ella tampoco podía sentirse muy a disgusto. Y Marianne estaba en forma, feliz por la suavidad del clima y más contenta con sus expectativas de una helada.
Pasaron la mañana principalmente repartiendo tarjetas de visita en las casas de los conocidos de la señora Jennings para darles cuenta de su vuelta a la ciudad; y todo el tiempo Marianne se mantenía ocupada observando la dirección del viento, vigilando los cambios del cielo e imaginando que mudaba la temperatura del aire.
—¿No encuentras que está más frío que en la mañana, Elinor? A mí me parece que hay una marcada diferencia. Casi no puedo mantener las manos calientes ni siquiera en el manguito. Creo que ayer no estuvo así. Parece que está aclarando también, después saldrá el sol y tendremos una tarde despejada.
Elinor se sentía a ratos divertida, a ratos triste; pero Marianne no se daba por vencida y cada noche en el resplandor del fuego, y cada mañana en el aspecto de la atmósfera, compraba los indudables signos de una cada vez más próxima helada.
Las señoritas Dashwood no tenían más motivos para estar descontentas con la forma de vida y el grupo de relaciones de la señora Jennings que con su conducta hacia ellas, que siempre era cariñoso. Todos sus arreglos domésticos se hacían según las más generosas disposiciones, y a excepción de unos pocos amigos antiguos de la ciudad, a los cuales, para disgusto de lady Middleton, nunca había dejado de tratar, no se visitaba con nadie cuyo conocimiento pudiera en absoluto turbar a sus jóvenes acompañantes. Contenta de encontrarse en ese aspecto en mejores condiciones que las que había previsto, Elinor se mostraba muy dispuesta a transigir con lo poco divertidas que resultaban sus reuniones nocturnas, las cuales tanto en casa como fuera de ella se organizaban solo para jugar a los naipes, algo que le ofrecía escaso entretenimiento.
El coronel Brandon, invitado permanente a la casa, las acompañaba casi a diario; venía a contemplar a Marianne y a hablar con Elinor, que con frecuencia disfrutaba más de la conversación con él que con ningún otro suceso cotidiano, pero al mismo tiempo veía con gran preocupación cómo persistía el interés que mostraba por su hermana. Temía incluso que fuera cada vez más fuerte. Le apenaba ver la ansiedad con que solía observar a Marianne y cómo parecía ciertamente más desanimado que en Barton.
Alrededor de una semana después de su llegada, estaba claro que también Willoughby se encontraba en la ciudad. Cuando llegaron de la salida matinal, su tarjeta se encontraba sobre la mesa.
—¡Ay, Dios! —exclamó Marianne—. Estuvo aquí mientras habíamos salido.
Elinor, alegrándose al saber que Willoughby estaba en Londres, se animó a decir:
—Puedes confiar en que mañana vendrá otra vez.
Marianne casi no pareció escucharla, y al entrar la señora Jennings, marchó con su preciosa tarjeta.
Este acontecimiento, junto con levantarle el ánimo a Elinor, le devolvió al de su hermana toda, y más que toda su anterior agitación. A partir de ese instante su mente no conoció un momento de sosiego; sus expectativas de verlo en cualquier momento del día la inhabilitaron para cualquier otra cosa. A la mañana siguiente insistió en quedarse en casa cuando las otras salieron.
Elinor no pudo dejar de pensar en lo que estaría pasando en Berkeley Street durante su ausencia; pero una rápida mirada a su hermana cuando volvieron fue bastante para informarle que Willoughby no había aparecido por segunda vez. En ese preciso instante trajeron una nota, que dejaron en la mesa.
—¡Para mí! —exclamó Marianne, yendo rápidamente hacia ella.
—No, señorita; para mi señora.
Pero Marianne, no convencida, la tomó enseguida.
—En verdad es para la señora Jennings. ¡Qué aburrimiento!
—Entonces, ¿esperas una carta? —dijo Elinor, incapaz de seguir guardando silencio.
—¡Sí! Un poco... no mucho.
—No confías en mí —dijo Elinor, después de un corto silencio.
