querría arruinar esta casa! ¡La despojaría de su sencillez con mejoras fantásticas! Y esta querida salita, en que comenzó nuestro encuentro y en la cual desde entonces hemos compartido tantas horas felices, se vería degradada a la condición de un vulgar recibidor y todos se apresurarían entonces a simplemente pasar por él, por esta habitación que hasta ese momento habría contenido en su interior más facilidades y comodidades que ningún otro aposento de las más extensas dimensiones que el mundo pudiera permitirse.
La señora Dashwood le aseguró de nuevo que no se llevaría a cabo ninguna transformación como las por él señaladas.
—Es usted una buena mujer —replicó él con expresión de gran cariño—. Su promesa me sosiega. Amplíela un poco más, y me hará feliz. Dígame que no solo su casa se mantendrá igual, sino que siempre la encontraré a usted, y a los suyos, sin cambios como su morada; y que siempre encontraré en usted ese trato afable que ha hecho tan querido para mí todo lo que le pertenece.
La promesa fue formulada pronto, y durante toda la tarde la conducta de Willoughby no dejó de transparentar tanto su afecto como su felicidad.
—¿Lo veremos mañana para cenar? —le preguntó la señora Dashwood cuando se iba—. No le pido que venga en la mañana, porque debemos ir a Barton Park a visitar a lady Middleton.
El joven se comprometió a estar allí a las cuatro de la tarde.
Capítulo XV
La visita de la señora Dashwood a lady Middleton tuvo lugar al día siguiente, y dos de sus hijas fueron con ella; Marianne, por su parte, se disculpó de hacerlo con la vulgar excusa de tener alguna ocupación pendiente; y su madre, que concluyó que la noche anterior Willoughby le habría hecho alguna promesa en cuanto a visitarla mientras ellas estaban fuera, estuvo totalmente de acuerdo con que se quedara en casa.
Al volver de la finca, encontraron la calesa de Willoughby y a su sirviente aguardando en la puerta, y la señora Dashwood estuvo convencida de que su conjetura había sido acertada. Hasta ese instante era todo tal como ella lo había previsto; pero al ingresar en la casa contempló lo que ninguna previsión le había permitido esperar. No bien habían entrado al corredor cuando Marianne salió a toda prisa de la salita, al parecer violentamente llorosa, cubriéndose los ojos con un pañuelo, y sin advertir su presencia corrió escaleras arriba. Sorprendidas y alarmadas, entraron rápidamente a la habitación que ella acababa de abandonar, donde encontraron a Willoughby apoyado contra la repisa de la chimenea y vuelto de espaldas hacia ellas. Se giró al sentirlas entrar, y su semblante mostró que compartía intensamente la emoción a la cual había sido vencida Marianne.
—¿Pasa algo con respecto a ella? —exclamó la señora Dashwood al entrar—. ¿Está enferma?
—Espero que no —replicó el joven, tratando de aparentar alegría; y con una sonrisa forzada, añadió—: Más bien soy yo el que podría estar enfermo... ¡en este mismo momento estoy sufriendo una terrible desgracia!
—¡Desgracia!
—Sí, porque veo que no voy a poder cumplir mi compromiso con ustedes. Esta mañana la señora Smith ha ejercido el privilegio de los ricos sobre un pobre primo que depende de ella, y me ha enviado por negocios a Londres. Acabo de recibir de ella las cartas credenciales y me he despedido de Allenham; y para colmar estos tan ridículos sucesos, he venido a despedirme de ustedes.
—A Londres... ¿y se va hoy en la mañana?
—Enseguida.
—¡Qué infortunio! Pero hay que plegarse a los deseos de la señora Smith... y sus negocios no lo mantendrán alejado de nosotros por mucho tiempo, supongo.
Se sonrojó el joven al responder:
—Es usted muy amable, pero no tengo planes de volver a Devonshire enseguida. Mis visitas a la señora Smith nunca se repiten dentro del año.
—¿Es que la señora Smith es su única amiga? ¿Y Allenham es la única casa de los alrededores a la que es bienvenido? ¡Qué vergüenza, Willoughby! ¿Acaso no puede esperar una invitación aquí?
