Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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intercambiado ni una palabra, ni tan siquiera una mirada de cariño, y sin embargo, ahora que pasábamos un momento de apuro, nuestras manos se habían buscado instintivamente. Siempre que pienso en ello me maravilla, pero en entonces me pareció la cosa más natural volverme hacia ella, y ella me ha contado a veces que también fue el instinto el que la hizo recurrir a mí en busca de protección. Y así nos quedamos, cogidos de la mano como dos niños, y había paz en nuestros corazones a pesar de todas las cosas oscuras que nos rodeaban.

      —¡Qué lugar tan extraño! —dijo ella, mirando alrededor.

      —Parece como si hubieran soltado por aquí a todos los topos de Inglaterra. He visto algo parecido en la ladera de una montaña de Ballarat, donde habían estado trabajando los buscadores de oro.

      —Y por los mismos motivos —dijo Holmes—. Estas son las huellas de los buscadores de tesoros. Recuerden que han estado buscándolo durante seis años. No es de extrañar que el terreno parezca una cantera de grava.

      En aquel momento, la puerta de la casa se abrió de golpe y Thaddeus Sholto salió corriendo, con los brazos extendidos y una expresión de terror en sus ojos.

      —¡A Bartholomew le ha ocurrido algo malo! —gritó—. Estoy asustado. Mis nervios no aguantan más.

      Efectivamente, balbuceaba de miedo y su rostro gesticulante y débil, que asomaba sobre el gran cuello de astracán, tenía la expresión desamparada de un niño aterrorizado.

      —Entremos en la casa —dijo Holmes con su tono firme y decidido.

      —¡Sí, entremos! —gimió Thaddeus Sholto—. La verdad, no me siento capaz de dar órdenes.

      Todos le seguimos a la habitación del ama de llaves, que se encontraba a la izquierda del pasillo. La anciana estaba andando de un lado a otro con gesto asustado y dedos inquietos, pero la presencia de la señorita Morstan pareció ejercer en ella un efecto tranquilizador.

      —¡Dios bendiga su cara dulce y serena! —exclamó con un sollozo histérico—. ¡Es un consuelo verla! ¡Ay, qué día tan espantoso he pasado!

      Nuestra acompañante le dio unas palmaditas en las manos huesudas y estropeadas por el trabajo, y murmuró algunas palabras de consuelo, amables y femeninas, que devolvieron el color a las mejillas cadavéricas de la pobre mujer.

      —El amo se ha encerrado y no me responde —explicó—. He estado todo el día esperando que llame, porque a veces le gusta estar solo sin que le molesten, pero hace una hora temí que pasara algo malo, subí a su cuarto y miré por el ojo de la cerradura. Tiene usted que subir, señor Thaddeus..., tiene que subir y verlo usted mismo. Llevo diez largos años viendo al señor Bartholomew Sholto, en momentos buenos y momentos malos, pero jamás lo he visto con una cara como esa.

      Sherlock Holmes tomó la lámpara y abrió la marcha, ya que a Thaddeus Sholto le castañeteaban los dientes y estaba tan trastornado que tuve que pasarle la mano bajo el brazo para sostenerlo cuando subíamos las escaleras, porque le temblaban las rodillas. Durante la ascensión, Holmes sacó dos veces su lupa del bolsillo y examinó atentamente marcas que a mí me parecieron simples manchas de polvo en la estera de palma que servía como alfombra de la escalera. Caminaba despacio, de escalón en escalón, sosteniendo la lámpara a poca altura y lanzando atentas miradas a derecha e izquierda. La señorita Morstan se había quedado con la asustada ama de llaves.

      El tercer tramo de escaleras terminaba en un pasillo recto bastante largo, con un gran tapiz indio a la derecha y tres puertas a la izquierda. Holmes avanzó por él del mismo modo lento y metódico, y los demás le seguíamos los pasos, proyectando negras y largas sombras a nuestras espaldas. La tercera puerta era la que buscábamos. Holmes llamó sin obtener respuesta, y después intentó girar el picaporte y abrirlo a la fuerza. Pero la puerta estaba cerrada por dentro, y con una cerradura muy grande y resistente, como pudimos apreciar alumbrándola con la lámpara. No obstante, como habían hecho girar la llave, el ojo de la cerradura no estaba tapado del todo. Sherlock Holmes se agachó para mirar y se incorporó al instante, tomando aire ruidosamente.

