Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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y la ceniza blanca y esponjosa de un “ojo de perdiz” como entre una lechuga y una patata.

      —Tiene usted un talento extraordinario para las pequeñeces —dije.

      —Aprecio su importancia. Aquí tiene mi monografía sobre las huellas de pisadas, con algunos comentarios acerca del empleo de escayola para conservar las impresiones. Y aquí hay una curiosa obrita sobre la influencia de los oficios en la forma de las manos, con litografías de manos de pizarreros, marineros, cortadores de corcho, cajistas de imprenta, tejedores y talladores de diamantes. Es un tema de gran importancia práctica para el detective científico, sobre todo en casos de cadáveres no identificados, y también para averiguar el historial de los delincuentes. Pero le estoy aburriendo con mis aficiones.

      —Nada de eso —respondí con seriedad—. Me interesa mucho, y más habiendo tenido la oportunidad de observar cómo lo aplica a la práctica. Pero hace un momento hablaba usted de observación y deducción. Supongo que, en cierto modo, la una lleva implícita la otra.

      —Ni mucho menos —respondió, arrellanándose cómodamente en su butaca y emitiendo con su pipa espesas volutas azuladas—. Por ejemplo, la observación me indica que esta mañana ha estado usted en la oficina de Correos de Wigmore Street, pero por deducción sé que allí despachó un telegrama.

      —¡Correcto! —dije yo—. Ha acertado en las dos cosas. Pero confieso que no entiendo cómo ha llegado a saberlo. Fue un impulso súbito que tuve, y no se lo he comentado a nadie.

      —Es la sencillez misma —dijo él, riéndose por lo bajo de mi sorpresa—. Tan ridículamente sencillo que sobra toda explicación. Aun así, puede servirnos para definir los límites de la observación y la deducción. La observación me dice que lleva usted un pegotito rojizo pegado al borde de la suela. Justo delante de la oficina de Correos de Wigmore Street han levantado el pavimento y han esparcido algo de tierra, de tal modo que resulta difícil no pisarla al entrar. La tierra tiene ese peculiar tono rojizo que, por lo que yo sé, no se encuentra en ninguna otra parte del barrio. Hasta aquí llega la observación. Lo demás es deducción.

      —¿Y cómo dedujo lo del telegrama?

      —Pues, para empezar, sabía que no había escrito una carta, porque estuve sentado frente a usted toda la mañana. Además, su escritorio está abierto y veo que tiene usted un pliego de sellos y un grueso fajo de tarjetas postales. Así pues, ¿a qué iba a entrar en la oficina de Correos si no era para enviar un telegrama? Una vez eliminadas todas las demás posibilidades, la única que queda tiene que ser la verdadera.

      —En este caso es así, desde luego —repliqué yo, tras pensármelo un poco—. Sin embargo, como usted mismo ha dicho, se trata de un asunto de lo más sencillo. ¿Me consideraría impertinente si sometiera sus teorías a una prueba más estricta?

      —Al contrario —respondió él—. Eso me evitará tener que tomar una segunda dosis de cocaína. Estaré encantado de considerar cualquier problema que usted me plantee.

      —Le he oído decir que es muy difícil que un hombre use un objeto todos los días sin dejar en él la huella de su personalidad, de manera que un observador experto puede leerla. Pues bien, aquí tengo un reloj que ha llegado a mi poder hace poco tiempo. ¿Tendría la amabilidad de darme su opinión sobre el carácter y las costumbres de su antiguo propietario?

      Le entregué el reloj con un ligero sentimiento interno de regocijo, ya que, en mi opinión, la prueba era imposible de superar y con ella me proponía darle una lección ante el tono algo dogmático que adoptaba de vez en cuando. Holmes sopesó el reloj en la mano, observó atentamente la esfera, abrió la tapa posterior y examinó el engranaje, primero a simple vista y luego con ayuda de una potente lupa. No pude evitar sonreír al ver su expresión abatida cuando, por fin, cerró la tapa y me lo devolvió.

      —Apenas hay ningún dato —dijo—. Este reloj lo han limpiado hace poco, lo cual me priva de los indicios más sugerentes.

      —Tiene razón —respondí—. Lo limpiaron antes de enviármelo.

