durante los periodos de ingravidez son parecidos a los del envejecimiento: pérdida de calcio en los huesos, caminado errático, tambaleante, depresión del sistema inmunitario, sueño escaso y pérdida de coordinación motriz.
El envejecimiento de las células ocurre tanto por acumulación de radicales libres como por acumulación de errores en el programa genético. Uno de los traumas peores para una célula es el estrés oxidativo o efecto de los radicales libres, que van destruyendo moléculas y estructuras fundamentales de las células. La acumulación de sustancias bioquímicas extrañas es característica del envejecimiento celular, que afecta los genes, las proteínas, el oxígeno y la glucosa, así como el sistema de evacuación de residuos. También hay exceso de cortisol y glucosa en la sangre.
Las células del intestino duran treinta y seis horas, al cabo de las cuales mueren y son retiradas de circulación. Los glóbulos blancos duran dos semanas y los rojos cuatro meses; de ahí que nuestra sangre, aunque estemos muy viejos, se mantenga siempre joven (por fin una excepción). La mayor parte de las células cerebrales no presentan mitosis, de tal modo que no se renuevan, y lo mismo les ocurre a las del miocardio. Unos tejidos se renuevan, otros no. Por eso con el tiempo nos vamos convirtiendo en un mosaico de partes viejas y nuevas. Todo parece indicar que la diferenciación y la especialización celulares conducen al envejecimiento de los tejidos y órganos correspondientes. La juventud pertenece a las células indiferenciadas. El especialista es siempre más frágil que el generalista.
A medida que pasan los años, cada una de las capas de nuestra piel envejece. Como estos cambios son muy llamativos, el estado de la piel nos recuerda que en este mundo no estamos sino de paso. Un adulto posee unos tres kilos de material dérmico, que al extenderlos ocuparían cerca de dos metros cuadrados. Se calcula que el 75% del polvo de una casa, en promedio, está formado por células desprendidas de la epidermis de sus ocupantes, de tal suerte que a los 70 años hemos perdido cerca de 20 kilogramos de piel. Y a la par con el envejecimiento, la piel lleva la impronta cuidadosa de accidentes y ciertas enfermedades, por lo que alguien decía que el tiempo y la historia de nuestro corto paso por este mundo quedan escritos con detalle en nuestra piel, como si esta fuera un pergamino antiguo.
El uso de un músculo puede aumentar su volumen hasta triplicarlo, y el desuso, típico durante la vejez, puede reducirlo hasta en un 20%. La pérdida de masa muscular comienza bien pronto, a los 25 años, lo que explica la temprana declinación de tenistas, nadadores y velocistas. A la edad de 50 años, la masa muscular se ha reducido un 10%, y a los 80 esta reducción puede llegar al 50%. Y se mueren más rápidamente las fibras rápidas que las lentas; por eso, a los 70 años perdemos una carrera de cien metros planos con el nieto de 10 años, pero podríamos ganarle la carrera de los diez mil metros. A los 60 años, la reducción de la fuerza muscular puede variar entre un 10 y un 20%; después de los 80, entre un 30 y un 40%. La pérdida mayor es en las piernas, más que en los brazos y en las manos. Esto explica por qué la mayor edad a la que se ha batido un récord atlético es 41 años, y ocurrió en 1909, cuando los atletas se presentaban a las competencias muy mal preparados. En este momento, un atleta de esa edad no tendría la más mínima oportunidad de obtener una medalla olímpica.
Al envejecer se reduce el ritmo cardiaco máximo al que puede llegarse con el ejercicio. La frecuencia máxima del corazón disminuye un pulso por año (para saber la frecuencia máxima, basta restar de 220 la edad), de tal manera que a los 50 años la máxima es de 170 latidos. La pared del ventrículo izquierdo se hace más gruesa y con ello se reduce la capacidad de contracción. La edad conduce a la desmineralización del hueso y, con ello, a la disminución de su resistencia a los esfuerzos. Como dato de referencia, un hueso humano joven puede soportar una presión de 1.700 kilogramos por centímetro cuadrado, cuatro veces la del concreto. Los hombres pierden un 3% de su peso esquelético por década y las mujeres un 8%. A partir de los 20 años, la flexibilidad de las articulaciones declina de manera constante.