—¡Vamos, Elinor! ¡Tú haciendo tal reproche... tú, que no confías en nadie!
—¡Yo! —replicó Elinor, algo aturdida—. Es que, Marianne, no tengo nada que decir.
—Tampoco yo —respondió con fuerza Marianne—; estamos entonces en idénticas condiciones. Ninguna de las dos tiene nada que contar; tú porque no comunicas nada, y yo porque nada escondo.
Elinor, dolida por esta acusación de exagerada reserva que no se sentía capaz de pasar por alto, no supo, en tales circunstancias, cómo hacer que Marianne se confiara.
No tardó en aparecer la señora Jennings, y al entregarle la nota, la leyó en voz alta. Era de lady Middleton, y en ella anunciaba su llegada a Conduit Street la noche anterior y solicitaba el gusto de la compañía de su madre y sus primas esa tarde. Ciertos negocios en el caso de sir John, y un fuerte resfriado de su lado, les impedían ir a Berkeley Street. Fue aceptada la invitación, pero cuando se acercaba la hora de la cita, aunque la cortesía más básica hacia la señora Jennings exigía que ambas la acompañaran en esa visita, a Elinor se le hizo difícil convencer a su hermana de ir, porque todavía no sabía nada de Willoughby y, por lo tanto, estaba tan poco dispuesta a salir a distraerse como incapaz de correr el riesgo de que él viniera en su ausencia.
Al caer la tarde, Elinor había descubierto que la naturaleza de una persona no se modifica materialmente con un cambio de residencia; pues aunque hacía poco que se habían instalado en la ciudad, sir John había conseguido reunir a su alrededor a unas veinte jóvenes y entretenerlos con un baile. Lady Middleton, sin embargo, no aprobaba esto. En el campo, un baile improvisado era muy aceptable; pero en Londres, donde la reputación de elegancia era fundamental y más difícil de ganar, era arriesgar mucho, para complacer a unas pocas muchachas, que se pregonara que lady Middleton había organizado un pequeño baile para ocho o nueve parejas, con dos violines y un simple refrigerio en el aparador.
El señor y la señora Palmer formaban parte de la concurrencia; el primero, al que no habían visto antes desde su llegada a la ciudad dado que él evitaba minuciosamente cualquier apariencia de atención hacia su suegra y así jamás se le acercaba, no dio ninguna señal de haberlas reconocido al entrar. Las miró apenas, sin parecer saber quiénes eran, y a la señora Jennings le dirigió una somera inclinación de cabeza desde el otro lado de la habitación. Marianne echó una mirada a su alrededor no bien entró; fue suficiente: él no estaba ahí... y después se sentó, tan poco dispuesta a dejarse entretener como a entretener a los demás. Tras haber estado reunidos cerca de una hora, el señor Palmer se acercó distraídamente hacia las señoritas Dashwood para comunicarles su sorpresa de verlas en la ciudad, aunque era en su casa que el coronel Brandon había tenido la primera noticia de su llegada, y él mismo había dicho algo muy chocante al saber que iban a venir.
—Creía que las dos estaban en Devonshire —les comunicó.
—¿Sí? —contestó Elinor.
—¿Cuándo van a volver?
—No tenemos ni idea.
Y así acabó la conversación.
Jamás en toda su vida había estado Marianne tan poco deseosa de bailar como esa noche, y jamás el ejercicio la había fatigado tanto. Se quejó de ello cuando volvían a Berkeley Street.
—Ya, ya —dijo la señora Jennings—, sabemos muy bien cuál es la causa; si una cierta persona a quien no nombraremos hubiera estado allí, no habría estado ni pizca de cansada; y para decir verdad, no fue muy cortés de su parte no haber venido a verla, después de haber sido invitado.
—¡Invitado! —exclamó Marianne.
—Así me lo ha dicho mi hija, lady Middleton, porque al parecer sir John se encontró con él en alguna parte esta mañana.
Marianne no dijo nada más, pero pareció estar muy ofendida. Viéndola así y deseosa de hacer algo que pudiera contribuir a aliviar a su hermana, Elinor decidió escribirle a su madre al día