Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


Скачать книгу

      —Es cierto que no me he casado —contestó Ferrier—. Pero es que las mujeres escaseaban y otros tenían mejores títulos que yo, que no vivía solitario, porque tenía a mi hija para atenderme en mis necesidades.

      —Es de esa hija de la que quiero hablarte —dijo el jefe de los mormones—. Ella ha llegado a ser la flor de Utah y ha encontrado favor a los ojos de muchos que ocupan lugar muy alto en el país.

      John Ferrier dejó escapar en su interior un gemido.

      —Se cuentan de ella cosas que me resisto a creer; se cuenta de ella que está comprometida con no sé qué gentil. Son seguramente rumores de lenguas sin oficio. ¿Cuál es el mandamiento decimotercero del código del santo Joseph Smith? “Todas las doncellas pertenecientes a la verdadera fe deben contraer matrimonio con uno de los elegidos, porque la que se casa con un gentil comete un grave pecado”. Siendo esto así, es imposible que tú, que profesas la santa fe, toleres que tu hija viole ese mandamiento.

      John Ferrier no contestó, pero jugueteó nervioso con su fusta.

      —Este es el punto único que nos servirá para poner a prueba tu fe. Así lo ha decidido el Consejo Sagrado de los Cuatro. La muchacha es joven y no queremos que se case con un hombre ya encanecido, y no queremos tampoco quitarle por completo la facultad de elegir. Nosotros los ancianos tenemos muchas vaquillas, pero tenemos que proveer también a nuestros hijos. Stangerson tiene un hijo y Drebber tiene un hijo, y cualquiera de los dos acogería con la mayor alegría a tu hija en su casa. Que ella misma elija entre los dos. Son jóvenes y ricos y pertenecen a la verdadera fe. ¿Qué dices a esto?

      Ferrier permaneció callado por un breve espacio de tiempo, con el ceño fruncido. Por fin dijo:

      —Denos tiempo. Mi hija es muy joven, apenas si ha entrado en la edad del matrimonio.

      —Tendrá un mes para elegir —dijo Young, levantándose de su asiento—. Al finalizar ese plazo tendrá que darnos su contestación.

      Estaba ya cruzando el umbral cuando se giró con el rostro encendido y los ojos centelleantes para decir con voz tonante:

      —Sería mejor para ustedes, John Ferrier, que tú y ella yacieran como esqueletos blanqueados en lo alto de la Sierra Blanca, antes que oponer sus débiles voluntades a las órdenes de los Cuatro Santos.

      Se alejó de la puerta con un ademán amenazador, y Ferrier oyó el ruido de sus fuertes pisadas alejándose por el camino de gravilla. Aún estaba Ferrier sentado, con los codos en las rodillas, meditando cómo exponer el asunto a su hija, cuando notó que una mano suave se apoyaba en la suya, y al alzar la vista la vio, en pie, a su lado. Le bastó una mirada al rostro pálido y asustado de la joven para comprender que ella había oído la conversación.

      —No pude evitarlo —dijo, contestando a su mirada—. Su voz resonaba por toda la casa. ¡Padre!¡padre! ¿Qué vamos a hacer?

      —No tengas miedo —contestó él, atrayéndola hacia sí, acariciando con su mano ancha y áspera sus castaños cabellos—. De una manera u otra lo arreglaremos. No disminuye tu cariño por ese mozo, ¿verdad?

      Un sollozo y un apretón de mano fueron la única respuesta que ella le dio.

      —No, por supuesto que no. No me gustaría que me dijeses que había disminuido. Es un mozo bien parecido y es un cristiano, lo cual es ser bastante más de lo que son estas gentes de aquí, a pesar de tanto rezar y predicar. Mañana sale una expedición para Nevada, y yo me las arreglaré para enviarle un mensaje explicándole el conflicto en que estamos inmersos. O yo no conozco a ese mozo, o regresará a una velocidad que dejará pequeña a la del telégrafo eléctrico.

      Lucy se echó a reír por entre sus lágrimas al escuchar aquella descripción de su padre.

      —Cuando él llegue nos aconsejará lo que mejor se puede hacer. Es por usted por quien yo tengo miedo, padre. Se oyen contar... se oyen contar unas cosas espantosas acerca de los que se oponen al Profeta, siempre les ocurre algo terrible.

