Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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pero miraba en torno suyo con ojos infantiles de asombro y de interrogación.

      El grupo salvador pudo convencer pronto a los dos abandonados de que lo que veían no era un engaño de sus sentidos. Uno de ellos alzó a la niña en vilo y se la subió a los hombros, mientras los demás sostenían a su desmadejado compañero y lo llevaban hacia las galeras.

      —Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—. Esta niña pequeña y yo somos los únicos que quedamos de veinte personas. Los demás murieron todos, allá en el Sur, de sed y de hambre.

      —¿Es hija suya?

      —¡Claro que ahora lo es! —exclamó con acento resuelto el interrogado—. Es hija mía porque yo la he salvado. Nadie podrá quitármela. De hoy en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero ¿quiénes son ustedes? —prosiguió, examinando con curiosidad a sus fornidos y atezados salvadores—. Por lo visto son un grupo numerosísimo.

      —Cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—. Somos los hijos de Dios perseguidos. Somos los elegidos del Ángel Moroni.

      —Nunca lo oí nombrar —dijo el caminante—. Por lo visto, los ha elegido en cantidad.

      —No bromees con lo que es sagrado —contestó el otro severamente—. Somos de los que creen en las Sagradas Escrituras escritas con caracteres egipcios sobre placas de oro batido que fueron puestas en las manos del santo Joseph Smith en Palmira. Venimos de Nauvoo, en el estado de Illinois, lugar en el que habíamos fundado nuestro templo. Buscamos un refugio que nos ponga a salvo de los hombres violentos e impíos, aunque sea en el corazón del desierto.

      El nombre de Nauvoo despertó, sin duda, recuerdos en John Ferrier; y dijo:

      —Ahora caigo. Vosotros sois los mormones.

      —Somos los mormones —contestaron a coro sus compañeros.

      —¿Adónde van?

      —No lo sabemos. Nos guía la mano de Dios bajo la persona de nuestro profeta. Tienes que venir a su presencia. Él dirá lo que hemos de hacer.

      Para ese momento habían llegado al pie del collado, y se vieron rodeados por muchedumbres de peregrinos, mujeres de rostro pálido y bondadosa mirada. Cuando vieron los pocos años de uno de aquellos extranjeros y la miseria del otro, se alzaron en gran cantidad exclamaciones de asombro y de conmiseración. Sin embargo, su escolta no se detuvo y avanzó, seguida por una gran multitud de mormones, hasta que llegaron a una galera que se distinguía por su gran volumen y por su aspecto chillón y elegante. Tiraban de ella seis caballos, siendo así que las de los demás solo estaban tiradas por dos o a lo sumo cuatro animales. Junto al carretero estaba sentado un hombre que no podía tener más de treinta años, pero al que su maciza cabeza y su expresión resuelta señalaban como conductor de multitudes. Estaba leyendo un volumen de lomo pardo, pero lo puso de lado al ver acercarse a la multitud, y escuchó atentamente el relato del episodio. Acto seguido se volvió hacia los dos extraviados.

      —Si hemos de llevarlos con nosotros —dijo con frases solemnes—, será únicamente como creyentes de nuestra propia fe. No aceptaremos lobos en nuestro redil. Es preferible con mucho que sus huesos se blanqueen en este desierto a que vengan a convertirse en la manchita de podredumbre que acaba por corromper el fruto. ¿Quieren venir con nosotros en estas condiciones?

      —Yo iré con ustedes aceptando cualquier condición, por lo que veo —dijo Ferrier, poniendo tal énfasis en sus palabras, que los solemnes ancianos no pudieron dominar una sonrisa. Únicamente el jefe mantuvo su expresión severa y solemne.

      —Hermano Stangerson, llévenselo, denle de comer y de beber, y también a la niña —dijo—. Encárguense también de enseñarle nuestra santa fe. Nos hemos retrasado ya bastante. ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!

      —¡Adelante, adelante hacia Sión! —gritó la muchedumbre de mormones.

      Y esas palabras corrieron como una ola a todo lo largo de la caravana, pasando de boca en boca hasta que se apagaron como un débil murmullo en la lejanía. Entre restallidos de látigos y chirriar de ruedas, las grandes galeras se pusieron en movimiento y la caravana entera empezó pronto a serpentear otra vez. El anciano a cuyo cuidado habían sido puestos los dos extraviados los condujo hasta su propia galera, en la que los esperaba ya la comida.