Su atolondramiento se hizo más intenso y, con los ojos fijos en el suelo, se limitó a responder:
—Es usted demasiado generosa.
Sorprendida, la señora Dashwood miró a Elinor. Elinor sentía la misma perplejidad. Durante algunos momentos todos se quedaron callados. La señora Dashwood fue la primera en hablar.
—Solo me resta agregar, mi querido Willoughby, que en esta casa siempre será bienvenido; no lo presionaré para que vuelva enseguida, porque usted es el único que puede juzgar hasta qué punto eso complacerá a la señora Smith; y en esto no estaré más dispuesta a discutir su decisión que a dudar de sus intenciones.
—Mis compromisos actuales —replicó Willoughby en estado de gran tribulación— son de tal naturaleza... que... no me atrevo a creerme merecedor...
Se paró. El asombro de la señora Dashwood le impedía hablar, y sobrevino una nueva pausa. Esta fue interrumpida por Willoughby, que dijo con una débil sonrisa:
—Es una irresponsabilidad retrasar mi partida de esta forma. No me atormentaré más quedándome entre amigos de cuya compañía ahora me es imposible gozar.
Se despidió en un abrir y cerrar de ojos de ellas y abandonó la habitación. Lo vieron trepar a su carruaje, y en un minuto ya no se le veía.
La señora Dashwood estaba demasiado confundida para hablar, y en el mismo momento salió de la sala para entregarse a solas a la preocupación y alarma que tan repentina partida había provocado en ella.
La inquietud de Elinor era al menos igual a la de su madre. Meditaba en lo ocurrido con ansiedad y desconfianza. El comportamiento de Willoughby al despedirse de ellas, su aturdimiento y fingida alegría y, sobre todo, su oposición a aceptar la invitación de su madre, una timidez tan ajena a un enamorado, tan ajena a lo que él mismo era, la preocupaban hondamente. Por momentos temía que nunca había habido de parte de Willoughby ninguna decisión seria; a continuación, que había ocurrido alguna lamentable disputa entre él y su hermana; la angustia que embargaba a Marianne en el momento en que salía de la habitación era tan grande, que una disputa seria bien podía explicarla; aunque cuando pensaba en cuánto lo quería ella, una pelea parecía algo casi inimaginable.
Pero, fueran cuales fuesen las causas de su separación, la aflicción de su hermana era cierta, y Elinor pensó con la más tierna de las compasiones en esa desgarradora pena a la cual Marianne no solo estaba dando curso como forma de sosegarla, sino también alimentándola y estimulándola como si ello fuera un deber.
Alrededor de media hora después volvió su madre, y aunque tenía los ojos enrojecidos, su semblante no era desesperado.
—Nuestro querido Willoughby está ya a algunas millas de Barton, Elinor —le dijo, mientras se sentaba a trabajar—, ¡y con cuánto pesar en el corazón debe estar viajando!
—Todo es muy extraño. ¡Irse tan deprisa! Parece una decisión tan súbita. ¡Y anoche estaba tan feliz aquí, tan alegre, tan cariñoso! Y ahora, con solo diez minutos de aviso... ¿se ha ido sin intenciones de regresar? Debe haber ocurrido algo más de lo que era su deber comunicarnos. Ni habló ni se comportó como la persona que conocemos. Usted tiene que haber notado la diferencia tal como lo hice yo. ¿Qué puede ser? ¿Habrán reñido? ¿Qué otra causa puede haber tenido él para responder con tan pocos deseos de aceptar su invitación a esta casa?
—¡No eran deseos lo que le faltaba, Elinor! Lo vi claramente. No estaba en sus manos aceptarlo. Lo he meditado una y otra vez, te lo aseguro, y puedo explicar sin fisuras todo lo que a primera vista me pareció tan fuera de lugar como a ti.
—¿En verdad puede hacerlo?
—Sí. Me lo he explicado a mí misma de la forma más lógica; pero sé que a ti, Elinor, a ti que te gusta dudar siempre que puedes, no te complacerá; sin embargo, a mí no podrás quitarme la idea que me he formado. Estoy convencida de que la señora Smith sospecha