Antonio Vélez

Homo sapiens


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olor desagradable de la carne podrida se debe a sustancias producidas por las bacterias que descomponen las proteínas, y esas olorosas sustancias no tienen para ellas ninguna utilidad aparente, salvo hacer la carne tóxica e incomible, es posible que los maquiavélicos microorganismos se hayan metido en semejante tarea solo con el fin de desanimar a los competidores carroñeros. Sin embargo, en la carrera armamentista, que está implícita en tantos casos de coevolución, algunos carroñeros aprendieron a hacer caso omiso de las sustancias malolientes y a la vez aprendieron a defenderse de las toxinas y de las bacterias dañinas por medio de estómagos muy ácidos. El hombre y algunos animales carnívoros no alcanzaron a dar ese liberador paso evolutivo. El hecho real es que los humanos no tenemos defensas naturales que nos permitan consumir la carne descompuesta, ni defensas olfativas para soportar su hedor. Prueba fehaciente de la fragilidad de nuestro aparato digestivo es que a menudo, y a pesar del avanzado conocimiento científico que tenemos y de los equipos para la conservación de alimentos, se registran historias de personas intoxicadas por ingerir productos descompuestos o contaminados.

      El hombre, por lo aleatorio de la evolución y, tal vez, por no haber dependido por completo de una dieta proteínica pura, siguió una ruta evolutiva diferente de la de los carroñeros: modificó el cerebro, su parte más versátil y adaptable (más exactamente, su sistema límbico), y creó patrones internos innatos, tanto gustativos como olfativos, por medio de los cuales se pudieran clasificar los olores, fácil y rápidamente, en apetitosos o fragantes —en un extremo del espectro— y en pestilentes o repugnantes —en el otro—, e hizo que esta clasificación se correspondiera aproximadamente con lo bueno o malo para la salud de los alimentos disponibles. Destaquemos que el olfato y el gusto trabajan de forma mancomunada: si se pierde el olfato el gusto se reduce a su mínima expresión, como nos ocurre cuando estamos acatarrados.

      En épocas primitivas, la tecnología de alimentos fue con seguridad muy deficiente. No se disponía de equipos ni se conocían procedimientos para la conservación de productos orgánicos perecederos. El hombre anterior al fuego no disponía de esa eficiente manera de esterilizar lo que se iba a comer, carencia que lo acompañó por muchísimos milenios. En repetidas ocasiones, el cazador primitivo acumuló más carne de la que podía consumir inmediatamente, y al no saberla preservar, con tristeza e impotencia la vio descomponerse. Cuando, acosado por el hambre, pretendió comerla, la selección natural comenzó a actuar: el problema que había de por medio era crear un rechazo tan grande por las cosas descompuestas que destruyera el apetito y superara las tremendas presiones creadas por el hambre. La diferencia entre comer un pedazo descompuesto o rechazarlo naturalmente significó la diferencia entre la vida y la muerte (todavía ahora puede significar lo mismo). Aquellos que nacieron sin el sentido del olfato sintonizado para producir una invencible sensación de asco y desagrado frente a lo putrefacto, terminaron muy pronto y tristemente sus días, víctimas de infecciones estomacales, antes de alcanzar a legarnos esos tolerantes genes de indiferencia olfativa ante lo nauseabundo.

      El olfato es la antesala del gusto y su estratégica posición geográfica le asigna el papel de celador permanente. Debe, además, anticiparse a la acción de comer: cuando un alimento se encuentra en avanzado estado de descomposición, un solo bocado puede resultar fatal; por tanto, es adaptativo actuar a tiempo y producir un rechazo insobornable. Por supuesto que el sentido del gusto obra como refuerzo posterior para aumentar el rechazo, y también actúa si el primero falla a causa de alguna enfermedad nasal. Ahora bien, si los dos anteriores fallan, el reflejo del vómito actúa de inmediato para protegernos; en caso contrario, contamos con una salida de emergencia: la incómoda diarrea. Los mecanismos de defensa olfativa tienen que ser inmunes a todo tratamiento cultural; es vital que así sea. Más aún, los controles olfativos y gustativos deben aparecer muy temprano en la vida, bastante antes de que lo cultural haya tenido tiempo de tomar el comando.

