cuyos modales eran tan distintos que los de aquel que había sido elegido como hermano.
Tras un corto silencio que siguió a la sorpresa y preguntas primeros, Marianne preguntó a Edward si había venido directamente desde Londres. No, había estado en Devonshire durante quince días.
—¡Quince días! —repitió Marianne, sorprendida de saber que había estado en el mismo condado que Elinor sin haberla visto antes.
Edward se mostró algo turbado mientras agregaba que se había estado reuniendo con algunos amigos cerca de Plymouth.
—¿Ha estado últimamente en Sussex? —le preguntó Elinor.
—Estuve en Norland hace un mes.
—¿Y cómo está el querido, querido Norland? —exclamó Marianne.
—El querido, querido Norland —dijo Elinor— quizás esté bastante parecido a como siempre está en esta época del año... los bosques y senderos llenos de un grueso manto de hojas secas.
—¡Ah! —exclamó Marianne—. ¡Cuán transportada de alegría me solía sentir entonces al verlas caer! ¡Cómo me he complacido en mis caminatas viéndolas caer en torno a mí como una lluvia impelida por el viento! ¡Qué de emociones me han inspirado, y la estación, el aire, todo! Hoy no hay nadie que las contemple. Ven en ellas tan solo un tedio, rápidamente las barren, y las hacen desaparecer de la vista cuanto más rápido mejor.
—No todos —manifestó Elinor— sienten tu pasión por las hojas secas.
—No, mis sentimientos no suelen ser compartidos, ni tampoco comprendidos. Pero a veces lo son —mientras decía esto, se entregó por un instante a un breve ensueño; pero saliendo de él, continuó—: Ahora, Edward —le dijo llamando su atención al paisaje—, este es el valle de Barton. Contémplalo, Y mantente en calma si es que puedes. ¡Mira esas lomas! ¿Alguna vez viste algo igual? Hacia la izquierda está la finca, Barton Park, entre esos bosques y plantíos. Puedes ver una esquina de la casa. Y allá, bajo esa colina lejana que se eleva con tal grandeza, está nuestra cabaña.
—Es una bella comarca —respondió él—; pero estas hondonadas deben estar llenas de fango en invierno.
—¿Cómo puedes pensar en el lodo, con tales cosas frente a ti?
—Porque —replicó él, sonriendo— entre todas las cosas frente a mí, veo un sendero muy enlodado.
“¡Qué persona curiosa!”, se dijo Marianne mientras seguía su camino.
—¿Es agradable el vecindario acá? ¿Son los Middleton gente amable?
—No, en absoluto —respondió Marianne—, no podríamos estar peor emplazadas.
—Marianne —exclamó su hermana—, ¿cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes ser tan injusta? Son una familia muy honorable, señor Ferrars, y con nosotras se han portado de la manera más amistosa posible. ¿Es que has olvidado, Marianne, cuántos días felices les debemos?
—No —dijo Marianne en voz baja—, y tampoco cuántos momentos penosos.
Elinor no escuchó sus palabras y, dirigiendo la atención a su visitante, se esforzó en mantener con él algo que pudiera parecer una charla, para lo que convino en hablar de su residencia actual, sus ventajas, y cosas por el estilo, con lo que logró sacarle a la fuerza alguna ocasional pregunta u observación. Su frialdad y reserva la aburrían gravemente; se sentía molesta y algo furiosa; pero decidida a guiar su conducta más por el pasado que por el presente, evitó toda apariencia de rencor o disgusto y lo trató como pensaba que debía ser tratado, dados los vínculos familiares.