La inteligencia alcanza su punto máximo entre los 18 y los 25 años, de acuerdo con los test, pero el cerebro posee a los 60 años unas cuatro veces la información que tenía a los 20. Grato consuelo para los viejos. Con el paso del tiempo, el cerebro se encoge, se llena de fluido y pierde, cada década por encima de los 50 años, aproximadamente el 2,5% de su peso. Así, entonces, a los 70 años se ha perdido el 5% del peso cerebral, a los 80 el 7,5% y a los 90 el 10%; sin embargo, la capacidad de expresión verbal y de cálculo no parecen modificarse con la vejez. La muerte cerebral es en realidad un neurocidio, pues se pierden entre treinta mil y cincuenta mil neuronas por día. De ahí que a los
65 años se haya perdido un décimo de las neuronas que se tenían en la juventud y, con ellas, las conexiones sinápticas y los recuerdos y comportamientos programados allí. Sin embargo, cuando se estropean algunas neuronas, como compensación, las vecinas, solícitas, les tienden una mano: producen nuevos axones o alargan sus dendritas.
El 5% de las neuronas del hipocampo desaparece en cada década durante la segunda mitad de la vida. El tallo cerebral pierde muy pocas neuronas con la edad; solo sufre daño un lugar, el locus coeruleus, y sucede alrededor de los 65 años, cuando muere el 45% de sus células nerviosas. Con eso se explica la dificultad de las personas mayores para conciliar el sueño. Por contraste, en el diencéfalo y el cerebelo hay poca pérdida neuronal. Las neuronas del epitelio olfativo se renuevan de forma permanente, de ahí que el olfato se mantenga joven. En la corteza frontal, las áreas motrices pierden entre el 20 y el 50% con la vejez, mientras que en la región occipital la disminución celular es del 50%. Una parte grande de esta destrucción ocurre antes de los 40 años. En cambio, en la corteza prefrontal prácticamente no hay pérdida neuronal. Y curiosamente, es justo esta zona cerebral, como ya se dijo, la última en completar la mielinización, que ocurre alrededor de los 20 años, y con ella alcanzar el sentido de responsabilidad. El envejecimiento se empecina en dañar nuestras neuronas motrices y sensoriales. Quietud sumada a insensibilidad.
A pesar de que las neuronas logren sobrevivir, sus conexiones se deterioran. Entre los 40 y 60 años hay un crecimiento neto de dendritas en ciertas regiones del hipocampo y la corteza, seguido de regresión en edades avanzadas. Tal vez es una compensación por la pérdida de otras neuronas. La desconexión que ocurre con los años hace que se desorganicen los procesos mentales, en particular las áreas de asociación y, en consecuencia, se producen desajustes en la memoria, en el razonamiento, en la capacidad de abstracción y en el lenguaje.
La memoria a corto plazo es la que más rápidamente se deteriora con los años, una tragedia de todos los días en la vida de las personas de edad. Por eso se pierde poco a poco la capacidad de adquirir nuevos conocimientos. Norberto Bobbio lo describe con crueldad: “Cuando [el viejo] habla buscando las palabras se le escucha, quizá con respeto, pero con no pocas muestras de impaciencia. También las ideas salen más despacio de la cabeza. Y las que salen son siempre las mismas. ¡Qué aburrición! No es que el viejo esté especialmente encariñado con sus ideas. Es que no tiene otras”. Cruel este Bobbio, pero no hay manera de contradecirlo.
Sin embargo, existen pruebas tranquilizadoras de que el declive intelectual puede retardarse, y lo mismo puede hacerse con las enfermedades degenerativas del cerebro, como el Alzheimer y el mal de Parkinson, si se siguen regímenes alimenticios especiales y se mantiene una actividad mental apropiada. Está comprobado que el ejercicio mental produce cambios físicos en el cerebro (Kotulak, 1997): se refuerzan las conexiones sinápticas, se generan nuevas neuronas y ocurre cierta remodelación dinámica de las conexiones neuronales, incluso a edades avanzadas.
Al envejecer, también disminuye el tamaño máximo de la pupila. A los 70 años, la masa del cristalino se ha triplicado con respecto a lo que era a los 20, y este se vuelve amarillento, lo que hace que se pierda capacidad para discriminar colores verdes, azules y violáceos. También se ve diferente el amarillo. El oído pierde sensibilidad y la disminución de flujo sanguíneo conduce a la sordera senil o presbiacusia. Por fortuna, y tal vez esto sea lo mejor de envejecer, es que se pierden receptores al dolor. A los 60 años hemos perdido alrededor del 26% del jugo gástrico, y la pepsina decrece en un 60%. Los que pasan de 65 años tienden a percibir el mensaje de la vejiga llena cuando aún no lo está, ilusión que solo desaparece en el orinal. El volumen y el peso de los riñones disminuye, su aspecto es liso y el área total de filtración se reduce.
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