      Por tales motivos, la capacidad para clasificar los olores en agradables y desagradables, en aromáticos y apestosos, debe ser anterior a toda experiencia del sujeto. Especie de a priori olfativo, absolutamente sordo frente a los intentos culturales en su contra, prácticamente inmodificable. Nos encontramos de nuevo con los aciertos de la evolución: una perfecta adecuación de los a priori olfativos al estado de los alimentos que se van a consumir. Nos huelen apetitosos los alimentos frescos y nos atrae el agua sin contaminar; nos parecen nauseabundos y desagradables en grado sumo los que están descompuestos o contaminados.

      El olfato a veces es eximido de su responsabilidad de controlar lo que habremos de comer y es remplazado por la vista: una cucaracha caminando sobre la comida que vamos a consumir, una mosca verde participando del festín o un pelo —señal de desaseo en la preparación— bastan a veces para que el apetito se esfume. Sentimos también rechazo natural por cierta clase de alimentos, las vísceras entre ellos. Se conjetura que esto se debe a que aquellas son portadoras, muchas veces, de agentes patógenos. Pero es un rechazo que puede vencerse con cierta facilidad y esas partes desagradables se pueden convertir en manjares apetitosos, si se las prepara con especial esmero, poniendo mucho cuidado en la cocción, a fin de eliminar todo microorganismo presente.

      Algo misterioso y no explicado todavía es el hecho de que nuestros receptores olfativos estén sintonizados con las fragancias de forma similar a como lo están en la mayoría de los insectos y aves polinizadoras. Los olores de las flores que a ellos los atraen —y tal vez con ese fin producen las plantas sus elaborados perfumes—, nuestro cerebro los interpreta también como agradables fragancias (la mayoría de los aceites utilizados en perfumería son extraídos de las flores). Los machos de algunas razas de abejas de Centro y Suramérica se impregnan el cuerpo con una mezcla de esencias que ellos mismos eligen entre las flores de la región, y cubiertos de esa manera se presentan ante las hembras. Aquellos que tengan “mejor gusto” o estén “mejor perfumados”, a criterio de las hembras, lograrán mayor número de apareamientos. Tenemos que reconocer humildemente que, en el uso de perfumes, como técnica de conquista sexual, los insectos se nos anticiparon varios millones de años.

      Otro universal humano bien conocido es la tolerancia al olor de los excrementos de los animales herbívoros. Es común que el hombre los maneje con sus manos, gracias a sus virtudes fertilizantes, sin dar señales especiales de asco. Con lo anterior se prueba que nuestra constitución genética nos predispone de manera natural a juzgar como agradables, neutros o desagradables ciertos olores particulares, y se prueba también que los criterios por medio de los cuales juzgamos y organizamos el mundo olfativo no son completamente arbitrarios: forman parte indestructible de nuestro diseño natural. Son parte de los universales humanos.

      Juego e imitación

      La mente del niño es demasiado joven para tener pasado y demasiado inmadura para tener futuro. El niño vive ocupado y preocupado solo en el juego, que es todo presente, aunque su finalidad sea futura. Vive, como el resto de los animales, únicamente para el aquí y el ahora. Por contraste, al adulto le preocupa fundamentalmente su futuro. Y el viejo vive solo de su pasado. Por eso los mahometanos dicen que la vejez comienza cuando los recuerdos son más importantes que las esperanzas.

      Es bien conocida por todos la necesidad permanente de jugar que acompaña a todos los niños normales del mundo y que se sobrepone muchísimas veces al esfuerzo contrario de algunos padres anticuados, que confunden juego con travesuras. Padres que ignoran, lo mismo que el niño, la importancia adaptativa del juego; o, equivalentemente, la importancia que este tiene para la adquisición de destrezas y para el normal desarrollo físico y síquico de los infantes. En realidad, el juego es una eficiente manera de perder el tiempo para ganar adaptación.

      Puede medirse con precisión el nivel evolutivo de una especie animal por la complejidad de la conducta lúdica que exhiben sus individuos jóvenes. La vida de los insectos es muy corta, sin tiempo para aprender ni padres para enseñar. El juego, en estas especies de huérfanos sin niñez, no tendría ningún significado. Los peces, los reptiles y otras formas inferiores se caracterizan por su seriedad; todas sus acciones van dirigidas estrictamente a cumplir con las funciones vitales de alimentarse, reproducirse y descansar, sin que dediquen ni esfuerzo ni tiempo a la acción divertida de jugar. En realidad, no lo requieren: su comportamiento es muy simple, rígido y sencillo de programar con minuciosidad en el código genético, de tal suerte que el animal recién nacido puede conocer con detalle todo lo que va a necesitar en su vida adulta, bastándole