preguntarle si en estos momentos tiene entre manos alguna investigación profesional?
—Ninguna. De ahí la cocaína. No puedo vivir sin hacer trabajar el cerebro. ¿Qué otra razón hay para vivir? Mire por esa ventana. ¿Alguna vez ha sido el mundo tan lúgubre, triste e improductivo? Mire esa niebla amarilla que hace remolinos por la calle y se desliza ante esas casas grises. ¿Puede haber algo más desesperantemente prosaico y material? ¿De qué sirve tener talento, doctor, si no se tiene campo en el que aplicarlo? Los delitos son vulgares, la existencia es vulgar, y en este mundo no hay sitio para lo que se salga de la vulgaridad.
Abrí la boca para responder a su diatriba, pero tras dar unos golpecitos en la puerta, entró nuestra casera, que traía una tarjeta en una bandeja de latón.
—Una señorita pregunta por usted, señor —dijo, dirigiéndose a mi compañero.
—Miss Mary Morstan —leyó este—. ¡Hum! No me suena de nada el nombre. Diga a la señorita que suba, señora Hudson. No se vaya, doctor. Prefiero que se quede.
Capítulo II:
Exposición del Caso
La señorita Morstan entró en la habitación con un paso firme y compostura tranquila. Era una joven rubia, pequeña, delicada, con buenos guantes en las manos y vestida con el gusto más perfecto. No obstante, la discreción y sencillez de sus ropas parecían sugerir unos recursos económicos limitados. El vestido era de un sombrío pardo grisáceo, sin cintas ni adornos, y llevaba un pequeño turbante del mismo tono apagado, alegrado tan solo por un vestigio de pluma blanca en un costado. Su rostro no tenía facciones regulares ni una complexión hermosa, pero su expresión era dulce y amistosa, y sus grandes ojos azules resultaban singularmente espirituales y atractivos. A pesar de que mi experiencia con las mujeres abarcaba muchas naciones y tres continentes distintos, yo jamás había visto un rostro que ofreciera tan claros indicios de un carácter refinado y sensible. No pude evitar fijarme en que, al sentarse en el asiento que Sherlock Holmes le acercó, sus labios temblaban, sus manos se estremecían y todo en ella indicaba una fuerte agitación interna.
—He acudido a usted, señor Holmes —dijo ella—, porque en cierta ocasión ayudó a mi empleadora, la señora de Cecil Forrester, a resolver una pequeña complicación doméstica. Quedó muy impresionada por su amabilidad y talento.
—La señora de Cecil Forrester... —repitió él, pensativo—. Sí, creo que le presté un pequeño servicio. Pero me parece recordar que se trataba de un caso realmente sencillo.
—A ella no se lo pareció. Pero del mío, por lo menos, no podrá usted decir lo mismo. Me cuesta imaginar algo más extraño y absolutamente inexplicable que la situación en que me encuentro.
Holmes se frotó las manos y sus ojos se iluminaron. Se inclinó hacia delante en su butaca, con una expresión de absoluta concentración en sus facciones marcadas y aguileñas.
—Exponga su caso —dijo en un seco tono de negocios.
Me pareció que mi presencia resultaba embarazosa.
—Estoy seguro de que sabrán disculparme —dije, levantándome de mi silla.
Ante mi sorpresa, la joven levantó su mano enguantada para detenerme.
—Si su amigo —dijo ella— tiene la bondad de quedarse, me prestará un servicio inestimable.
Me dejé caer de nuevo en mi asiento.