      —Se quedarán aquí —les dijo—. En unos días se recobrarán del cansancio. Entretanto, no olviden que de ahora en adelante pertenecen a nuestra religión. Brigham Young lo ha dicho, y él habló con la voz de Joseph, que es la misma voz de Dios.

      Capítulo II:

      La flor de Utah

      Este no es lugar apropiado para relatar las penurias por las que pasaron los emigrantes mormones hasta que llegaron al refugio final. Habían avanzado con una constancia que casi no tiene paralelo en la historia, desde las vertientes occidentales de las Montañas Rocosas hasta las orillas del Mississippi. Con tenacidad anglosajona habían vencido todos los escollos que podía la naturaleza ponerles en el camino: el hambre, la sed, la fatiga, los salvajes, las fieras y la enfermedad. Pero aquella larga travesía y los horrores que se iban acumulando habían quebrantado hasta las voluntades de los más fuertes. Todos se arrodillaron para hacer una plegaria que les salía del corazón cuando vieron a sus pies el ancho valle de Utah bañado por la luz del sol, y oyeron de labios de su jefe que aquella era la tierra prometida y que habían de ser suyos aquellos acres de tierras vírgenes para siempre.

      Young mostró muy pronto que era tan buen administrador como jefe decidido. Se trazaron mapas y se prepararon planos, en los que se hizo el proyecto de la futura ciudad. Alrededor de esta se concedieron terrenos para granjas en proporción a los méritos de cada cual. Al comerciante se le estableció en su comercio y al artesano en su oficio. Surgieron las calles y las plazas como por ensalmo. En el campo se hicieron labores de drenaje y de vallado, se plantó y se limpió de manera que, al llegar el verano siguiente, toda la región estaba dorada de trigales maduros. Todo prosperó en aquella extraordinaria colonia. En primer lugar, el gran templo que habían erigido en el centro de la ciudad se hizo cada vez más alto y más espacioso. Desde el primer arrebol del alba hasta que cerraba el crepúsculo vespertino, no cesaba de oírse el golpear de los martillos y el chirriar de la sierra en el monumento que los emigrados erigían a Aquel que los había llevado a buen puerto, atravesando mil peligros.

      Los dos extraviados, John Ferrier y la muchachita, que habían compartido su fortuna y a la que adoptó por hija, acompañaron a los mormones hasta el fin de su peregrinación. La pequeña Lucy Ferrier fue llevada con bastante comodidad en la galera del anciano Stangerson, refugio que ella compartía con las tres mujeres del mormón y con su hijo, muchacho de doce años, terco y audaz. Habiéndose repuesto, con la elasticidad propia de la niñez, de la emoción que le causó la muerte de su madre, la niña se convirtió pronto en mimada de las mujeres, y se adaptó a esta nueva clase de vida en su casa ambulante de techo de luna. Entretanto, Ferrier, repuesto de sus privaciones, se distinguió como guía útil y cazador infatigable. Tan rápidamente se ganó el aprecio de sus nuevos compañeros que, una vez llegados al final de sus andanzas, acordaron por unanimidad que se le otorgase un trozo de tierra tan espacioso y tan fértil como el de cualquiera de los colonos, con excepción de los del mismo Young y de los de Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber, que eran los cuatro principales ancianos.

      John Ferrier se construyó en su granja una sólida casa de troncos, que en años sucesivos recibió tantos ensanches que acabó siendo un chalet espacioso. Era hombre de sentido práctico, inteligente en sus tratos y hábil de manos. Su constitución férrea le permitía trabajar desde la mañana hasta la noche en la mejora y el laboreo de sus tierras. Por esta razón, su granja y todo cuanto le pertenecía prosperaron de manera extraordinaria. En tres años había aventajado a sus convecinos, a los seis estaba en la abundancia, a los nueve era rico, y a los doce no había en toda Salt Lake City media docena de hombres que pudieran compararse con él. Desde el gran mar interior hasta las montañas de Wahsatch no había nombre mejor conocido que el de John Ferrier. En una sola cosa, y solo en una, Ferrier hería las susceptibilidades de sus correligionarios. No hubo razonamiento ni persuasión que lograse inducirlo a que tomara mujeres