Bessel van der Kolk

El cuerpo lleva la cuenta


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a los supervivientes a sentirse completamente vivos en el presente y a seguir adelante con su vida. Existen fundamentalmente tres vías: 1) de arriba abajo, hablando, (re)conectando con los demás, permitiéndonos saber y comprender qué nos sucede mientras procesamos los recuerdos del trauma; 2) tomando fármacos para silenciar las reacciones de alarma inadecuadas, o utilizando otras tecnologías que cambian el modo en que el cerebro organiza la información, y 3) de abajo arriba, permitiendo que el cuerpo tenga experiencias que contradigan profunda e instintivamente la impotencia, la rabia o el colapso resultantes del trauma. Saber cuál es mejor para cada superviviente particular es una cuestión empírica. La mayoría de las personas con las que he trabajado han necesitado una combinación de las tres.

      En esto he trabajado toda mi vida. En este empeño, he contado con el apoyo de mis compañeros y estudiantes del Trauma Center, que fundé hace treinta años. Juntos, hemos tratado a miles de niños y adultos con traumas: víctimas de abusos infantiles, de desastres naturales, de guerras, de accidentes y de la trata de personas; personas que han sido atacadas por conocidos y por extraños. Tenemos una larga tradición de hablar profundamente de nuestros pacientes en las reuniones semanales del equipo de tratamiento y de seguir con atención cómo funcionan los diferentes tratamientos para cada uno de ellos individualmente.

      Nuestra principal misión siempre ha sido asistir a los niños y a los adultos que han venido a nuestro centro a tratarse, pero desde el principio también nos hemos dedicado a investigar para explorar los efectos del estrés traumático en varias poblaciones y determinar qué tratamientos funcionan mejor para quién. Hemos recibido becas de investigación del Instituto Nacional de Salud Mental, del Centro Nacional de Medicina Complementaria y Alternativa, de los Centros de Control de Enfermedades y de varias fundaciones privadas para estudiar la eficacia de muchas formas de tratamiento diferentes, desde medicaciones hasta terapia conversacional, yoga, EMDR, teatro y neurofeedback.

      El reto es el siguiente: ¿cómo recuperar el control sobre los restos de los traumas del pasado y volver a adueñarnos de nuestra propia vida? Las conversaciones, la comprensión y las conexiones humanas ayudan, y los fármacos pueden calmar los sistemas de alarma hiperactivos. Pero como también veremos, las huellas del pasado pueden transformarse teniendo experiencias físicas que contradigan directamente la impotencia, la rabia y el colapso que forman parte del trauma, recuperando así el autocontrol. No tengo ningún tratamiento predilecto, porque no hay un único enfoque que sirva para todo el mundo, sino que practico todas las formas de tratamiento que describo en este libro. Cada una de ellas puede producir cambios profundos, dependiendo de la naturaleza del problema en cuestión y la constitución de cada persona.

      Escribí este libro para que sirviera como guía y como invitación; una invitación a enfrentarnos a la realidad del trauma, a explorar el mejor modo de tratarlo y a comprometernos, como sociedad, a usar todos los medios de los que disponemos para evitarlo.

      PARTE 1

      REDESCUBRIR

      EL TRAUMA

      CAPÍTULO 1

      LECCIONES DE LOS

      VETERANOS DE VIETNAM

      Me convertí en lo que soy ahora a los doce años, en un frío y nublado día de invierno de 1975… Fue hace mucho tiempo, pero lo que dicen sobre el pasado no es verdad… Mirando ahora hacia atrás, me doy cuenta de que llevo los últimos veintiséis años asomándome a ese callejón desierto.

      –Khaled Hosseini, The Kite Runner

      La vida de algunas personas parece fluir como en una narración; la mía ha tenido varias paradas y arranques. Esto es lo que hace el trauma. Interrumpe la trama… Simplemente sucede y la vida sigue. Nadie te prepara para ello.

      –Jessica Stern, Denial: A Memoir of Terror

      Mi primer día como psiquiatra en plantilla de la Clínica de Boston de la Administración para Asuntos de los Veteranos (Estados Unidos) fue el jueves después del fin de semana del 4 de julio de 1978. Mientras colgaba una reproducción de mi cuadro favorito de Breughel (El ciego guiando al ciego) en la pared de mi nueva consulta, escuché cierto alboroto en la zona de recepción, al final del pasillo. Al cabo de un rato, un hombre grande y desaliñado, con un traje de tres piezas manchado, con una copia de la revista Soldier of Fortune bajo el brazo, irrumpió en mi consulta. Estaba tan alterado y tan claramente resacoso que me pregunté cómo podría ayudar a esa mole. Le pedí que tomara asiento y que me contara qué podía hacer por él.