—Brevemente —continuó—, los hechos son los siguientes: mi padre era oficial en un regimiento de la India, y me envió a casa cuando yo era niña. Mi madre había fallecido y yo no tenía ningún pariente en Inglaterra, pero me ingresaron en un cómodo internado de Edimburgo, donde permanecí hasta que cumplí diecisiete años. En el año 1878, mi padre, que era el capitán más antiguo de su regimiento, consiguió un permiso de doce meses y volvió a Inglaterra. Me puso un telegrama desde Londres, diciendo que había llegado a salvo y pidiéndome que fuera a verlo cuanto antes, dando como dirección el hotel Langham. Su mensaje, tal como yo lo recuerdo, rebosaba amor y cariño. En cuanto llegué a Londres me dirigí al Langham, y allí me dijeron que el capitán Morstan se alojaba allí, pero que había salido la noche anterior y no había regresado. Esperé todo el día sin tener noticias suyas. Aquella noche, por consejo del director del hotel, me puse en contacto con la policía, y al día siguiente pusimos anuncios en todos los periódicos. Nuestras investigaciones no dieron ningún resultado. Y desde entonces hasta hoy no hemos vuelto a saber nada de mi pobre padre. Llegó a su país con el corazón lleno de esperanza, buscando paz y reposo, y en lugar de eso...
Se llevó la mano a la garganta y un sollozo ahogado interrumpió sus palabras.
—¿La fecha? —preguntó Holmes, abriendo su cuaderno de notas.
—Desapareció el 3 de diciembre de 1878..., hace casi diez años.
—¿Su equipaje?
—Permaneció en el hotel. No encontramos nada que nos diera una pista. Algo de ropa, unos cuantos libros y gran cantidad de curiosidades de las islas Andaman. Estuvo allí como oficial de la guardia del presidio.
—¿Tenía amigos en la ciudad?
—Solo uno que sepamos : el mayor Sholto, de su mismo regimiento, el trigésimo cuarto de Infantería de Bombay. El mayor se había retirado algún tiempo antes, y vivía en Upper Norwood. Como es natural, nos pusimos en contacto con él, pero ni siquiera sabía que su hermano oficial hubiera regresado a Inglaterra.
—Un curioso caso —comentó Holmes.
—Aún no le he contado la parte más extraña. Hace unos seis años..., para ser más exactos, el 4 de mayo de 1882, apareció un anuncio en el Times, interesándose por la dirección de la señorita Mary Morstan y asegurando que le sería muy ventajoso presentarse. No se incluía ningún nombre ni dirección. Por aquel entonces, yo acababa de entrar al servicio de la señora de Cecil Forrester como institutriz. Siguiendo su consejo, publiqué mi dirección en la columna de anuncios personales. Aquel mismo día, me llegó por correo una cajita de cartón, que resultó contener una perla muy grande y brillante. Nada más, ni una palabra escrita. Y desde entonces, cada año, por la misma fecha, siempre me llega una caja similar, conteniendo una perla similar, sin el menor dato de quien las envía. Un experto ha dictaminado que son de una variedad rara y tienen un gran valor. Vean por sí mismos que son muy hermosas.
Abrió una caja plana mientras decía esto, y me mostró seis de las perlas más finas que he visto en mi vida.
—Su historia es extremadamente interesante —dijo Sherlock Holmes—. ¿Le ha ocurrido algo más?
—Pues sí, y precisamente hoy. Por eso he acudido a usted. Esta mañana he recibido esta carta; tal vez prefiera leerla usted mismo.
—Gracias —dijo Holmes—. El sobre también, por favor. Matasellos de Londres, Sudoeste... Fecha, 7 de julio. ¡Hum! Huella de un pulgar de hombre en la esquina..., probablemente, del cartero. Papel de la mejor calidad. Sobre de los de seis peniques el paquete. Curiosos gustos los de este hombre en cuestión de papelería. No hay dirección:
»Acuda esta noche, a las siete, a la puerta del teatro Lyceum, tercera columna de la izquierda. Si no se fía, traiga un par de amigos. Ha sido usted perjudicada y se le hará justicia. No avise a la policía. Si lo hace, todo será en vano.
Su amigo desconocido.
»Vaya, vaya. Pues sí que tenemos un pequeño misterio. ¿Qué se propone hacer, señorita Morstan?
—Eso es precisamente lo que he venido a consultarle.
—En tal caso, desde luego que iremos. Usted y yo y... sí, claro, el doctor Watson es el hombre indicado. La carta dice que dos amigos. El doctor y yo hemos trabajado juntos otras veces.
—Pero ¿querrá venir? —preguntó la joven, con un tono de súplica en la voz y la expresión.
—Será un orgullo y un placer poder serle útil —dije, de todo corazón.