      —Aquí hay algo diabólico, Watson —dijo, más emocionado que lo que yo le había visto nunca—. ¿Qué le parece a usted?

      Me agaché para mirar por el agujero y retrocedí horrorizado. La luz de la luna entraba en la habitación, iluminándola con un resplandor difuso y desigual. Mirándome de frente y como suspendida en el aire, ya que todo lo demás estaba en sombras, había una cara..., la mismísima cara de nuestro compañero Thaddeus. Tenía el mismo cráneo puntiagudo y brillante, la misma orla circular de pelo rojo, la misma palidez en el rostro. Sin embargo, sus facciones estaban contraídas en una sonrisa horrible, una sonrisa agarrotada y antinatural, que en aquella habitación silenciosa y a la luz de la luna resultaba más perturbadora que cualquier contorsión o mal gesto. Tanto se parecía aquel rostro al de nuestro pequeño amigo que me volví a mirarlo para asegurarme de que seguía con nosotros. Solo entonces me acordé de que nos había dicho que su hermano y él eran gemelos.

      —¡Esto es terrible! —le dije a Holmes—. ¿Qué debemos hacer?

      —Hay que echar abajo la puerta —respondió, lanzándose contra ella y aplicando todo su peso sobre la cerradura.

      La puerta crujió y gimió, pero no cedió. De nuevo nos lanzamos contra ella, los dos juntos, y esta vez se abrió con un súbito chasquido y nos encontramos dentro de la habitación de Bartholomew Sholto.

      Parecía estar equipada como un laboratorio químico. En la pared más alejada de la puerta se alineaba una doble hilera de frascos con tapón de cristal, y en la mesa había una maraña de mecheros Bunsen, tubos de ensayo y retortas. En los rincones había garrafas de ácido en cestos de mimbre. Una de ellas tenía un agujero o estaba rota, porque había dejado escapar un chorro de líquido oscuro y el aire estaba cargado de un olor acre, como de alquitrán. A un lado de la habitación había una escalera de mano, en medio de un montón de tablas rotas y trozos de escayola, y encima de ella se veía un agujero en el techo, lo bastante grande para que pasara por él un hombre. Al pie de la escalera había un largo rollo de cuerda, tirado al descuido.

      Junto a la mesa, sentado en un sillón de madera, estaba sentado el dueño de la casa, desmadejado y con la cabeza caída sobre el hombro izquierdo, y con aquella sonrisa espantosa e inescrutable en su rostro. Estaba rígido y frío, y se notaba que llevaba muchas horas muerto. Me dio la impresión de que no solo sus facciones, sino todos sus miembros, estaban retorcidos y contraídos de la manera más fantástica. Sobre la mesa, junto a la mano del muerto, había un instrumento muy curioso: un mango de madera oscura y de grano fino con una cabeza de piedra, como la de un martillo, atada toscamente con una cuerda áspera. Junto a este había una hoja de cuaderno rasgada, en la que se veían garabateadas unas palabras. Holmes le echó un vistazo y luego me la pasó.

      —Mire —dijo, levantando elocuentemente las cejas.

      A la luz de la lámpara, leí con un estremecimiento de horror: “El signo de los cuatro”.

      —¡Por amor de Dios! ¿Qué significa esto? —pregunté.

      —Significa asesinato —respondió Holmes, inclinándose completamente sobre el cadáver—. ¡Ajá! Lo que yo suponía. ¡Mire aquí!

      Señalaba algo que parecía una espina larga y oscura, clavada en la piel justo encima de la oreja.

      —Parece una espina —dije.

      —Es una espina. Puede usted arrancarla, pero tenga cuidado, porque está envenenada.

      La cogí entre el índice y el pulgar. Salió con tanta facilidad de la piel que prácticamente no dejó señal alguna. El único rastro era una minúscula gota de sangre donde había sido el pinchazo.

      —Para mí, todo esto es un misterio insoluble —dije—. Se torna cada vez más oscuro, en vez de aclararse.

      —Al contrario —respondió Holmes—. Se va aclarando a cada instante. Ya solo me faltan unos pocos eslabones para tener el caso enteramente conectado.

      Desde que entramos