Ruello, uno por uno fueron abandonando el barco, estos fueron sometidos por la fuerza de las armas y después de la lucha, Brown fue rescatado.
IX
Griggs fue felizmente recibido en Ruralville, se celebró una cena para honrar a Henry Johns, Dahabea llegó a ser rey de Madagascar y Brown capitán de su barco.
The Mysterious Ship: escrito en 1902. Publicado en 1959 de manera póstuma.
La bestia en la cueva5
La más terrible conclusión que había estado trastornándome constantemente no había hecho más que confirmarse. No había nada que pudiera hacer, descorazonado en el gran y enrevesado recinto de la caverna de Mamut. Mirara a donde mirara, no había absolutamente nada que me pudiera dar una pista de dónde había una salida. Estaba perdido y sentía que no volvería jamás a contemplar un bendito amanecer, tampoco pasear por los agradables valles y montañas de todo ese hermoso mundo que está afuera. No había nada que hacer. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, sentí una satisfacción grande con mi conducta fría; porque, aunque había leído bastante sobre la desesperación en el que caían las víctimas en estos casos, no me pasaba nada de eso, por lo que permanecí muy tranquilo cuando entendí que todo estaba perdido.
Tampoco me preocupó en demasía la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir —reflexioné—, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mucho mejor que cualquiera que pudiera ofrecerme algún cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desespero.
Iba a perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me sentí incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.
La luz de mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría ya en la oscuridad total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por tratar de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y sin un solo sonido. Este es el momento, me dije con lóbrego humor, en que me había llegado la oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi despedida de este mundo.
Decidí no dejar una piedra sin remover, ni desechar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que —apelando a toda la fuerza de mis pulmones— proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz —aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba— no llegaría a más oídos que los míos.
Igualmente, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.
¿Era posible que estuviera cerca de recuperar mi libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Empujado por estas preguntas jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.
No me quedó ninguna duda entonces de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, probablemente a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso destinara para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Fue así como, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia —al quedarse sin un sonido que la guiase— perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.
También advertí, por tanto, que tendría que estar armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado inevitable. Pasaban los instantes y las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad, era muy extraña la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero —a intervalos breves y frecuentes— me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a encararse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la tenebrosa gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión de mis pensamientos se hizo agobiante. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. Sentía que estaba a punto de dejar escapar un agudo grito, aunque hubiese sido lo bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba paralizado por completo, enraizado al lugar en donde me encontraba. Vacilaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí