de picardía—, puedo decir que el pretendiente de Lucy es tan sencillo y de hermosos modales como el de la señorita Dashwood.
Elinor se sonrojó sin pretenderlo. Lucy se mordió los labios y miró muy enfadada a su hermana. Un silencio total se posó en la habitación durante un rato. Lucy fue la primera en romperlo al decir en un tono más suave, aunque en ese momento Marianne les concedía la poderosa protección de un maravilloso concierto:
—Le expondré sin tapujos un plan que se me ha ocurrido ahora mismo para manejar este asunto; en verdad, estoy obligada a hacerla participar del secreto, porque es una de las partes interesadas. Me atrevería a decir que ha visto a Edward lo suficiente para saber que él preferiría la iglesia antes que cualquier otra profesión. Ahora, mi plan es que se ordene tan pronto como pueda y entonces que usted interceda ante su hermano, lo que estoy segura tendrá la generosidad de hacer por amistad a él y, aguardo, algún aprecio por mí, para convencerlo de que le dé el beneficio5 de Norland; según entiendo, es muy lucrativo y no es probable que el titular actual viva mucho tiempo. Eso sería suficiente para casarnos, y dejaríamos al tiempo y las ocasiones para que proveyeran el resto.
—Siempre será un placer para mí —contestó Elinor— entregar cualquier señal de afecto y amistad por el señor Ferrars; pero, ¿no advierte que mi intervención en esta oportunidad sería completamente innecesaria? Él es hermano de la señora de John Dashwood... eso debería ser suficiente como aval para su esposo.
—Pero la señora de John Dashwood no aprueba de verdad que Edward tome las órdenes.
—Entonces presumo que mi intervención tendría escasa fortuna.
De nuevo guardaron silencio durante varios minutos. Por fin Lucy exclamó, con un gran lamento:
—Creo que lo más sabio sería poner fin a todo esto de una vez, deshaciendo el compromiso. Parece que son tantas las dificultades que nos asfixian por todos lados, que aunque nos haga desventurados por algún tiempo, a la larga quizás estemos mejor. Pero, ¿no me aconsejaría usted, señorita Dashwood?
—No —respondió Elinor, con una sonrisa que ocultaba una gran turbación—, sobre tal tema por supuesto que no lo haré. Sabe perfectamente que mi opinión no tendría peso alguno en usted, a no ser que respaldara sus deseos.
—En verdad es injusta conmigo —respondió Lucy con gran ampulosidad—; no sé de nadie cuyo juicio pese tanto como el suyo; y realmente creo que si usted fuera a decirme “Le aconsejo que, cueste lo que cueste, ponga fin a su compromiso con Edward Ferrars, será lo mejor para la felicidad de ambos”, no vacilaría en hacerlo enseguida.
A Elinor se le subieron los colores ante la falta de sinceridad de “la futura esposa de Edward”, y replicó:
—Tal cumplido sería totalmente eficaz para aventar en mí toda posibilidad de ofrecer mi opinión en esta materia, si es que tuviera alguna. Da demasiado valor a mi influencia; el poder de separar a dos personas unidas tan afectuosamente es demasiado para alguien que no es parte interesada.
—Es por esto, porque no es parte interesada —dijo Lucy, con una cierta testarudez y acentuando de manera especial esas palabras— que su parecer podría tener, con toda justicia, tal influencia en mí. Si pudiera suponerse que su opinión fuera parcial en cualquier sentido por sus propios sentimientos, no valdría la pena pedirla.
Elinor creyó más inteligente no contestar a esto, no fuera a ocurrir que se empujaran mutuamente a hablar con una libertad y franqueza que no podía ser prudente, e incluso estaba en parte decidida a no hablar nunca más del tema. Así, a esta conversación siguió una pausa de varios minutos, y de nuevo fue Lucy quien le puso fin.
—¿Estará en la ciudad este invierno, señorita Dashwood? —le preguntó, con su habitual cortesía.
—Espero que no.
—Cuánto lo siento —respondió la otra, brillándole los ojos ante la información—. ¡Me habría gustado tanto verla allí! Pero creería que va a ir sea como fuere. Con toda seguridad, su hermano y su hermana la invitarán a su casa.
—No podré aceptar su invitación, si es que la hacen.
—¡Qué lástima! Estaba tan confiada en que nos encontraríamos allá. Anne y yo iremos a fines de enero a casa de unos parientes que hace años nos están rogando que los visitemos. Pero voy únicamente por ver a Edward. Él estará allá en febrero; si no fuera así, Londres no tendría ningún acicate para mí; no tengo ánimo para eso.
No transcurrió mucho tiempo antes de que terminara la primera ronda de naipes y llamaran a Elinor a la mesa, lo que puso fin a la conversación íntima de las dos damas, algo a que ni una ni otra opuso gran resistencia, porque nada se había dicho en esa ocasión que les hiciera sentir una repulsión por la otra menor al que habían sentido antes. Elinor se sentó a la mesa con el triste convencimiento de que Edward no solo no quería a la persona que iba a ser su esposa, sino que no tenía la menor posibilidad de alcanzar ni tan solo una aceptable felicidad en el matrimonio, algo que podría haber tenido si ella, su prometida, lo hubiera amado con sinceridad, pues tan solo el propio interés podía impulsar a que una mujer atara a un hombre a un compromiso que claramente lo asfixiaba.
Desde ese instante Elinor nunca volvió a tocar el tema; y cuando lo mencionaba Lucy, que no dejaba pasar la oportunidad de introducirlo en la conversación y se preocupaba especialmente de hacer saber a su confidente su felicidad cada vez que recibía una carta de Edward, la primera lo trataba con sosiego y cautela y lo despachaba en cuanto lo permitían las buenas maneras, pues sentía que tales conversaciones eran una concesión que Lucy no se merecía, y que para ella era peligrosa.
La visita de las señoritas Steele a Barton Park se alargó mucho más allá de lo que había supuesto la primera invitación. Aumentó el aprecio que les tenían, no podían prescindir de ellas; sir John no deseaba escuchar que se iban; a pesar de los numerosos compromisos que tenían en Exeter y de que hubieran sido contraídos hacía tiempo, a pesar de su absoluta obligación de volver a cumplirlos enseguida, que se hacía sentir imperativamente cada fin de semana, se las persuadió a quedarse casi dos meses en la finca, y ayudar en la adecuada celebración de esas festividades que requieren de una cantidad más que usual de bailes privados y grandes cenas para proclamar su relieve.
Beneficio: Conjunto de derechos y emolumentos que obtiene un eclesiástico, inherentes o no a un oficio. (Diccionario de la Lengua Española, R.A.E.)
Capítulo XXV
Si bien la señora Jennings tenía por costumbre pasar gran parte del año en las casas de sus hijos y amigos, no carecía de una vivienda permanente de su propiedad. Desde la muerte de su esposo, que había comerciado con éxito en una parte menos elegante de la ciudad, pasaba todos los inviernos en una casa emplazada en una de las calles próximas a Portman Square. Hacia ella comenzó a dirigir sus pensamientos al aproximarse enero, y a ella un día, sin más y sin que se lo hubieran esperado, invitó a las dos señoritas Dashwood mayores para que la acompañaran. Elinor, sin observar los cambios de matiz en el rostro de su hermana y la animada expresión de sus ojos, que revelaban que el plan le gustaba, excusó de inmediato, agradecida pero rehusando, a nombre de las dos, pensando estar haciéndose cargo de un deseo compartido. La causa a la que recurrió fue su firme decisión de no dejar a su madre en esa época del año. La señora Jennings recibió el rechazo de su invitación con algo de asombro, y la repitió de nuevo.
—¡Ay, Dios! Estoy segura de que su madre puede pasarse muy bien sin ustedes, y les ruego me concedan el favor de su compañía, porque he puesto todas mis esperanzas en ello. No se imaginen que van a ser ningún engorro para mí, porque no haré nada fuera de lo que acostumbro para atenderlas. Solo significará enviar a Betty en el coche de posta, y confío en que eso sí puedo permitírmelo. Nosotras tres iremos muy cómodas en mi calesín; y cuando estemos en la ciudad, si no desean ir a donde yo voy, aquí paz y luego gloria, siempre pueden salir con alguna de mis hijas. Estoy segura de que su madre no se opondrá a ello, pues he tenido tanta suerte en sacarme a mis hijos de las manos, que me considerará