—Bartholomew es un tipo listo —dijo—. ¿Cómo creen que averiguó dónde estaba el tesoro? Había llegado a la conclusión de que tenía que estar en alguna parte interna de la casa, así que calculó todo el espacio cúbico de la misma y tomó medidas por todas partes, de manera que no quedara por comprobar ni una pulgada. Entre otras cosas, descubrió que la altura del edificio era de setenta y cuatro pies, pero que sumando las alturas de todas las habitaciones y dejando margen suficiente para los espacios entre ellas, que verificó haciendo calas, el total no pasaba de setenta pies. Habían cuatro pies desaparecidos. Solo podían estar en lo alto del edificio; así que abrió un agujero en el techo de yeso de la habitación más alta y allí, efectivamente, encontró un pequeño desván, completamente tapiado, que nadie conocía. En el centro estaba el cofre del tesoro, colocado sobre dos vigas. Lo descolgó a través del agujero y allí lo tiene. Ha calculado el valor de las joyas en medio millón de libras esterlinas, como mínimo.
Al oír aquella gigantesca cifra, todos nos miramos con ojos desorbitados. Si podíamos hacer valer sus derechos, la señorita Morstan dejaría de ser una humilde institutriz para convertirse en la heredera más rica de Inglaterra. Cualquier amigo leal habría tenido que alegrarse ante semejante noticia, pero confieso avergonzado que me dejé vencer por el egoísmo y sentí que el corazón me pesaba como si fuera de plomo. Balbuceé unas cuantas y entrecortadas palabras de felicitación y me quedé abatido, con la cabeza gacha, sordo al parloteo de nuestro nuevo amigo. Decididamente, el hombre era un hipocondríaco sin remedio, y yo era vagamente consciente de que iba enumerando interminables series de síntomas y suplicando información acerca de la composición y efectos de innumerables potingues de charlatán, varios de los cuales llevaba en el bolsillo, en un estuche de cuero. Espero que no recuerde ninguna de las respuestas que le di aquella noche. Holmes asegura que me oyó advertirle del gran peligro que supone tomar más de dos gotas de aceite de ricino, y que le recomendé estricnina en grandes dosis como sedante. Sin embargo, lo cierto es que sentí un gran alivio cuando nuestro coche se detuvo con una sacudida y el cochero saltó a tierra para abrirnos la puerta.
—Esto, señorita Morstan, es el Pabellón Pondicherry —dijo Thaddeus Sholto mientras le ofrecía la mano para bajar.
Capítulo V:
La tragedia del Pabellón Pondicherry
Cuando llegamos a esta etapa final de nuestra aventura nocturna eran casi las once de la noche. Habíamos dejado atrás la húmeda niebla de la ciudad y la noche estaba tranquila y despejada. Un viento cálido soplaba del Oeste, y unas pesadas nubes se movían lentamente por el cielo, con una media luna que asomaba de vez en cuando entre las aperturas. Era lo suficientemente claro como para ver a cierta distancia, pero Thaddeus Sholto descolgó uno de los faroles laterales del carruaje para darnos mejor luz en nuestro camino.
El Pabellón Pondicherry se alzaba en terreno propio, rodeado por una tapia de piedra muy alta y rematada con cristales rotos. La única vía de entrada era una puerta estrecha con refuerzos de hierro. Nuestro guía llamó a esta puerta con un peculiar toc-toc típico de los carteros.
—¿Quién es? —gritó una voz ronca desde dentro.
—Soy yo, McMurdo. Ya deberías conocer mi llamada.
Oímos una especie de gruñido y el tintineo y rechinar de llaves. La puerta se abrió con dificultad hacia dentro y un hombre bajo y ancho de pecho apareció en el hueco; la luz amarillenta del farol caía sobre su rostro de facciones prominentes, haciéndole guiñar los ojos desconfiados.
—¿Es usted, señor Thaddeus? ¿Pero quiénes son esos otros? El señor no me ha dicho nada de ellos.
—¿Cómo que no, McMurdo? Me sorprendes. Anoche le dije a mi hermano que traería unos amigos.
—No ha salido de su habitación en todo el día, señor Thaddeus, y no me ha dado instrucciones. Usted sabe muy bien que debo atenerme a las normas. Puedo dejarle entrar a usted, pero sus amigos tienen que quedarse donde están.
Aquel era un obstáculo inesperado. Thaddeus Sholto miró a su alrededor con aire perplejo e indefenso.