      En mi corazón, acusé a mi compañero de esgrimir una excusa de lo más floja e impotente para justificar su fracaso. ¿Qué datos había esperado encontrar aunque el reloj no hubiera estado limpio?

      —Pero aunque no sea satisfactoria, mi investigación no ha sido del todo estéril —comentó, dirigiendo hacia el techo la mirada de sus ojos soñadores e inexpresivos—. Salvo que usted me corrija, yo diría que el reloj perteneció a su hermano mayor, que a su vez lo heredó de su padre.

      —Supongo que eso lo ha deducido de las iniciales H.W. grabadas al dorso.

      —En efecto. La W sugiere su apellido. La fecha del reloj es de hace casi cincuenta años, y las iniciales son tan antiguas como el reloj. Por lo tanto, se fabricó en la generación anterior. Estas joyas suele heredarlas el hijo mayor, y es bastante probable que este se llame igual que el padre. Su padre falleció, si no recuerdo mal, hace muchos años. Por lo tanto, el reloj ha estado en manos de su hermano mayor.

      —Hasta ahora, bien —dije yo—. ¿Algo más?

      —Era un hombre de costumbres desordenadas..., muy sucio y descuidado. Tenía buenas perspectivas, pero desaprovechó las oportunidades, vivió algún tiempo en la pobreza, con breves intervalos ocasionales de prosperidad, y por último se dio a la bebida y murió. Eso es todo lo que puedo sacar.

      Me puse en pie de un salto y renqueé impaciente por la habitación, con amargura en mi corazón.

      —Esto es indigno de usted, Holmes —dije—. Jamás habría creído que caería usted tan bajo. Ha estado usted investigando la historia de mi desdichado hermano, y ahora finge haber deducido todo ese conocimiento por medios fantásticos. ¡No esperará que me crea que ha visto todo eso en este viejo reloj! Es una grosería y, para serle franco, parece más propio de un charlatán.

      —Querido doctor —dijo en tono suave—, le ruego que acepte mis disculpas. Al considerar el asunto como un problema abstracto, olvidé que para usted se trata de algo muy personal y doloroso. Sin embargo, le aseguro que no sabía que hubiera tenido usted un hermano, hasta que me enseñó el reloj.

      —¿Y entonces, cómo diablos averiguó todo eso? Porque ha acertado de lleno en todos los detalles.

      —Ha sido buena suerte. Me limité a decir lo que parecía más probable. No esperaba acertar en todo.

      —¿No han sido puras conjeturas?

      —No, no; yo nunca hago conjeturas. Es un hábito nefasto. Destruye las facultades lógicas. Lo que a usted le parece tan extraño, lo es solo porque no ha seguido mi cadena de pensamientos ni se ha fijado en los pequeños datos de los que pueden extraerse importantes inferencias. Por ejemplo, empecé afirmando que su hermano era descuidado. Si se fija en la parte inferior de la tapa del reloj, verá que no solo tiene un par de abolladuras, sino que además está rayado y arañado por todas partes, a causa de la costumbre de meter en el mismo bolsillo otros objetos duros, como monedas o llaves. Como ve, no es ninguna proeza suponer que un hombre que trata tan a la ligera un reloj de cincuenta guineas debe ser descuidado. Tampoco es tan descabellado deducir que un hombre que hereda un artículo tan valioso tiene que estar bien provisto en otros aspectos.

      Asentí para dar a entender que seguía su razonamiento.

      —Es costumbre de los prestamistas ingleses, cuando alguien empeña un reloj, grabar el número de la papeleta con un alfiler en el interior de la tapa. Es más cómodo que poner una etiqueta y no hay peligro de que el número se pierda o se traspapele. Y mi lupa ha descubierto nada menos que cuatro de esos números en el interior de la tapa del reloj. Deducción: su hermano pasaba apuros económicos con frecuencia. Deducción secundaria: de vez en cuando atravesaba períodos de prosperidad, pues de lo contrario no habría podido desempeñar la prenda. Por último, le ruego que mire la chapa interior, donde está el agujero para dar cuerda. Fíjese en que hay miles de rayas alrededor del agujero, causadas al resbalar la llave de la cuerda. ¿Cree que la llave de un hombre sobrio dejaría todas esas marcas? Sin embargo, nunca faltan en el reloj de un borracho. Le daba