contorsionaron con un espasmo de dolor, extendió hacia adelante los brazos, se tambaleó y cayó pesadamente al suelo, dejando escapar un grito ronco. Lo volví boca arriba con el pie, y puse mi mano sobre su corazón. No latía. ¡Estaba muerto!
»La sangre me había estado brotando de la nariz, pero yo no me había fijado en ello. No sé qué impulso fue el que me hizo escribir con esa sangre en la pared; quizás una maligna intención de lanzar a la policía por una pista equivocada, porque, en efecto, me sentía contento y con el corazón liviano. Me acordé de cierto alemán al que se encontró en Nueva York con la palabra Rache escrita encima de él, lo que dio lugar a que los periódicos sostuviesen que aquello era obra de sociedades secretas. Pensé que lo mismo que había dejado desconcertado a los neoyorquinos desconcertaría a los londinenses, y por eso mojé un dedo en mi propia sangre y escribí esa palabra en un sitio conveniente de la pared.
»Acto seguido, fui hasta donde estaba mi coche. No andaba nadie por allí, y la noche seguía siendo muy borrascosa. Ya había puesto cierta distancia de por medio con mi coche, cuando al meter la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, descubrí que no lo tenía en él. Me quedé como fulminado, porque era el único recuerdo que conservaba ella. Pensando que quizá lo había dejado caer al inclinarme sobre el cadáver de Drebber, volví en coche, y, dejándolo en una calle lateral, me dirigí rápidamente a la casa, porque yo estaba dispuesto arriesgar cualquier cosa antes de perder el anillo. Al llegar, casi me di de bruces con el funcionario de policía que salía de la casa, y solo conseguí desarmar sus sospechas fingiéndome borracho.
»Así acabó Enoch Drebber. Ahora me faltaba Stangerson, así saldaría la deuda de John Ferrier. Sabía que se hospedaba en el Hotel Reservado de Halliday, y estuve por sus alrededores durante todo el día, pero él no salió a la calle. Me imagino que sospechó algo al ver que Drebber no se había presentado. Este Stangerson era listo y permanecía siempre alerta. Pero si pensaba que podía librarse de mí permaneciendo dentro del hotel, estaba muy equivocado. No tardé en descubrir cuál era la ventana de su dormitorio, y en las primeras horas de la mañana siguiente me serví de una escalera que estaba en el suelo, en la travesía de la parte posterior del hotel, y logré meterme de ese modo en su habitación al rayar el alba. Lo desperté y le dije que había llegado la hora en que tenía que responder por la vida que había quitado hacía tanto tiempo. Le relaté cómo había muerto Drebber, y le di la misma posibilidad de elegir entre las píldoras envenenadas. En lugar de aferrarse a la posibilidad de salvarse que con ello le ofrecía, saltó de la cama al suelo y se tiró a mi garganta. Yo, en defensa propia, le clavé el cuchillo en el corazón. De todos modos, el resultado habría sido el mismo, porque la Providencia no habría permitido en modo alguno que la mano culpable eligiese otra píldora que la del veneno.
»Poco más tengo que decir, por suerte, porque estoy casi acabado. Seguí con mi coche durante un par de días, con la idea de ahorrar lo suficiente para regresar a Norteamérica. Me hallaba en la caballeriza cuando un mozalbete harapiento preguntó si había algún cochero que se llamase Jefferson Hope, y dijo que un caballero de Baker Street, número 221 B, pedía el coche suyo. Vine sin recelar daño alguno, y no caí en la cuenta sino cuando este caballero joven me puso las esposas en las muñecas con tanta destreza como jamás había visto hacerlo. Y ya tienen toda mi historia. Pueden verme como un asesino, pero yo sostengo que no soy sino un funcionario de la justicia, lo mismo que ustedes.»
Habíamos permanecido silenciosos y embebidos con el relato de aquel hombre. Había sido tan emocionante y su manera de hacerlo tan solemne que hasta los detectives profesionales, acostumbrados como estaban a cuanto se relaciona con el crimen, parecieron interesarse vivamente por la historia de aquel hombre. Cuando hubo acabado, seguimos inmóviles por espacio de algunos minutos, guardando un silencio que solo fue roto por los garabateos del lápiz de Lestrade, que daba los últimos retoques a sus anotaciones taquigráficas.