Capítulo XVII
La sorpresa de la señora Dashwood al verlo duró solo un instante; la venida de Edward a Barton era, en su opinión, la cosa más lógica del mundo. Su alegría y manifestaciones de afecto sobrepasaron en mucho la perplejidad que pudo haber sentido. Recibió el joven la más gentil de las bienvenidas de parte de ella; su timidez, frialdad, introversión, no pudieron resistir tal recibimiento. Ya habían comenzado a abandonarlo antes de entrar a la casa, y el encanto del buen hacer de la señora Dashwood terminó por vencerlas. Ciertamente un hombre no podía enamorarse de ninguna de sus hijas sin hacerla a ella también partícipe de su amor; y Elinor tuvo la satisfacción de ver cómo muy pronto volvía a conducirse como en realidad era. Su aprecio hacia ellas y su interés por la felicidad de todas parecieron cobrar nueva vida y hacerse otra vez palpables. No estaba, sin embargo, en el mejor de los ánimos; alabó la casa, admiró el panorama, se mostró correcto y gentil; pero incluso así no estaba animado. Toda la familia se dio cuenta, y la señora Dashwood, atribuyéndolo a alguna falta de generosidad de su madre, se sentó a la mesa enojada contra todos los padres egoístas.
—¿Cuáles son los planes de la señora Ferrars para usted actualmente? —le preguntó tras haber terminado de cenar y una vez que se encontraron reunidos alrededor del fuego—. ¿Todavía se espera que sea un gran orador, a pesar de lo que usted pueda querer?
—No. Espero que mi madre se haya dado cuenta ya de que mis dotes para la vida pública son tan pequeñas como mi afición a ella.
—Pero, entonces, ¿cómo alcanzará la fama? Porque tiene que ser famoso para contentar a toda su familia; y sin ser, inclinado a una vida de grandes dispendios, sin interés por la gente que no conoce, sin profesión y sin tener el futuro asegurado, le puede ser difícil conseguirlo.
—Ni siquiera lo intentaré. No tengo ningún deseo de ser famoso, y tengo todas las razones imaginables para esperar en que nunca lo seré. ¡Gracias a Dios! No se me puede obligar al genio y la elocuencia.
—Carece de ambición, eso lo sé bien. Todos sus deseos son comedidos.
—Creo que tan moderados como los del resto de los mortales. Deseo, al igual que todos los demás, ser totalmente feliz; pero, al igual que todos los demás, tiene que ser a mi manera. La grandeza no me dejará satisfecho.
—¡Sería raro que lo hiciera! —exclamó Marianne—. ¿Qué tienen que ver la riqueza o la grandeza con la felicidad?
—La grandeza, muy poco —dijo Elinor—; pero la riqueza, mucho.
—¡Elinor, qué descaro! —dijo Marianne—. El dinero solo puede dar felicidad allí donde no hay ninguna otra cosa que pueda darla. Más allá de un buen pasar, no puede dar real recompensa, por lo menos en lo que se refiere al ser más reservado.
—Quizá —manifestó Elinor, con una sonrisa—, lleguemos a lo mismo. Tu buen pasar y mi riqueza son muy semejantes, pienso yo; y tal como van las cosas hoy en día, estaremos de acuerdo en que, sin ellos, faltará también todo lo necesario para la felicidad física. Tus ideas solo son más nobles que las mías. Vamos, ¿en cuánto calculas un buen pasar?
—Alrededor de mil ochocientas o dos mil libras al año; solo eso.
Elinor soltó una carcajada.
—¡Dos mil al año! ¡Mil es lo que yo llamo riqueza! Ya sospechaba yo en qué acabaríamos.
—Aún así, dos mil anuales es un ingreso muy moderado —dijo Marianne—. Una familia no puede mantenerse con menos. Y creo que no estoy siendo excéntrica en mis peticiones. Una adecuada dotación de sirvientes, un carruaje, quizá dos, y perros y caballos de caza, no se pueden mantener con menos.
Elinor sonrió otra vez al escuchar a su hermana describiendo con tanta exactitud sus futuros gastos en Combe Magna.
—¡Perros y caballos cazadores! —repitió Edward—. Pero, ¿por qué habrías de tenerlos? No todo el mundo se dedica a cazar.
Marianne se puso colorada mientras le contestaba:
—Pero la mayoría lo hace.
—¡Cómo quisiera —dijo Margaret, poniendo en marcha su fantasía— que alguien nos regalara a cada una una gran fortuna!
—¡Ah! ¡Si eso sucediera! —exclamó Marianne brillándole