      —Pero nosotros no nos hemos opuesto a él todavía —contestó su padre—. Tiempo tendremos de esperar la tormenta cuando lo hagamos. Tenemos por delante un mes entero, hacia fines de ese plazo creo que haremos bien en alejarnos de Utah.

      —¡Irnos de Utah!

      —Algo por el estilo.

      —¿Y la granja?

      —Convertiremos en dinero todo cuanto nos sea posible, y lo demás tendremos que dejarlo. Si he de decirte la verdad, Lucy, no es esta la primera vez que se me ha ocurrido hacerlo. Yo no estoy por someterme a nadie, como lo hace esta gente con su condenado Profeta. Yo he nacido norteamericano y libre, y todo esto me resulta nuevo. Probablemente soy demasiado viejo para aprender. Si ese hombre anda ramoneando por los alrededores de esta granja, quizá tropiece con un escopetazo de postas que caminan en sentido contrario.

      —Pero no nos dejarán marchar —le objetó su hija.

      —Espera que venga Jefferson, y pronto lo arreglaremos. Entretanto, no te preocupes, cariño, y no dejes que se te irriten los ojos de llorar, porque si él te ve así la tomaría contigo. No hay ningún motivo para asustarse y tampoco existe peligro alguno.

      John Ferrier sentenció estas consoladoras palabras con seguridad; pero Lucy puso especial atención en que aquella noche tuvo un cuidadoso esmero en ponerle el cerrojo a las ventanas y en limpiar y cargar la vieja escopeta que colgaba en una pared del dormitorio.

      Capítulo IV:

      Una fuga para salvar la vida

      John Ferrier marchó a Salt Lake City a la mañana siguiente a su entrevista con el profeta mormón, y le confió un mensaje destinado a Jefferson Hope al conocido suyo que partía en dirección a las montañas de Nevada. Ahí prevenía al joven del peligro que los amenazaba y de lo imperante que era que regresase. Hecho eso, estuvo más tranquilo y regresó a su casa con el corazón sosegado.

      Al estar ya cerca de la granja se sorprendió de encontrar sendos caballos atados a los dos pilares de la puerta exterior. Y aún más se impresionó cuando, ya dentro de su casa, se encontró con que dos jóvenes habían tomado posesión de su cuarto de estar. Uno de ellos, de rostro pálido y alargado, estaba arrellanado en la mecedora, descansando los pies encima de la estufa. El otro, un joven de cuello corto y de rasgos faciales toscos y abotargados, permanecía en pie delante de la ventana, con las manos hundidas en los bolsillos, y silbaba un himno popular. Ambos saludaron a Ferrier con una inclinación de cabeza, y el de la mecedora dio principio a la conversación.

      —Usted quizás no nos conoce —dijo—. Ese que ve usted ahí es hijo del anciano Drebber, y yo soy Joseph Stangerson, el mismo que hizo el viaje con ustedes por el desierto en la ocasión aquella en que el Señor alargó su mano y los recogió dentro de la verdadera congregación de sus fieles.

      —Y eso mismo hará a su debido tiempo con todos los pueblos —dijo el otro con voz nasal—. El Señor muele lentamente pero muele fino.

      John Ferrier hizo una fría inclinación. Había adivinado a qué venían sus visitantes.

      —Estamos aquí —dijo Stangerson— por consejo de nuestros padres, a pedir la mano de vuestra hija para que usted y ella elijan entre nosotros dos. Como yo solo tengo cuatro esposas y el hermano Drebber tiene siete, creo tener un título más poderoso que el suyo.

      —No, no, hermano Stangerson —exclamó el otro—. No se trata de cuántas esposas tiene cada uno de nosotros, sino del número de ellas que es capaz de mantener. Yo soy el más rico de los dos, porque mi padre me ha cedido ya sus talleres.

      —Pero mis perspectivas son mejores —contestó acaloradamente el Stangerson—. Cuando el Señor se lleve a mi padre, pasarán a mis manos su curtiduría y su fábrica de artículos de cuero. Además, tengo más años que tú y ocupo en la Iglesia una posición más elevada.

      —La que decide es la moza —le replicó Drebber, haciendo una mueca a su propia imagen reflejada en el espejo—. Dejaremos