—No queda sino un punto sobre el que yo desearía un pequeño informe más —dijo, por último Sherlock Holmes—. ¿Quién fue el cómplice suyo que vino en busca del anillo anunciado por mí?
El preso hizo un guiño alegre a mi amigo, y le dijo:
—Yo soy dueño de lo que callo, no meto a los demás en mis problemas. Leí su anuncio, pensé que podía ser una trampa, y que también podía tratarse del anillo que yo buscaba. Mi amigo se ofreció a ir a verificar eso. Creo que usted reconocerá que él actuó con gran destreza.
—No hay duda sobre eso —dijo cordialmente Holmes.
—Caballero —hizo notar con gravedad el inspector—, hay que cumplir lo que la ley establece. El preso comparecerá el jueves ante los magistrados, y ustedes deben estar ahí. Por ahora y hasta ese momento queda bajo mi responsabilidad.
Mientras terminaba de hablar, tocó la campanilla, y Jefferson Hope fue conducido fuera de allí por unos guardias, mientras mi amigo y yo tomábamos un coche para regresar a Baker Street.
Capítulo VII:
Final
Nos habían dicho que debíamos comparecer frente a los magistrados, pero no hizo falta nuestro testimonio. Del asunto se había hecho cargo el juez de más alta categoría posible, Jefferson Hope había sido llevado ante un tribunal donde gozaría de la justicia más estricta. Esa noche en que se le capturó también le estalló el aneurisma, y a la mañana siguiente se le encontró tirado en el suelo de la celda: en su cara no había más que una complacida sonrisa, como si finalmente hubiera sentido la tranquilidad total de una tarea debidamente cumplida.
—Esta muerte perturbará a Gregson y Lestrade —hizo notar Holmes, cuando charlábamos la noche siguiente sobre el caso—. ¿En qué va a quedar ahora la gran propaganda suya?
—Ellos no tuvieron mucho que hacer en su captura a mi parecer —le contesté.
—No tiene importancia alguna lo que usted haga en este mundo —me respondió con amargura mi compañero—. La cuestión está en hacer creer a los demás que la cosa se ha realizado. No importa —prosiguió, después de una pausa, en tono más alegre—. Por nada del mundo habría yo querido perderme esta investigación. Es el mejor caso de los que recuerdo. Aunque sencillo, hubo en él varios detalles aleccionadores.
—¡Sencillo! —exclamé.
—Sí, la verdad es que no puede calificársele de otro modo —dijo Sherlock Holmes sonriéndose al ver mi sorpresa—. La prueba de su intrínseca sencillez es lo que me hizo posible capturar al criminal en menos de tres días sin ninguna ayuda, salvo algunas deducciones muy corrientes.
—Correcto —le dije.
—Como ya sabe, todo aquello que se sale de lo vulgar no resulta un obstáculo, sino que es más bien una guía. El gran factor, cuando se trata de resolver un problema de este estilo, es la capacidad para razonar hacia atrás. Esta es una cualidad muy útil y muy fácil, pero la gente no la ejercita mucho. En las tareas corrientes de la vida cotidiana resulta de mayor utilidad el razonar hacia adelante, y por eso se la desatiende. Por cada persona que sabe analizar, hay cincuenta que saben razonar por síntesis.
—Confieso que no le comprendo —le dije.
—No esperaba que lo hiciera. Veamos si puedo plantearlo de manera más clara. Son muchas las personas que, si usted les describe una serie de hechos, le anunciarán cuál va a ser el resultado. Son capaces de coordinar en su cerebro los hechos, y deducir que han de tener una consecuencia determinada. Sin embargo, son pocas las personas que, diciéndoles usted el resultado, son capaces de extraer de lo más hondo de su propia conciencia los pasos que condujeron a ese resultado. A esta facultad me refiero cuando hablo de razonar hacia atrás, es decir, de manera analítica.
—Lo comprendo —dije.
—Pues bien: este fue un caso en el que se nos daba el resultado, y en el que teníamos que deducir todo lo demás nosotros mismos. Voy a tratar de exponerle las diferentes etapas de mi razonamiento. Comencemos por el principio. Llegué a la casa, como sabe, a pie y con el cerebro libre de toda clase de impresiones. Empecé, como es natural, por examinar la carretera, y descubrí, según se lo tengo explicado ya, las