caravana inundada por el sol de media tarde. Un profesor de apoyo en rodaje echa la siesta, mientras en el plató se sobrepasa el número de horas de trabajo que permite por día el sindicato de actores infantiles.

      4

      Podjani

      A veces, en momentos de oscuridad, me repetía:

      «Podjani Stanko Iereslava».

      En un momento de mi vida, ese niño medio marica y con un pliegue de futuro gordo en la nuca, fue quien representó para mí lo que era bello y prodigioso en este mundo. Podjani era un resquicio de esperanza.

      Yo tenía nueve años y estaba viendo Bravo bravísimo en la tele, cuando Bertín Osborne anunció:

      —Y con diez años de edad, desde la profundidad de los montes Urales, en Kazajistán... ¡Podjani Stanko Iereslava!

      En esa presentación —«desde la profundidad de los montes Urales»— latía una infancia cruel, de ordeñar ubres agrietadas a las cinco de la mañana con los dedos azules de frío. Vacas muriendo a manos del chupacabras ural y los males de ojo agriando la leche.

      Podjani apareció vestido con el traje típico de su país, todo terciopelo negro, bordados de color y polainas.

      Ojos de esquimal.

      Hizo su baile folclórico. El público enmudeció.

      Era algo absurdo y lleno de acrobacias incomprensibles para el televidente español, una danza sin ningún tipo de posibilidad en el mundo del espectáculo. Pero era impresionante.

      Lo que sentía dentro de mí me hizo pensar en un documental que por la misma época había visto a través de las rendijas de mis dedos. En él, una orca arrojaba a una foca por los aires una y otra vez, hasta matarla. Tan bello, tan triste y tan impresionante como aquello era contemplar el baile de Podjani.

      Al final de cada número, Bertín Osborne miraba al niño que acababa de actuar con la misma sonrisa burlona de hijo de puta. Lo trataba un poco como la orca a la foca, pero sin la parte de belleza. Durante el número de Podjani, un montador del directo había insertado un plano fugaz de Bertín observando desde el palco. Fue un error de un solo segundo, pero en su rostro se podía ver que la magia de Podjani había roto a hachazos el muro de garrulismo de Osborne. Su espíritu, muerto de inanición, cansado de cocaína y paseos en quad entre los olivos, absorbía desesperado ese torbellino de terciopelo negro y cintas de colores.

      Podjani no sabía sonreír y cuando el público de Bravo bravísimo se levantó en un aplauso rugiente y tuvo que decir «hola» y «gracias» con su acento raro, su sonrisa resultó diabólica. La felicidad era tan desconocida para su rostro que, al emerger, se lo deformaba.

      Al día siguiente volvería a los caminos helados del pueblo, a vivir durante semanas con el pijama debajo de la ropa, a comer sopa de col junto a un padre alcohólico y silencioso.

      Pero durante un momento, en su cara curtida de niño tortuga sin cuello, la sonrisa se abrió paso y arrojó un poco de sol sobre la granja, las vacas, el cazo de leche hirviendo con la nata flotando, el padre borracho derrumbándose como un peso muerto en la entrada de la granja y muriendo congelado.

      Simplemente me enamoré. Pensé que iría a buscarlo como fuese. Escribí en mi diario:

      lo voy a conseguir.

      Y debajo, en letras de otro color:

      voy a organizarme.

      No sé ahora en qué consistía exactamente ese organizarse, ni cómo esa organización me iba a llevar hasta Podjani.

      Me veía a mí misma bajando por la pasarela de un barco en un puerto como de otra época, con una bolsa de viaje al hombro y una gorra de lado. Estoy en Kazajistán. Yo, que ni siquiera me atrevía a decir gracias cuando iba a la panadería, abría la boca y decía:

      —Hola, señor. ¿Sabe dónde están los montes Urales? ¿La granja de los Iereslava?

      Y aquel señor de mejillas coloradas daba un par de palmadas al lomo de su caballo y contestaba:

      —Yo te llevo, muchacha. Súbete a mi carro.

      Pero cuando lo encontrase, ¿cómo sería digna de él? Ni siquiera hablábamos el mismo idioma. Al principio, confié en que simplemente mi acto de viajar sola como polizón para protegerlo con mi amor lo convencería de mi valía. Pero por las noches me costaba dormirme. Debía haber algo que nos uniese más allá de las palabras. La clave se abrió paso por sí sola. Claqué. Había visto veinte veces el baile apoteósico de Annie en el jardín del señor Warbucks, y todas ellas había sentido una emoción extraña en las plantas de los pies. Como una inspiración divina.

      Escribí en mi diario: «Voy a practicar todos los días y en algún momento mis padres tendrán que darse cuenta».

      Darse cuenta de que tenía un don, de que mis pies hacían magia con el suelo.

      Vivíamos en un primer piso, debajo de nuestra casa había un garaje, así que no había ningún impedimento para mi vocación. Podía golpear con toda la furia que exigiese mi talento secreto.

      Lo intenté un par de noches frente al espejo y fueron suficientes para entender que aquello no iba de zapatear sin tino. Ahí había un «punta tacón», una base que aprender para lanzarse a ese frenesí que sentía en las piernas. Pregunté en mi academia de danza por las clases de claqué, pero eran los jueves y terminaban a las diez, demasiado tarde para mí. A los nueve años, la única noche que me dejaban acostarme tarde era los viernes. Entonces tenía permiso para cenar pizza y tomar mosto mientras veía Melrose Place. Eran noches peligrosas: queso derretido y la luz azul de la tele invadiendo la oscuridad. Veía la serie a puerta cerrada, yo sola, permanentemente sobresaltada ante cualquier ruido en el pasillo. Temía que mis padres entrasen y viesen toda la perversión de Melrose Place desplegándose ante los ojos de su hija de nueve años. Ni siquiera yo entendía por qué me dejaban ver esa serie, y la devoraba con terror. Los momentos sexuales me dejaban tan perturbada que no me enteraba de las siguientes tres escenas. La malvada Kimberly intentaba seducir a su cuñado diciéndole:

      —Tengo un tatuaje… Una mariposa en el centro mismo de mi cuerpo…

      Paladeaba las últimas palabras, acercándose