—Esto no puede ser, McMurdo —dijo—. Si yo respondo de ellos, con eso debe bastarte. ¿Y qué me dices de la señorita? No puede quedarse esperando en la carretera a estas horas.
—Lo siento mucho, señor Thaddeus —dijo el portero, inexorable—.Esta gente pueden ser amigos suyos y no serlo del señor. Él me paga bien para que cumpla mi tarea, y yo cumplo mi tarea. No conozco a ninguno de sus amigos.
—Sí que conoce a alguno, McMurdo —exclamó Sherlock Holmes jovialmente—. No creo que se haya olvidado de mí. ¿No se acuerda del aficionado que peleó tres asaltos con usted en los salones Alison la noche de su homenaje, hace cuatro años?
—¡No será usted Sherlock Holmes! —rugió el boxeador—. ¡Válgame Dios! ¡Mira que no reconocerle! Si en lugar de quedarse ahí tan callado se hubiera adelantado para atizarme aquel gancho suyo en la mandíbula, le habría conocido sin duda. ¡Ah, usted sí que ha desaprovechado su talento! Habría podido llegar muy alto si hubiera puesto ganas de verdad.
—Ya lo ve, Watson, si todo lo demás me falla, aún tengo abierta una de las profesiones científicas —dijo Holmes, echándose a reír—. Estoy seguro de que nuestro amigo no nos dejará ahora en el frío.
—Pase, señor, pase... usted y sus amigos —respondió él—. Lo siento mucho, señor Thaddeus, pero las órdenes son muy estrictas. Tenía que asegurarme de quiénes eran sus amigos antes de dejarlos entrar.
Adentro, un sendero de grava serpenteaba a través de un terreno desolado hacia la enorme mole de una casa cuadrada y prosaica, toda sumida en sombras excepto una esquina, donde un rayo de luna se reflejaba en la ventana de una buhardilla. El enorme tamaño del edificio, con su aspecto lóbrego y su silencio mortal, helaba el corazón. Hasta Thaddeus Sholto parecía sentirse incómodo, y el farol temblaba estrepitosamente en su mano.
—No lo puedo entender —dijo—. Debe haber algún error. Le dije bien claro a Bartholomew que vendríamos, pero no hay luz en su ventana. No sé qué pensar sobre eso.
—¿Siempre tiene la propiedad así de bien guardada? —preguntó Holmes.
—Sí, ha seguido la costumbre de mi padre. Era el hijo favorito, ¿sabe usted?, y a veces pienso que es posible que mi padre le dijera a él cosas que no me dijo a mí. Aquella de arriba es la ventana de Bartholomew, donde cae la luz de la luna. Brilla mucho, pero dentro no hay luz, me parece.
—Ninguna —dijo Holmes—. Pero sí que se ve brillar una luz en aquella pequeña ventana, al lado de la puerta.
—Ah, esa es la habitación del ama de llaves. Allí vive la anciana señora Bernstone. Ella podrá decirnos algo. Pero tal vez lo mejor sea que esperen ustedes aquí un par de minutos, porque si entramos todos juntos y ella no está enterada de que veníamos, puede asustarse. Pero... ¡silencio! ¿Qué es eso?
Levantó el farol y su mano se puso a temblar hasta que los círculos de luz empezaron a dar vueltas y parpadeos en torno nuestro. La señorita Morstan me agarró de la muñeca y todos nos quedamos inmóviles, con el corazón palpitando con furia y el oído aguzado. Desde el gran caserón negro, atravesando el silencio de la noche, nos llegaba el sonido más triste y lastimero que existe: los agudos sollozos y entrecortados de una mujer asustada.
—¡Es la señora Bernstone! —dijo Sholto—. Ella es la única mujer en la casa. Esperen aquí. Vuelvo ahora mismo.
Echó a correr hacia la puerta y llamó con su peculiar llamada. Vimos que una anciana alta le abría y se echaba a temblar de gozo nada más verlo.
—¡Ay, señor Thaddeus, qué alegría que haya venido! ¡Qué alegría que haya venido, señor Thaddeus!
Seguimos oyendo sus reiteradas celebraciones hasta que la puerta se cerró y su voz se fue apagando, reducida a un zumbido monótono.
Nuestro guía nos había dejado la lámpara. Holmes la giró lentamente a nuestro alrededor y observó con