      Se llamaba Tom. Diez años antes había sido marine sirviendo en Vietnam. Se había pasado el fin de semana festivo encerrado en su despacho de abogado del centro de Boston, bebiendo y mirando fotografías antiguas, en lugar de con su familia. Sabía por años anteriores que el ruido, los fuegos artificiales, el calor, y el picnic en el patio de su hermana, con todo el extenso follaje de principios de verano como telón de fondo (todo lo cual le recordaba Vietnam) le volvería loco. Al ponerse tan mal, tuvo miedo de estar con su familia porque se comportaba como un monstruo con su esposa y sus dos hijos pequeños. El ruido de los niños le alteraba tanto que tenía que salir de casa hecho una furia para no hacerles daño. Solo se calmaba bebiendo para olvidar o conduciendo su Harley-Davidson a velocidades peligrosas.

      La noche tampoco le daba mucha tregua, ya que se despertaba constantemente con pesadillas sobre una emboscada en un arrozal en ‘Nam, en el que todos los miembros de su pelotón morían o terminaban heridos. También sufría unos terribles flashbacks en los que veía a niños vietnamitas muertos. Las pesadillas eran tan horribles que temía quedarse dormido, así que a menudo permanecía despierto la mayor parte de la noche, bebiendo. Por la mañana, su esposa solía encontrarle tirado en el sofá del salón de su casa, y ella y los niños tenían que andar de puntillas alrededor suyo mientras desayunaban antes de ir a la escuela.

      Para ponerme al corriente de su historial, Tom me contó que se había graduado en la universidad en 1965, con las mejores calificaciones de su clase. En línea con la tradición familiar de servicio militar, se enroló en el cuerpo de los Marines inmediatamente después de graduarse. Su padre había servido en la II Guerra Mundial, en el ejército del general Patton, y Tom nunca cuestionó las expectativas de su padre. Atlético, inteligente y líder evidente, Tom se sentía poderoso y efectivo tras realizar la formación básica, un miembro del equipo que se sentía preparado para casi todo. En Vietnam, enseguida se convirtió en el líder del pelotón, al cargo de otros ocho marines. Sobrevivir abriéndose paso por el barro bajo los disparos de ametralladoras puede dejar a la gente con una percepción sobre sí misma y sobre sus compañeros bastante positiva. Al final de su misión militar, Tom se licenció con honores, y todo lo que quería era dejar Vietnam atrás. Aparentemente, eso es lo que hizo. Fue a la universidad gracias a la ley de ayuda para veteranos (la G.I. Bill) y se licenció en la Facultad de Derecho, se casó con su novia del instituto y tuvo dos hijos. A Tom le preocupaba lo mucho que le costaba sentir un cariño real hacia su mujer, aunque sus cartas le habían mantenido en vida en la locura de la selva. Tom vivía maquinalmente una vida normal, esperando que fingirla le permitiría aprender a volver a ser el de antes. Ahora tenía un despacho de abogado y una perfecta familia de postal, pero no se sentía normal; se sentía muerto por dentro.

      Aunque Tom fue el primer veterano que conocí a nivel profesional, muchos aspectos de su historia me resultaban familiares. Yo crecí en la Holanda de la posguerra, jugando en edificios bombardeados, con un padre que se había opuesto con tanto fervor a los nazis que fue enviado a un campo de internamiento. Mi padre nunca habló de su experiencia en la guerra, pero de vez en cuando sufría unos ataques de rabia explosiva que, como niño pequeño, me sorprendían. ¿Cómo podía ser que el hombre que cada día escuchaba bajar sigilosamente las escaleras para rezar y leer la Biblia mientras el resto de la familia dormía podía tener ese temperamento tan aterrador? ¿Cómo podía alguien cuya mujer estaba dedicada a la búsqueda de la justicia social estar tan lleno de rabia? Fui testigo del mismo comportamiento desconcertante con mi tío, que fue capturado por los japoneses en las Indias Orientales holandesas (la actual Indonesia) y